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8 de marzo de 2007

No hay mal que por bien no venga

Me han probado que los refranes pueden llevarlo a uno a salvo desde la cuna hasta la tumba, y explicarle, por el camino, las cosas aberrantes que están sucediendo todo el tiempo

La tragedia del hombre puede resumirse de la siguiente manera: que no ha sido capaz de hacerles caso a los dichos populares. Desde el principio de los tiempos, tal vez un poco más en estos años, hemos perseguido escenas extraordinarias, fingido expediciones memorables, intentado romances incómodos, como si en el mundo todavía quedara algo que inventar, como si la rutina fuera siempre una derrota. Hemos seguido engañándonos, quién iba a creerlo, con la idea de una vida que sea algo más que merecer la muerte. Nos hemos dejado vender tantas ideas, tantos miedos, que envejecer, por ejemplo, se ha convertido en una terrible vergüenza que es mejor vivir de puertas para adentro, solos, y las cosas que se salen de las manos, enamorarse, tener hijos, soportar una vocación, se han trasformado en temas de discusión que no llegan a ninguna parte. "No hay peor sordo que el que no quiere oír", dice el dicho, pero hemos logrado decirlo como si nada tuviera que ver con nosotros. Yo sé que soy el primero. Yo no me eximo. Yo no me lavo las manos. Y no quiero que esto último se tome como una confesión sobre mi higiene personal.

Tengo que decir, a mi favor, que al menos estoy tratando. Si me ven en estos días, si me tropiezo, de golpe, con cualquiera de ustedes, lo más probable es que tenga algún dicho popular en la cabeza. No solo porque desde niño me han sometido a los refranes y ya era hora de que semejante trauma saliera a flote (los primeros que recuerdo son el poco turístico "el que se va para Barranquilla pierde su silla", el quimérico "perro que ladra no muerde" y el embaucador "soldado prevenido no muere en guerra"), sino porque en estos trascendentales días de crisis personal, que vería como una etapa enriquecedora, por supuesto, si le estuvieran sucediendo a otro, por fin he entendido lo que dicen cuando dicen que cada día trae su afán, que nada sucede en la víspera y que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Diría algo más, explicaría mejor a qué me refiero con "días de crisis personal", pero sé de memoria que la ropa sucia se lava en casa y que a buen entendedor pocas palabras bastan.

El punto, aparte de enlazar frases que valgan la pena, es que estas semanas de escándalos trasnochados, ansiedades inútiles y expiaciones por crímenes no cometidos, me han probado que los refranes pueden llevarlo a uno a salvo desde la cuna hasta la tumba, y explicarle, por el camino, las cosas aberrantes que están sucediendo todo el tiempo: en las primeras planas de los periódicos de estos días, en donde han convivido un hijo flaco de Botero (y los espectadores pensaron "cría cuervos y te sacarán los ojos", "más rápido cae un mentiroso que un cojo"), un presidente energúmeno que fue reelegido sin asombros (y los electores dijeron "en el país de los ciegos el tuerto es rey", "más vale malo conocido que bueno por conocer") y seis congresistas caídos en desgracia (y la gente en la calle sentenció "más vale estar solo que mal acompañado", "dime con quién andas y te diré quién eres"), se me ha hecho evidente que tiene el don de adivinar el futuro, que puede prevenir su propia desgracia, que tiene, mejor, la clave de la vida, todo aquel que conozca los dichos populares.

En fin. Esto es lo que soy hoy en día. Qué puedo hacer. Hace poco, apenas me contaron un angustioso triángulo amoroso, concluí lo siguiente bajo la mirada aterrada de unos amigos que nunca más volvieron a llamarme: "No se pueden montar dos caballos con un solo trasero", "cada oveja con su pareja" y "amor con amor se paga". Respondí "el ladrón juzga por su condición" (que es, para mí, el mejor dicho de todos) cuando me hablaron de la violencia con la que ciertos lectores comentan en las páginas de Internet las cosas que uno hace. Y, cuando dos entusiastas del zen me animaron por enésima vez a vivir aquella sana vida sin deseos, sin frustraciones, advertí que "nadie sabe la sed con que otro bebe" para que me dejaran tranquilo con mis coca-colas de lata, mis almuerzos grasosos pedidos a domicilio ("el muerto al hoyo y el vivo al pollo", me digo antes del primer mordisco) y mis ganas de pasar todo un día echado viendo las películas que me gustan. Y no quiero que esto último se tome como una confesión sobre mi higiene personal.

Yo estoy tarde, ya, para deshacerme del dolor obvio que produce desear cualquier cosa del mundo, sé bien que el zen no es el camino que me toca, pero me acojo, a partir de hoy, a los dichos populares. Haré lo que esté a mi alcance para no saber qué tengo hasta que lo pierda. Viviré en paz porque hierba mala nunca muere. Y seguiré viviendo porque la ignorancia es atrevida.