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28 de agosto de 2013

Opinión

Mi primer beso

Hemos llegado a la casa de doña Florencia, directora de la Oficina de Turismo de Cali.

Por: Margarita Rosa De Francisco (@margaritarosadf)
| Foto: Luis Carlos Cifuentes

Mi mamá está trabajando para ella en el departamento de Relaciones Públicas mientras corren agonizantes los años setenta. A mis dos hermanos y a mí nos asusta venir aquí, porque el otro día la dueña de esta mansión nos mostró el museo de momias calimas instalado en uno de los cuartos; sin embargo, a veces, cuando tienen reunión como hoy que es sábado y el sol está quemando, nos traen para que nos bañemos en la piscina mientras tanto.

Antes de alcanzar la gran puerta de madera, atravesamos un jardín encantado, donde los caladios con sus hojas terminadas en punta, anchas y rosadas en el centro, parecen lenguas de reptiles prehistóricos. La vegetación de este lugar es intimidante, densa y masiva; los helechos son explosiones gigantes de un oscuro verdor, y las hojas de los arbustos, colosales, orejas de elefante.

Para llamar, mi mamá agarra la manija que golpea la mandíbula de un león tallado en cobre a manera de escudo. Pronto sentimos los pasos de la anfitriona castañeteando contra las baldosas del piso y aparece, como una flor de la sombra, esta mujer encantadora, risueña y malhablada, de labios muy carnosos y siempre pintados de rojo. Al tiempo que nos saluda con su acostumbrado desparpajo, nos conduce por el kilométrico corredor central, y allá al fondo, como una luz al final del túnel, se ve ocurrir el estallido de los rayos solares sobre el patio ahogado en hiedra, presidido además por un caucho retorcido y magnífico. En el centro, como un espejo, reluce el agua quieta de la piscina. “Ve, Emérito, bajate unos mangos y echámeles un ojito a los niños, haceme el favor”, le dice Florencia a un muchacho color añil que salió del corazón del bosque con una manguera enrollada en el brazo. Al cabo de unos minutos ya hemos despelucado el agua con nuestros clavados y zambullidas. De vez en cuando me percato de la mirada del joven jardinero que parece cumplir a rajatabla la orden de su patrona, confundido en la hondura de esta espesa selva amurallada. Por momentos veo su figura semidesnuda recortada contra la luz, desplazándose silenciosamente entre el follaje como una escultura de ébano viviente, acaso completando las piezas del museo antropológico que es toda esta casa.

Hemos decidido jugar al escondite. Mi hermano está contando del 1 al 20, y yo voy a ocultarme cerca de uno de los palos de mango, al amparo de unas ramas de cintas y culantrillos que caen frente a mí como cortinas señoriales. De repente, cual venado que presiente el peligro sin saber de dónde procede, me giro y me tropiezo con los ojos negros del hombre. Nuestro vigía tiene más o menos 18 años, está acuclillado cerca de mí y me hace una seña con el dedo para que me mantenga en silencio. Voy a cambiar de lugar, pero él me jala del brazo, me sujeta la cara con las dos manos y pega sus gruesos labios a los míos con la presión de una ventosa amazónica. Cierro los ojos exprimiendo los párpados mientras dentro de mi boca, en fracciones de segundo y con movimientos centrífugos desenfrenados, un molusco convulsivo, una especie de serpiente sin escamas, amenaza con metérseme por la garganta, excretando un jugo sanguíneo con sabor a hierro. “No le vaya a decí a nadies poke voy a su casa y me la robo”, me advierte antes de desaparecer como un animal veloz, que deja el rastro de su presencia tiritando en las matas. No entiendo lo que ha hecho. Me levanto con ganas de meter la cabeza en un río y lavarme toda con límpido. Quiero ir con mis hermanos. Estoy temblando, igual que las campanillas violeta de este jardín.

Así fue. Mi primer beso me lo robó Emérito, el hijo de la cocinera de la casa de doña Florencia en Cali, cuando yo tenía 8 años. Un beso bastardo y vergonzante que necesitó unas cuantas décadas y un intento de poesía para poderse confesar y así sacarlo de su ignominia. Este tipo de besos puede ser venenoso, porque vacuna los labios contra los besos enamorados. No concebía que algún sentimiento pudiera darles altura a formas tan procaces. El acto de besar, “qué cosa atroz”, pensé por mucho tiempo.

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