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18 de octubre de 2007

Mis flores

El paso de ser pareja a conformar una familia ha sido una de las cosas más bonitas que me han pasado.

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

Mi hija tiene un año, tres dientes y dos más que ya se le asoman, un pelo de lanitas alborotadas que heredó de mi mujer, mis cejas, la boca de su abuela materna y la nariz de mi mamá, todas las anteriores en versión mejorada. Ya aprendió a soplar, señalar y aplaudir. Duerme del lado derecho. Chupa dedo, no siempre el pulgar sino el índice o el medio en elegantes posturas de mano. Gatea rapidísimo, reto a cualquier bebé a que se eche un pique con mi nena. Se pone de pie y se sostiene de una mesa, una silla o un anaquel. Aguardo el momento feliz en que dé sus primeros pasos. Dice papá, mamá, tete, bao (¡bravo!) y aya (puede significar muchas cosas, según la entonación). A veces hace una voz como de Gremlin o E.T. el extraterrestre; no sé de dónde sacó eso, pero a mí se me derrite el corazón cuando la oigo. Le gustan las frutas, particularmente el banano, el mango y el melón, pero hace poco probó el carambolo y lo incluyó en la lista de sus frutas favoritas. Se ríe a carcajadas cuando uno se esconde y luego se asoma y le hace gracias. Es capaz de llorar con melodramáticos decibeles y de protestar con pucheros y amagos de llanto. Cuando no quiere comer, se frota los ojos y hace gestos de impaciencia. Suele gritar cuando hay eco o está muy contenta. Le gustan los animales. A nuestro gato le da palmadas, le arranca manotadas de pelo y le jala las orejas. El pobre aguanta con espartana actitud los ataques de cariño que ella le propina, hasta que la cosa se pone insoportable y huye.

Hubo mucha gente que nos dijo que la cosa era durísima, que más o menos la vida se le acababa a uno en el momento en que nacían los hijos. A mí no me ha parecido así. Hemos tenido que restringir las salidas nocturnas y ponernos de acuerdo para ver quién se queda con ella en los momentos que alguno de nosotros tiene un compromiso. Las idas a cine están prácticamente suspendidas, pero cuando logramos encontrar niñera nos desquitamos y rumbeamos como posesos. Creo que el paso de ser pareja a conformar una familia ha sido una de las cosas más bonitas y significativas que me han pasado en la vida, y que difícilmente pueda haber algo que me haya cambiado más, y mejor, que ser padre. A veces, cuando descienden sobre mí las humaredas negras de la tristeza y mi ánimo parece despeñarse en un abismo, miro a mi nena y a mi esposa y me digo que todo está bien.

El dilema onomástico de cuando aún no había nacido nuestra hija quedó solucionado: Violeta. No falta quien frunza el ceño cuando se da cuenta de que nuestro gato se llama Azul, pero la razón es que Violeta es un nombre bonito y aún no perrateado que le hace juego al nombre de Margarita, mi esposa, quien baila salsa como ninguna y se sabe casi todas las canciones, cocina un zuccini delicioso, se pelea con los taxistas, no le da pena decir las cosas, me hace reír, llora en las películas, entiende los temas espirituales, se ve muy bonita cuando está muy concentrada en algo, cuando está feliz o en clima caliente, aunque yo la he visto en medio de la nieve y me gusta igual. Sin embargo, en la búsqueda del nombre de Violeta surgió la posibilidad de que nuestra próxima hija se llamara Amapola. Yo le digo a Margarita que suena extraño, que no estoy del todo convencido y, como último recurso, que nos la van a fumigar. Si naciera niño ya nos pusimos de acuerdo en que no se llamará Gladiolo ni Cartucho sino Salvador. Es que esto de la paternidad ha sido tan fuerte que a uno le empiezan a dar ganas de tener más.

El amor sigue siendo esa fuerza misteriosa que no han podido descifrar ni las religiones ni las ciencias ni, obviamente, yo mismo. Pero desconocía el amor paternal por completo. Ahora se cierra el ciclo cuya mitad todos cumplimos desde el nacimiento, cuando somos hijos de alguien pero aún no somos padres de nadie. Ya escribí el libro. Falta el árbol, pero yo quiero sembrarlo en un pedazo de tierra que sea mío; habrá que esperar. Ya dejé de hacer el chiste fácil, parafraseando al merengue de Wilfrido, de "tengo un jardín de rosas, ¡son todas para mí!", pero a veces el estribillo suena en mi mente y sonrío porque descubro que soy feliz.