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11 de mayo de 2005

Zona Crónica

Mi papá y yo.

Para nadie es un secreto la gran admiración que sentía Héctor Abad Faciolince por su papá, el médico Héctor Abad Gómez. En este texto el escritor paisa cuenta los momentos que más recuerda al lado de su padre.

Por: Héctor Abad Faciolince.
| Foto: Hector Abad Faciolince


Cinco recuerdos

1. Mis amigos y mis compañeros del colegio se burlaban de mí: cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se burlaron de mí por "ese saludo de niño mimado tan maricón", yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que esa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente.
Durante un tiempo evité esos saludos tan efusivos, si había extraños por ahí, pues me daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba acompañado, ese saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo de algunos meses de fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual que siempre, aunque mis amigos se burlaran y dijeran lo que les diera la gana. Pero no todo fue burla; recuerdo que una vez, ya casi al final de la adolescencia, un amigo me confesó: "Hombre, a mí siempre me ha dado envidia de un papá así. A mí, el mío no me ha dado un solo beso en toda la vida".

2. "Perdón, no sabía que estabas ocupado". Eso me dijo una tarde mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó, pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista parecida a esta para ayudarle con la vista a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: "Perdón, no sabía que estabas ocupado".
Después no comentó ni una palabra sobre el asunto, pero semanas más tarde, en la biblioteca, me contó una historia: "Cuando yo estaba en último año de Medicina, me llamó a su oficina un primo lejano, Luis Guillermo Echeverri Abad. Después de muchos rodeos y con mucho misterio, este primo me confesó que estaba muy preocupado por su hijo, Fabito, que parecía no pensar en otra cosa que en hacerse la paja. A mañana, tarde y noche. Tú, que eres casi médico, me dijo el primo, habla con él, aconséjalo, explícale lo dañino que es el vicio solitario. Entonces yo fui a hablar con el hijo de mi primo -siguió contando mi papá- y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo lo que quiera, que eso no hace daño y es lo más normal; lo raro sería que un muchacho no se masturbara, pero le doy un consejo: no deje rastros ni se deje ver de su papá. Al poco tiempo el señor volvió a llamar, a agradecerme. Le había hecho el milagro: Fabito, como por arte de magia, había dejado el vicio". Y mi papá, como si no hubiera mejor moraleja para esa historia, soltó una carcajada.

3. Yo a mi papá no tenía que pedirle plata. Él me daba toda la que yo quisiera. Decir que me daba toda la que yo quisiera no quiere decir que me diera millones; quiere decir que me hubiera dado toda la que él tenía, que no era mucha. Yo era un niño cuando me lo dijo, de una vez y para siempre, una mañana que le pedí plata para llevar al colegio:
-No tienes que decírmelo siquiera; todo lo mío es tuyo. Ahí está mi billetera, coge lo que necesites.
Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrás de los pantalones. A mí me gustaba coger la billetera de mi papá y contar la plata que tenía ahí. Nunca sabía si coger un peso, dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba un momento y casi siempre me llevaba el billete menos grande o resolvía no coger nada.
Yo sabía que toda la plata que había en esa billetera era mía, pues la podía coger. A veces, cuando estaba más llena, a principios del mes, cogía un billete de veinte pesos, mientras mi papá hacía la siesta, y me lo llevaba para el cuarto. Jugaba un rato con él, sabiendo que era mío, e iba comprando cosas en la imaginación (una bicicleta, un balón, una pista de carritos eléctrica, un microscopio, un telescopio, un caballo) como si me hubiera ganado la lotería. Pero después iba y lo volvía a poner en su sitio. Casi nunca había muchos billetes, y a finales de mes, a veces, no había ni uno, ya que no éramos ni ricos ni pobres. Cuando nosotros le preguntábamos a mi mamá si éramos ricos o pobres, ella siempre contestaba lo mismo: "Ni lo uno ni lo otro; somos acomodados".

4. Cuando mi papá llegaba de trabajar en la Universidad, podía venir de dos maneras: de mal genio o de buen genio. Si llegaba de buen genio, desde que entraba se oían sus maravillosas, estruendosas carcajadas, como campanas de risa y alegría. Mis hermanas y yo salíamos a recibir sus besos excesivos, sus frases exageradas, y sus abrazos largos. Si llegaba de mal genio, por ejemplo porque el decano de Medicina había dicho que él era un comunista muy peligroso, se encerraba en la biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se ponía a leer. Al cabo de una o dos horas de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de las transformaciones), ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante, feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría y las carcajadas.
Sin decirme una sola palabra, sin obligarme a leer y sin echarme el sermón de lo sana para el espíritu que podía ser la música clásica, yo entendí, sólo mirándolo, viendo en él los efectos benéficos de la música y de la lectura, que en la vida todos podíamos recibir un gran regalo, no muy caro y más o menos al alcance de la mano: los libros y los discos. Ese señor oscuro y malhumorado que había llegado de la calle con la cabeza cargada de las malas influencias y las tragedias y las injusticias de la realidad, había recuperado su mejor semblante, y la alegría, de la mano de los buenos poetas, de los grandes pensadores y de los grandes músicos.

5. Diez minutos antes de que mataran a mi papá (yo ya era un hombre hecho y derecho, tenía 27 años, una esposa y una hija, pero todavía metía la mano en su billetera), me dio el último beso y me derramó en la oreja la última carcajada. Yo estaba sin trabajo y acababa de ir a pedir puesto en la Universidad de Antioquia, pero el decano de Literatura, o algo así, me había dicho que por el momento no había nada para mí. "No te preocupes, ya verás que algún día serán ellos los que te van a llamar", me dijo mi papá, y al decirlo soltó la última carcajada que le oí. Después se puso serio porque me contó que iba al velorio de un maestro que habían asesinado esa mañana. "Pero esta noche hablamos, en la casa, y oímos música clásica".
Cuando leí la Carta al padre de Kafka, algunos años después, pensé que yo podría escribir esa misma carta, pero al revés, con puros antónimos y situaciones opuestas. Yo no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante. Nunca leyó un libro mío, ni siquiera un cuento, pero él sabía mi secreto y a todo el mundo le decía que yo era escritor.
¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el padre que quisieran tener si volvieran a nacer? Yo lo podría decir.

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