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14 de junio de 2005

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Novela erótica - Capítulo 4

Después del tercer capítulo que nos regaló Óscar Collazos, el turno es para el joven escritor Antonio Ungar, autor de la novela “Zanahorias voladoras”. Giro inesperado en la vida sexual de nuestro personaje, Fernando Platz, e ilustración del reconocido artista Franklin Aguirre.

Por: Antonio Ungar

📷La noche anterior a la cita con el doctor Posada, el bueno de Fernando decidió dormir sin calzoncillos. En sus épocas de virilidad intacta el solo hecho de dormir en cueros le producía una erección que duraba toda la noche y que se traducía en sueños para los que el adjetivo erótico habría sido un insulto. Verdaderos clásicos del porno, eran los sueños descalzoncillados del buen Fernando. Pues eso. Desinhibido y orgulloso de su gran idea, sin más preámbulos, dejó que su insignificante adminículo se sintiera libre, se puso un gorro de dormir, leyó dos lecciones para la salvación de su maestro Deepak Chopra, se tomó un complemento multivitamínico y apagó la luz. Todo lo que consiguió fue pasar la noche entera soñándose con enfermedades venéreas. Alebrestada por demasiados titulares de El Espacio, leídos en la soledad del abandono, su imaginación vio penes atacados por ronchas verdes, penes inflados como zepelines purulentos, penes atacados por larvas insaciables. Se despertó una hora antes de lo previsto, sudando. Se sentó en la cama y no lloró porque según le habían explicado de niño sus nueve hermanos varones y mayores, los machos no lloran. Intentó darse ánimos con una jarra de café bien negro y tres cigarros Pielroja (decir el diminutivo cigarrillos también era de maricas) y metiéndose ese desayuno de verdadero macho cabrío creyó recuperar la autoestima perdida. Con la autoestima recuperada, se pasó veinte minutos en la ducha recordando sus mejores proezas sexuales. Fernando Platz’s Greatest Hits. Todo lo que había hecho cuando su pene no era ese pellejo inútil sino una verga enhiesta, siempre dispuesta a satisfacer a damas ávidas o no tanto. Si lograba mentalizarse, si lograba recordar todos los detalles de su envidiable vida sexual anterior a Verónica, si se convencía de que todavía era el mismo de antes, la asistente del doctor Posada era presa fácil. Lo primero que recordó fue a la niña linda del colegio. Tenían los dos trece o catorce años. Ella rubia, de piernas largas. Él insignificante. La linda ni siquiera lo miraba, la linda lo consideraba un flaco simpático al que se le podían contar las penas amorosas. Él no tenía novia, por supuesto. Ningún ser vivo, vegetal o animal, lo respetaba, y tampoco lo hacían los que jugaban fútbol con pasión, así es que las tardes pasadas escuchando los desamores de la linda del curso eran lo más parecido a una relación humana que conocía. Todo así, apacible infancia, hasta que la linda del curso cruzó la pierna como no debía y nuestro héroe le vio los calzones. Los calzones eran unas bragas blancas de encaje que dejaban entrever el sexo rosado de una rubia adolescente que además, lo sabría muy pronto, era virgen. La visión duró todo el tiempo que la linda del curso tardó en contar sus últimas penas amorosas con muchachos cinco años mayores. Y esa prolongada visión cambió a nuestro héroe para siempre. De ser el niñito tímido al que todos trataban como a balón de fútbol, pasó a ser un pene erecto que no descansaba hasta conseguir lo que buscaba. Descubrir el coñito rosado de la linda del curso fue también descubrir su propia autoestima, su propia fuerza. Y Fernando aprovechó al máximo su nueva fuerza. En las sucesivas sesiones de despecho, se dedicó a consentirle primero la cabeza, después los hombros y finalmente las largas piernas. Durante dos semanas siguieron con la farsa del paño de lágrimas, sabiendo ya los dos que nada de eso importaba. Una tarde de lluvia en que todos los otros niños corrieron a refugiarse, nuestro Fernando y la linda del curso se quedaron bajo la lluvia, besándose. Como si de un adulto se tratara, él consiguió tocar las tetas redondas y firmes de la linda, bajar la mano por su cintura, meter los dedos entre los calzoncitos, sentir esa humedad nueva, deleitarse con esa mujer que pedía con suspiros lo que él le daría más tarde, en la casa de ella, mientras su mamá leía versículos de la Biblia con un grupo de oración en la sala y su papá producía dinero en una oficina sin saber que su hija había perdido la sagrada virginidad con el niño más feo del curso. Lo que siguió da para una versión ilustrada del Kamasutra. Hicieron el amor metidos en el baño de mujeres del colegio, se masturbaron mutuamente en clase de inglés, ella lo chupó en un bus lleno de niños. Una dicha que duró poco. Y una dicha que, contra todos los pronósticos, se rompió no por los caprichos de ella, sino por los de él. El escenario fue una fiesta de adolescentes desmadrados. Nuestro héroe, muy borracho, sin saber cómo, acabó besándose con una morena desconocida mucho más alta que él y así descubrió la mayor trampa del mundo femenino: la existencia de una variedad inagotable de cuerpos y olores. De las largas piernas, el pelo rubio y las mejillas sonrosadas de la bonita del curso, Fernando pasó a amantes de todos los tamaños y sabores. Tetonas, altas, morenas, negras, caderonas, anoréxicas, ninfómanas, frígidas. Todas las niñas que los años del colegio le permitieron conocer. Para cuando entró a la universidad, nuestro héroe era ya un follador sin ley. Nada lo detenía. Tuvo la fortuna de entrar a una universidad privada en Medellín, la única en donde existía la carrera de Cine y Televisión. Ahí estudiaban Comunicación Social mujeres que él ni siquiera creía posibles. Se comunicó socialmente con todas. Fue el iniciador de la vida sexual de las que después serían modelos, presentadoras de la televisión, amantes de mafiosos, esposas de miembros del Congreso de la República. Participó en tríos. En intercambios de parejas. En orgías. En sesiones de sadomasoquismo. Conoció coños y tetas de todos los sabores y los colores. Se dio cuenta que llevaba demasiado tiempo en la ducha cuando empezó a sentir que le dolía la piel de los dedos ya arrugados. Apagó el agua. Salió al baño lleno de vapor y a pesar de los recuerdos enardecidos, su pene seguía siendo un pellejo inútil. Mientras se secaba, se dio cuenta que el sexo había sido su única guía en el mundo, la característica distintiva que le había ayudado a gestar su personalidad. Que lo había acompañado siempre: el sexo haciéndolo superar sus complejos de adolescente, el sexo dándole la importancia y el reconocimiento que se merecía entre sus congéneres, el sexo dándole también la valentía para irse a Medellín detrás de su pene para estudiar una carrera de la que solo recordaba orgasmos increíbles. En ese momento, habiéndose ya vestido y con la cara cubierta de espuma de afeitar, recordó a Verónica, el motivo de sus sufrimientos. Le dio tanta risa pensar en su ex mujer, que tuvo que sentarse en la tapa del water y toser hasta que no le quedaron carcajadas adentro. Se dio cuenta, en un momento de lucidez muy escaso en nuestro héroe, que todo su sufrimiento por ella era un sufrimiento aprendido: sufrimiento de balada cursi, experimentado solamente porque todos y cada uno de sus amigos (y cada uno de sus nueve hermanos) había sufrido alguna vez por una mujer y él no quería ser menos que los demás machos. Ese fue el último día en que recordó a Verónica. En el carro se dedicó a recordar en cambio todas las veces que estando con ella se acostó con otras mujeres. Olores, texturas, caricias: mientas recogía la boleta del parqueadero creyó sentir una erección. Casi llora de la emoción, nuestro buen Fernando. Miró al cielo y no se arrodilló a bendecir a Jehová por miedo a ensuciar su mejor pantalón. Cómodo, plácido, siendo el nuevo, el animal sexual que siempre había sido, caminó decidido hacia la puerta del doctor Posada. A grandes zancadas atravesó la sala de espera y detrás de su pene fue hasta el escritorio de la asistente más linda que había visto en muchos años y que (habría podido apostarlo con cualquiera) a la mañana siguiente estaría desnuda, con él, metida en una cama doble. Ella lo recibió con una amplia sonrisa que no hizo sino aumentar su recién reconquistada erección. Con la voz más ronca y sensual que había escuchado en su vida, le informó que el doctor Posada estaba enfermo y que había cancelado todas las citas del día. Ya conocía bien nuestro héroe esa sensación de que el cerebro funciona mejor cuando el pene tiene prisa. Sin saber como, haciendo gala de toda su astucia recuperada, convenció a la secretaria enfermera de aprovechar la ausencia del doctor y tomarse un café juntos. El ritual del cortejo le devolvió toda la seguridad perdida. A las once de la mañana ya estaban los dos en el cuarto rosado de un motel. De entre todas sus conquistas sexuales, Fernando no recordaba una enfermera en un motel. Ni una secretaria. Las dos juntas era demasiado pedir. Como de película porno. Y más de película porno pareció cuando (él tendido en la cama, su pene haciendo gala de una recuperación plena, el suspenso de una enfermera encerrada en el baño) ella por fin abrió la puerta y salió. Parecía una modelito de SoHo. Una de esas que había enardecido la imaginación de nuestro héroe durante todos los meses de soledad. Llevaba puestas unas medias veladas negras que solo le cubrían medio muslo muy pálido, la minifalda de enfermera estaba algo subida dejando expuestas una bragas de encaje, también negras. No tenía brasier y sus pequeños pezones rosados pedían atención. El ritual del acercamiento duró muy poco. En diez segundos nuestro héroe la tenía encima y ya podía sentir todo su olor de hembra. Se besaron largamente. Fernando, buen amante, esperó hasta que la excitación no aguantó más. Entonces estiró la mano por encima de esa espalda morena para tocar el coño tan deseado, escondido entre unas nalgas redondas y tersas. Y ahí descubrió que él no era el único macho en el cuarto del motel. Como en un cuento inimitable de Andrés Caicedo leído en el colegio, como en una canción del TRI oída mil veces, el objeto de todo su deseo era un hombre. Un macho. Como él mismo. Un varón. Y entonces, en la escena culminante de todo el deseo guardado durante semanas, nuestro buen Fernando descubrió lo que debió haber descubierto meses antes. A la mierda se fueron sus cien mil amantes y su colección de revistas SoHo. Le llegó un segundo y milagroso momento de lucidez. En vez de pararse asqueado y furioso, en vez de huir como un machito, como le gritaban las historias conocidas y su nueve hermanos mayores desde el inconsciente, nuestro héroe acarició con firmeza ese otro pene inmenso, encerrado en unas medias de nailon, tragó saliva, se puso de pie, se quitó él mismo la ropa sin dejar de mirar al enfermero a los ojos y se dispuso a pasar, liberado por fin de todas las mujeres de su vida, la mejor de sus mañanas posibles. 📷 Primer capítulo Por: Fernando Quiroz Segundo capítulo Por: Margarita Posada Tercer capítulo Por: Öscar collazos Cuarto capítulo Por: Antonio Ungar Quinto capítulo Por: David Sánchez Juliao Sexto capítulo Por: Nahum Montt

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