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12 de septiembre de 2005

Mi primer libro

La reconocida escritora cubana, residente desde hace muchos años en Puerto Rico, nos cuenta la historia de un libro vulgarmente delicioso que marcó su niñez.

Por: Mayra Montero

No sé cómo saldrán esos niños cuyas lecturas son escogidas, dirigidas y dosificadas. Creo que hay algo aventurero, incluso mágico, en el hecho de sumergirnos libremente en la lectura, devorar el primer libro que se nos pone a tiro, que generalmente es el menos indicado, o el más confuso, o el que puede acarrearnos la mayor obsesión. De esas confusiones, y de esas obsesiones, está pavimentado el camino de la literatura, y hoy no me arrepiento ni del orden, ni de la extraña naturaleza de mis primeras lecturas.
En mi casa de La Habana no teníamos esa biblioteca apenumbrada y rica, donde los niños privilegiados, sin esforzarse mucho, encuentran los edificantes textos de Stevenson, Dickens, London o Julio Verne. En casa, todo lo que había, tenía que ver con el humor. Bueno o malo, y a veces francamente barato. Los libros de chistes se apiñaban en los anaqueles, confundidos con los de cuentos populares cubanos (aquellos cuentos deliciosos que compiló Samuel Feijóo), y con los diccionarios de sinónimos, los diccionarios de la rima, montones de ejemplares de La Cordoniz y montones de ejemplares del Zig-Zag, semanario humorístico que en su momento presumió de ser como La Codorniz cubana. También estaban los libros de Jardiel Poncela y Álvaro de Laiglesia, y los de muchos otros humoristas, mexicanos y argentinos.
Recuerdo que abundaban las antologías poéticas, del tipo de Las 100 mejores poesías de amor, y, cómo no, todos los versos, habidos y por haber que hubieran salido de la infatigable pluma de José Ángel Buesa. Mi padre, que trabajaba para Zig-Zag, y que luego se dedicó a escribir comedia para radio y televisión, solía parodiar esas poesías, que casi siempre terminaban en sátira política.
No es de extrañar que entre tanto chiste, solemnemente abrumada por esa avalancha de doble sentido y chacoteo, yo me inclinara, durante muchos años, por una literatura seria, torturada y macabra. No me bastaba con leer a ciertos autores, sino que cubrí las paredes de mi habitación con las imágenes de todos ellos: Edgar Allan Poe, Dostoievski, Maupassant, Baudelaire. En la comparsa entraban también algunos pintores malditos, como Van Gogh, Modigliani y Toulouse Lautrec. Mientras más suicidas, borrachos y tenebrosos, mejor. Mi madre, que, como todas las madres del mundo, intentaba poner un poco de orden en la habitación de su hija, abría las ventanas para que entrara aquella luz caribe, una luz que era como un espanto, como un relámpago perpetuo.
-¡Jesús -la oía exclamar-, qué viejos tan feos!
Los fines de semana, mi abuela me llevaba a la playa privada de la colonia gallega de La Habana. Puede decirse que crecí en los salones de ese club, que llevaba el arriesgado nombre de Hijas de Galicia. Hasta allí cargaba con mis lecturas, me escondía para leer mientras se suponía que estuviera aprendiendo a bailar muñeiras. Un día, uno de los directivos de "la Sociedad" (siempre decían "la Sociedad", en ese tono tan ceremonioso), me sorprendió leyendo no sé qué libro de título inefable. Por su reacción, supongo que se trataba de ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?. Me tomó de la mano y me llevó donde mi abuela, que jugaba a la brisca con sus paisanas de Monforte:
-Amalia -le dijo-, vea lo que está leyendo esta niña.
La abuela Amalia, que era más liberal que todo eso, me miró por encima de sus gafas de arito:
-Acuérdate de que la virgen llora -dijo en un tono indefinible, y enseguida, mirando su reloj-: Ya puedes meterte al agua.
Nunca me permitía bañarme hasta que hubieran pasado tres horas después de la última comida, pero en aquella ocasión, no habían pasado ni siquiera dos. Me metí al agua refunfuñando, maldiciendo al idiota directivo, y debe de haber sido designio de la virgen que me enterrara un erizo traicionero.
Sin embargo, el libro más iluminado, el más revelador y alucinante que leí en mi vida, lo encontré en casa, escondido sobre un viejo escaparate, adonde seguramente lo relegaron por obsceno. Lo leí tantas veces en aquel entonces, con diez o doce años, que cuando crecí no quise volver a buscarlo. Ni siquiera recuerdo su título, pero sí el nombre del autor: Alfredo de Musset. En el libro había una condesa libertina y viciosa, que tenía relaciones con varios hombres, pero que también se enamoraba de otra mujer, una tal Fanny, aristócrata como ella. A Fanny la pervierte poco a poco, hasta que al fin la persuade para que se acople con un chimpancé.
No sé la cara que puse la primera vez que leí ese acoplamiento entre mujer y mono, supongo que abrí mucho los ojos y se me vino el corazón a la garganta, aturdida y golpeada como estaba por aquella lectura, mi primera lectura explícita sobre un tema sexual; un texto que, para mayor escarnio, contaba del placer inenarrable que puede llegar a propiciar un mono.
Además de ser violada por la bestia, recuerdo que a Fanny la envenenaban. La propia condesa le daba el veneno y luego se envenenaba ella también, tuvo ese gesto. El único que no moría, me parece, era el mono. Se ve que Musset, cuando escribió ese libro, no estaba atravesando por una de sus mejores temporadas.
De puro milagro, la pasión del simio no me costó varias fracturas. Para acceder al libro, y para devolverlo a su lugar, sin que nadie lo notara, yo tenía que hacer malabares sobre dos sillas, puestas la una encima de la otra, y trepar en silencio a la cumbre de ese Himalaya de la perdición. El tope del escaparate, que era un armatoste español de los años de María Castaña, estaba lleno de hollín y telaraña, y de montones de bichitos polvorientos, que ya no se sabía si estaban vivos, o si llevaban siglos de muertos. Yo estornudaba varias veces, antes y después de la lectura. Y durante la lectura pensaba que algún día podría escribir un libro igual, pero que terminara mejor.
Y lo cierto es que he escrito varios, que no siempre terminan como yo quisiera. Sin embargo, cada vez que visito algún zoológico (y visito todos los que puedo), trato de buscar los ojos del mono, un mono cualquiera, el más grandote y solitario, y por culpa de Musset -o gracias a él-, siempre encuentro en ellos una chispa, un oscuro llanto de sensualidad, un bonito recuerdo.