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12 de marzo de 2003

Monjas apasionadas

El director que está luchando para que llegue a las salas de cine Hábitos sucios, su película sobre el escándalo que envolvió a la monja Leticia López, escribe para SoHo sobre el controvertido tema del sexo en los conventos.

Por: Carlos Palau

La religiosa Leticia López Manrique fue acusada injustamente de asesinar a su compañera de claustro en el 2000. Mucho antes de que ocurriera el crimen había denunciado ante la provincial el lesbianismo que se estaba apoderando de algunas religiosas en el claustro de las Adoratrices, y que el padre y teólogo Carlos Novoa de la Universidad Javeriana quiere negar que exista. Novoa se ha convertido en el más grande detractor de mi película Hábitos sucios. Pide que la prohíban, pues considera que no es ética, que en ella hago afirmaciones falsas y que es pornográfica. ¡Eso que ni siquiera la ha visto! ¿Será este teólogo el que dejó embarazada a una joven mujer después de apasionados ejercicios espirituales y que jamás se responsabilizó por aquella pequeña niña que ahora tiene nueve años?

Por su atrevimiento, Leticia fue víctima de las mismas monjas con las que compartía el día a día.

Tan espeluznante fue el crimen como la forma en que sus propias compañeras acusaron ante la fiscalía a esta recia monja santandereana de haber sido la autora, y así saldar cuentas contra ella.

El lesbianismo en los conventos es una constante a lo largo de la historia y querer negarlo ha sido una gran torpeza por parte de las altas jerarquías eclesiásticas. Por eso, cuando estalla un escándalo como el de los sacerdotes pederastas en los Estados Unidos, la Iglesia deja de ser un norte moral y los fieles comienzan a desertar hacia otras sectas, supuestamente más armónicas con el sentir contemporáneo.

También aquí, como en los conventos de religiosas del siglo XVII en México, las largas horas de ocio fomentaban delirios mórbidos, fantasmagorías, horror por sus hermanas y por ellas mismas.

Es en la Edad Media cuando, a fuerza de reprimir la vida sexual, monjes y monjas comienzan a tener visiones. Ellos coquetean con la Virgen María, con su seno, su leche, su útero... y ellas, con Jesús, al fin y al cabo son sus novias, y se consumen en un fuego amoroso que las lleva a los famosos éxtasis y catalepsias. Todos esos trances místicos no eran milagros, eran ardores sexuales que se consolaban con el crucifijo entre los pechos o las piernas. A lo largo de todos estos siglos, la sexualidad y la espiritualidad se han forzado a recorrer caminos separados cuando en realidad son una misma cosa.

La vida religiosa en el siglo XVII era una profesión. Los conventos estaban llenos de mujeres que habían tomado el hábito no por seguir un llamado divino, sino por necesidad y consideraciones mundanas. Las mujeres tomaban los hábitos porque, ya sea por arreglos familiares, por falta de fortuna o cualquier otra causa, no podían casarse; también lo hacían las que estaban solas en el mundo y sin apoyo de varón. El convento era un acomodo al que no todas podían ingresar: para abrazar la vida monástica había que tener una dote y pertenecer a una familia conocida.

Es sorprendente la monotonía de este régimen conventual.

Lo extraordinario, con este género de vida, no es que unas cuantas monjas se abandonasen a piadosas o crueles excentricidades sexuales, sino que no hayan enloquecido todas.

El teólogo Nicolás de Clemanges reconocía que "imponer el velo de novicia a una muchacha equivale prácticamente a entregarla a la prostitución". Y fue en el siglo XVIII, cuando murió la famosa madame Marguerite Gourdan, que encontraron en su casa cientos de pedidos de consoladores para conventos franceses.

Para la mayoría, la vida conventual era un semillero de chismes, intrigas y conjuraciones: todas las variedades de la pasión por el poder que nos lleva a formar camarillas y bandos. La unión de cálculo y ambición es el veneno secreto que, conjuntamente, anima y corrompe la vida de las asociaciones cerradas.

La elección de las abadesas despertaba, como es natural, pasiones entre las partidarias de las distintas candidatas. En los conventos había una vida política hecha de rebeliones, querellas, intrigas, coaliciones y represalias. Con frecuencia las monjas se quejaban ante el arzobispo y las otras autoridades eclesiásticas por las tiranías de esta o aquella abadesa. En 1701, dice Josefina Muriel, hubo un motín de monjas en el convento de la Inmaculada Concepción contra la abadesa, a la que querían matar. Aparte de los castigos y atentados corporales dentro de los claustros, hubo el caso de una monja asesinada por sus compañeras.

La gran poetisa y literata mexicana sor Juana Inés de la Cruz, religiosa apasionada y apasionante, se quejó mucho de las conspiraciones y envidias de sus hermanas; le quedaba chico no solo el convento, sino el país. Y más: su mundo. Sus verdaderos contemporáneos no estaban en Madrid, ni en Lima, ni en México, sino en aquella Europa de fines del XVII que se preparaba para inaugurar la era moderna y de donde procedía María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, princesa de la casa de Mantua, pero usaba el título heredado de su madre: condesa de Paredes.

Sor Juana Inés conoce a María Luisa cuando su marido, Don Tomás Antonio de la Cerda, tercer marqués de la Laguna, fue designado el 8 de mayo de 1680 virrey de México o Nueva España.

A juzgar por los poemas apasionados de sor Juana, donde hacía resaltar su hermosura y lo que esta le provocaba, ¿fue tan solo un amor platónico el que sintió sor Juana por la virreina María Luisa, o llegaron a ser amantes? La condesa de Paredes, además de ser la inspiradora de muchos de esos poemas, la incitó a que escribiese una de sus mejores obras, El divino Narciso. Además, ella misma impulsó la publicación del primer volumen de sor Juana, Inundación castálida:

"Óyeme con los ojos,

Ya que están tan distantes los oídos,

Y de ausentes enojos

en ecos, de mi pluma mis gemidos,

y ya que a ti no llega mi voz ruda

óyeme, pues me quejo muda".

El afecto de sor Juana hacia la condesa de Paredes se transformó rápidamente en un sentimiento de tal modo apasionado que solo podría llamarse amor. También por esos poemas se advierte que esa amistad amorosa fue correspondida con los mismos extremos, efusiones y arranques. Es indudable que la relación con la condesa a partir de 1680 se volvió el eje de la vida sentimental de sor Juana:

"Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero".

El protagonismo alcanzado por sor Juana ofendía a muchos prelados; todos ellos eran sus superiores y casi todos presumían de teólogos, literatos y poetas. La monja encarnaba una excepción doble e insoportable: la de su sexo y la de su superioridad intelectual.

El prelado Aguiar y Seijas cristalizó todos esos sentimientos. Fue su genio maléfico. Poseído por un odio enfermizo hacia las mujeres, vio en sor Juana un ejemplo de perdición y disolución. Enemigo del teatro y de la poesía, juzgaba abominable la conducta de una monja que, en lugar de azotarse, escribía comedias y poemas.

Sin la amorosa protección de la virreina María Luisa, esta apasionada monja hubiera sido lapidada mucho antes, cuando fue obligada a abandonar las letras. A su muerte, estos arzobispos vendieron a precio de saldo su inmensa biblioteca para luego repartirse las treinta monedas.

Admito que no todos los ejemplos cinematográficos son apropiados. Aparte de películas con monjas como la mexicana Entre monjas anda el diablo, en la que Vicente Fernández se enamora de una de ellas, existen varias películas pornográficas que involucran en su trama a las monjas: Monjas mojadas, Agáchate que ya nos vieron y Monjas atrapadas son algunas de ellas. Para continuar con la relación entre pornografía y monjas, Laurie Holmes, la viuda del actor porno en el cual se basó la película Boogie nights (Juegos de placer), se unió a las monjas de la Congregación de Santa Ana, en Canadá, cuando los organizadores de un festival de cine independiente quisieron presentar un documental sobre su esposo -el desaparecido John Holmes- en la Academia Santa Ana, un antiguo convento católico.

En mi película Hábitos sucios, a diferencia de las anteriores, el lesbianismo de ciertos personajes se trata de manera sosegada y respetuosa, siempre dentro de una dramaturgia sustentada no solamente en las apasionadas relaciones de sor Juana con la virreina María Luisa ni en las denuncias de la madre Leticia, sino también en lo que para mí es natural que se produzca en esta clase de convivencias cerradas, como el erotismo que llegó a despertar la santa francesa Therèse de Lisieux, paradójicamente a través de sus éxtasis místicos, en sus compañeras de claustro. Una de ellas, incluso, llegó a beberse la flema ensangrentada que la santa iba dejando vertida en su celda, cuando la enfermedad la tenía en vísperas de la muerte, bella y desgarradoramente descrita en la película francesa Thérèse, ganadora de la Palma de Oro en Cannes de 1982.

Estoy absolutamente convencido de que, si de los propietarios de las salas de cine que han impedido la exhibición de Hábitos sucios dependiera, no se habrían producido las grandes obras de la cinematografía mundial.

La humildad es muchas veces la máscara de la soberbia.

Hábitos sucios estará en los próximos festivales de cine de Chicago y Los Ángeles, que se celebrarán entre los meses de abril y junio.