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24 de febrero de 2009

Mis chalecos y yo

Mi prenda preferida es el chaleco. Pero no me refiero al chaleco de los cachacos, es decir aquel que usan los bogotanos más filipichines con camisa -impecablemente blanca

Por: Roberto Posada García-Peña (D´Artagnan)
| Foto: Roberto Posada García-Peña (D´Artagnan)

corbata y vestido azul o gris y, en todo caso, como dice mi hermano Luis Jaime, "never brown".

Aludo no a los chalecos de botoncitos -algunos incluso de colores escoceses- que, pese a su elegancia, a mí me parecen medio maricones. Sino a los chalecos de lana y específicamente a los que van en V, aunque también utilizo de vez en cuando los que son abiertos.

¿Cuál es la gracia de estos chalecos? Esencialmente, como es apenas obvio, que no tienen mangas. El chaleco es una prenda ideal, sobre todo para los gordos, porque precisamente al carecer de manga larga, no produce calor, que es cosa que con frecuencia sufrimos los glotones. Pero, en climas como el de Bogotá, comparable a ciertos otoños madrileños, neoyorquinos y aun parisienses o bonaerenses, el chaleco tiene la inmensa virtud de que abriga y no lo deja a uno en simple camisa, con la barriga 'desjetada' y casi al aire.

Desde luego, hay chalecos de chalecos. Y en esta materia -como en casi todas-, mientras más finos son mejores. Apelo a ciertas marcas como Adianchi, Partegaz, Larry Hein, Les Copains, August Silk Men, Juno, Banana Republic, De Bernardis y Braemar. Y, mientras más delgados, más cómodos, ya que hay ciertas lanas que no solo acaloran sino que además pican, y no hay nada más desesperante que un ataque de rasquiña en algunos ambientes sociales o en determinados instantes solemnes, que le impiden al usuario hacer eso, rascarse... por lo demás, un gesto riquísimo de acometer en la intimidad del hogar o en la soledad de la oficina.

Los que más me han durado son unos chalecos de lana cachemir que compré en la China en 1987 y que aún parecen nuevos, pese a que por razones obvias ya me quedan un tanto apretados. Ahora los usa Lorenza, mi señora, con mucho orgullo, pues no solo se le ven algo espaciosos, sino que al fin y al cabo son de cachemir: una lanita muy suave, calientica y que, si es auténtica, nunca producirá alergia ni motas, justamente por la calidad del material.

Otros dos que guardo con especial cariño son uno rojo y otro azul -estos de botones- comprados en el famoso almacén Harrods de Londres y de una perdurabilidad también respetable. Claro, a fin de cuentas fueron sufragados en libras inglesas y no a cualquier precio. Chalecos, además, que se han salvado de peligrosos naufragios, puesto que es el momento de confesar que he sido víctima de ciertas redadas de Daniel Samper Pizano, mi colega y amigo, poco partidario del shopping, no sé por qué razón o picazón.

Daniel ha sido el gran favorecido de mis aumentos de kilos, ya que por obra y gracia de una gradual voluminosidad se ha quedado con unos cuantos chalecos que parecen recién salidos de la fábrica. Él, sin embargo, dice con ingratitud que los ha heredado untados de huevo tibio y otras manchas extrañas (ignoro cuáles), y que, por tanto, lo vestido le ha salido por lo cosido, en el sentido de haberse tirado unas cuantas pesetas -digo, euros- en la lavandería. En todo caso, no debería ser desagradecido, porque por fin la gente comienza a observar que ya no anda con aquellos chiros vergonzosos de cuando era, con otros, 'revolucionario del Chicó'.

Tal es la breve historia de mis chalecos; su corta o larga vida, siempre agitada, y sus destinatarios. Y ahí sigo poniéndomelos, sin que ninguno esté untado de salsa de tomate ni huela a sobaco de mico.

Tampoco habría motivo, sobra decirlo.