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10 de noviembre de 2003

Mujer por una noche

Un periodista aceptó convertirse en mujer. luego de un elaborado proceso de maquillaje, vestuario y consejos sobre el comportamiento de las mujeres, salió con dos de ellas a recorrer la Zona T, tomarse unas copas y terminar de rumba, 7391

Por: Daniel Salazar

A la mañana siguiente, tras un sueño intranquilo, me despierto convertido en una mujer barbada. Tengo los dedos de los pies dormidos, las cejas depiladas, las pestañas negras de maquillaje y los labios resecos por el colorete que me pusieron. Durante el desayuno, mi familia no deja de mirarme. Está en silencio, aterrada. Tratando de sacar conjeturas en secreto mientras me miran de reojo.
La pregunta es solo una: ¿qué carajos estuve haciendo anoche? Yo, cabizbajo, me estoy devanando los sesos buscando la mejor respuesta. Pero no puedo dejar de pensar en una sola cosa, en una escena en específico que no se me quita de la cabeza.
"Ayer estuve bailando con un tipo", digo. Si algo de respeto me quedó después de pronunciar aquella frase, todo terminó de derrumbarse cuando les dije que no se preocuparan, porque nadie me había reconocido: anoche -toda la noche- había sido una mujer.
SoHo me propuso hacerme pasar por una mujer durante una noche para sentir en carne propia lo que eso significa. La experiencia me pareció interesante, así que no dudé en aceptar. Supuse que se trataría de algo sencillo: salir a la calle disfrazado e impostar la voz.
Pero luego caí en la cuenta de que tengo cuerpo, manos, mentalidad de hombre. Según un estudio de la Universidad del Valle, solo cuatro por ciento de las mujeres se siente a gusto con su cuerpo. Y creo que para mi caso, yo sería la primera en afirmarlo.

La metamorfosis
Lo primero fue la cintura. Para poder tener hijos, las mujeres tienen las caderas más anchas y la caja torácica más corta que la nuestra. Eso es lo que les da la curvatura. La solución conmigo fue una faja: un pedazo de tela, con forma de cintura, que las mujeres se ponen para no respirar mientras esconden sus gordos. La mía, además, era tipo body, así que la parte de abajo se me metió toda la noche entre la cola.
"No te quejes que es como usar hilo dental", me dice una de las personas que me prepara. "Además, cuando una mujer se quiere ver flaca, le toca sacrificarse".
En el pecho: tetas sintéticas, relleno y wonder bra. Me ponen unos pantalones negros -la faja ya se encargó de estripar mis partes nobles; así que no me preocupo- y arriba, un top vinotinto y suelto.
La cosa se complica con la chaqueta: con todas me veo espaldón. La espalda del hombre es hasta dos veces más amplia que la de la mujer, y los hombros son mucho más gruesos. Al final, solo una chaqueta de cuero, larga y negra, lo disimula.
Ahora bien: las mujeres calzan máximo 39. Yo, 43. Me puse unas botas cuatro tallas más pequeñas que la mía. Lo doloroso no es eso sino caminar empinado. Los tacones de las mujeres tienen hasta 12 centímetros de alto. Estos son de siete. Eso equivale a pararse completamente sobre la parte delantera de los pies.
Finalmente, base para piel grasosa, polvos, sombras, delineador, un pote entero de pestañina y lápiz labial. Siento como si me hubieran embadurnado la cara de grasa. Tengo los poros tapados, los labios pegachentos, las pestañas me pesan. Estar maquillado es sencillamente tener la cara untada toda la noche. Y esa sensación es demasiado molesta.
Me dicen que hay que depilarme las cejas. Cada tirón me duele tanto que al final me las tienen que afeitar. La parafernalia que llevo en la cara suele costar entre $28.000 y $35.000. Las mujeres que colaboran en mi entrenamiento me cuentan que muchas son capaces de sacrificar su bolsillo cada semana con tal de verse así. Comienzo a convencerme de que las mujeres están locas.
Finalmente una peluca, me peinan, y soy Daniela; una más de las veintiún millones quinientas mil mujeres que la CEPAL dice que hay en este país. Salimos a la calle a eso de las ocho y media de la noche. La gente que pasa no sospecha nada.

La boca del lobo
La Zona T está inundada de gente. Hasta ahora todo va bien: la luz tenue me camufla y nadie se ha volteado a mirarme. Las manos me delatan. Las guardo en los bolsillos como cualquier mujer normal.
Para que nadie sospeche, voy acompañada por 'otras' dos mujeres, Sofía y Ana. Un grupo de cuatro tipos pasa junto a nosotras y nos registra. Trato de hacerme la desentendida, pero son demasiado evidentes. Puedo sentirlos chequeándonos de arriba abajo disimuladamente, mirando qué les sirve de nuestros cuerpos y qué no. Qué les cuadra y qué les parece sospechoso. "Es horrible sentir que a cada rato te miran de esa manera -me dice Sofía-. A veces parece que estuvieran fantaseando contigo".
Las puntas de los pies me están matando. Las suelas de las botas son tan delgadas que amplifican exponencialmente cada desperfecto del suelo. Otro grupo de hombres pasa y todos se fijan en mí. Cuando me dan la espalda, oigo que uno dice: "¡Qué vieja tan fea!". Estoy comenzando a llamar la atención. Es hora de sentarse en algún lado.
En el restaurante 1492 me dan la carta a mí primero. Pido un Smirnoff Ice y me lo tomo como si fuera leche. "Así no -me dice Ana-. Nosotras no nos atragantamos".
Le pido a Ana que me acompañe al baño de mujeres. La zona prohibida. Aprovecho que disfrazado puedo entrar.
El sitio huele feo. Si no fuera porque no hay orinales, creería que estoy en un baño de hombres. En la pared hay un dispensador de toallas higiénicas a $500. Ana me dice que en casi todos los baños de mujeres hay uno para que en caso de que el período las coja fuera de base, el problema queda solucionado con una moneda.
Me encierro en uno de los baños y en un charco puedo ver el reflejo de una mujer quitándose los pantalones a mi lado. No se sienta: orina parada. Como si estuviera tapando un penalti. Un sonido más delgado que el nuestro. Menos explosivo. Mientras tanto, dos viejas hablan:
-Óyeme, qué blusa tan bonita.
-La compré en Double R. Linda, ¿no?
-¿Y cuánto te costó?
-Ponle.
-Ochenta.
-Más.
-Cien.
-.
-¡¿Cien mil pesos?! Huy, pero está divina.
Salimos y queremos irnos ya del sitio. Tengo que bajar las escaleras de medio lado por los tacones. Ya estoy llegando al primer piso cuando me enredo conmigo misma. Todos se quedan mirándome. El parado, el pelo, la cara, las manos, todo me delata. Hay que salir de aquí lo antes posible.

Apolo's Men
Pasamos por detrás de Atlantis para recoger el carro. Los estudiantes de las universidades vecinas están atestando las tiendas de la 14 con 81. Ana y Sofía bajan la cabeza y comienzan a caminar más rápido. Luego de un rato, yo también lo hago. Hay demasiados hombres, demasiados borrachos registrándonos. Eso me pone nerviosa. Un par de tipos gigantescos nos comienzan a llenar de piropos desde una mesa. Nos ofenden. Me gustaría defenderme, pero creo que no llegaría muy lejos si tuviera que correr con estos tacones. Eso me hace sentir impotente. "Ustedes pueden andar por la calle tranquilos porque son grandes -me dice más tarde Juliana Forero, una amiga de la carrera-. Pero nosotras somos pequeñas: los indigentes se nos acercan más que a ustedes, en las construcciones siempre nos chiflan. Nosotras no podemos dar papaya porque quién sabe qué nos pasaría".
En el mundo, al menos una de cada tres mujeres ha sido golpeada o violada en algún momento de su vida. Y en el primer trimestre de 2003, el Departamento Administrativo de Bienestar Social registró en Bogotá 497 casos de violación, de los cuales 81 por ciento eran mujeres. La tragedia de tener una anatomía frágil y un montón de enfermos a la vuelta de la esquina.
En un segundo piso, en la 85 con once, está Apolo's Men. El sitio de striptease masculino más famoso de Bogotá. Un fortín de cromosomas XX al que nosotros le tenemos hasta miedo. Debo aprovechar mi disfraz para entrar a esos sitios que son vedados para los hombres. Este es perfecto. Hablamos para que nos dejen entrar, y ellos, muy amablemente, nos lo permiten.
Recuerdo la única vez que fui a un striptease para hombres. Un sitio sórdido, oscuro, con un puñado de tipos lascivos excitándose en silencio mientras ven desnudarse a una niña. Apolo's Men, en cambio, tiene más estatus. Es limpio, tiene una sola planta, es luminoso, y las luces le dan un ambiente azul que no es sórdido. Le caben doscientas personas. Por $25.000, cada asistente tiene derecho al espectáculo y a un par de tragos.
Casi todas las mesas están ocupadas. Mujeres jóvenes, madres, ejecutivas, incluso abuelas celebrando cumpleaños, despedidas de soltera, divorcios. El show empieza. La música. El humo. Las luces se prenden y una cuadrilla de seis hombres musculosos, depilados y con ropa forrada, sale a bailar a la pista hasta quedar en tanga. Las mujeres gritan como locas con cada prenda que se quitan. Están felices. Pero no entiendo: no veo morbo en la cara de ninguna; parecen más bien quinceañeras en una piyamada.
Entonces entiendo lo que me decía una prima al respecto hace unos días: "El striptease para las mujeres es solo una excusa; lo importante es el plan". Ellas no están cometiendo nada pecaminoso; solo vienen sin sus maridos a reírse un rato de sus pudores. Vuelvo a recordar mi experiencia en ese sitio sórdido y me siento como el peor de los depravados.
Tantra
Ya son las dos de la mañana y estoy temblando de frío. Siento la cara grasosa. Los juanetes se me van a salir del dolor y ahora vamos a bailar a Tantra. Las mujeres son unas berracas.
Dicen que tener las caderas tan abiertas les ayuda a moverse mejor, pero lo que sí afirman los antropólogos es que, culturalmente, las mujeres están acostumbradas a seducir cuando bailan. Nosotros no sabemos hacerlo. Solamente saltamos de un lado para otro frente a ellas. Yo no me puedo mover así, tan sensual, pero me dejo llevar por la música. Soy una mujer tiesa bailando.
Entonces aparece él: un tipo que, poseído por los beats de los parlantes, se pone a bailar conmigo. No sé cómo se llama; no me atrevo a preguntárselo. Pero nos movemos juntos. Bailamos en silencio. Por fin alguien me determina en toda la noche. No sé de dónde saco las fuerzas para seguir moviéndome, pero hago todo lo posible para retenerlo.
Pero el tipo se va. Lo peor de ser mujer por una noche es ser una mujer fea.
Porque ellas, a pesar de todas sus revoluciones, aún no pueden ser ellas mismas. Deben negar su cara, sus pelos, su estatura y esconderlas todas en el salón de belleza para poder ser aceptadas. "Y con los años la cosa es más dramática", me dice Natalia Agudelo, una amiga diseñadora. "Tal vez por eso le tenemos tanto miedo a envejecer solas".
Ya no puedo dar un paso más. Ando patiabierta y cascorva, el hilo dental no me deja sentar, el pelo se me mete entre los ojos y no logro organizarlo. Ya no me resisto más los pies. Ahora entiendo por qué a mi novia no le gusta bailar cuando sale con tacones. Es uno de los martirios más grandes que he conocido.
"Así somos nosotras -me dice Sofía-. Así no lo aceptemos, siempre ponemos la vanidad antes de la comodidad. Con tal de vernos bonitas, nos sacrificamos en todo". Por una cosa adicional que los hombres no entendemos: el machismo sobrevalora la belleza de la mujer. La sociedad discrimina a las feas. "Un tipo puede ser narizón y ser gerente de una compañía. A una mujer fea todo le cuesta el doble. Por eso la vanidad femenina no es una cosa de superficialidad sino de supervivencia", me cuenta Laura, una amiga economista.
A eso se le suma la mamografía, la menstruación, la menopausia, el parto, la vejez. A la larga soy un afortunado. Pero decido que ya está bien de tanto sacrificio. Cada vez son más comunes los comentarios de que soy un travesti. Ya no veo la hora de volver a ser hombre.
Me dejan a las tres de la mañana en mi casa. Quiero llegar a dormir. Pero tengo que desmaquillarme: no soporto más la sensación.
Lo más difícil son los ojos; el maquillador se encarnizó con la pestañina.
Después de media hora de frotármelos con crema, los tengo raspados y todavía siguen negros. Me veo las cejas depiladas; mañana será un día difícil. Al otro día soy la mujer barbada: la que no puede sacarse de la cabeza lo que pasó ayer. Estoy agotada, casi no siento los dedos de los pies, me arden los ojos y no los puedo abrir. Cuando me llaman a desayunar, veo a mi lado la faja que me puse anoche. Me paso lentamente la mano por la barriga. Siento los pelos, la gordura. Después de todo, no puedo creer que con tantos sacrificios, las mujeres deban conformarse con el prototipo de hombre común: un tipo fresco, inmaduro, barrigón, que tiembla con la sola idea de tener que depilarse las piernas.