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18 de abril de 2002

PARA MAYORES DE 18

Todos los adultos del planeta, en vez de construir un mundo al alcance de los niños, se empeñaron en hacer dos mundos diferentes que, simplemente, no se alcancen a tocar.

Por: Daniel Salazar

Este mes por fin cumplo la mayoría de edad y me libro de la pesadilla de ser niño en un mundo de adultos. Ahora podré hacer todas esas cosas que les encanta hacer a los adultos y que a los niños, simplemente, nos está prohibido. Ahora sí supongo que me la pasaré en burdeles, en bares decadentes y en todos esos lugares comunes que, aunque se empeñan en prohibirme, todos los adultos suelen frecuentar.

Después de dieciocho años de no existir en la sociedad gracias a mi título de ingenuo, ahora sí, de un día para otro, adquiero la lucidez y la malicia suficientes para entrar a un mundo completamente diferente al que he vivido toda mi vida. Porque para la sociedad, la edad adulta no se da por un desarrollo psíquico y biológico del cuerpo, sino por una fecha estándar para todos los seres humanos.
Y por eso mismo, todos los adultos del planeta, en vez de construir un mundo al alcance de los niños, se empeñaron en hacer dos mundos diferentes que, simplemente, no se alcancen a tocar. Dos mundos opuestos en donde lo que es bien visto en uno, es impensable en el otro. Y sin atreverse a cambiar su realidad, el mundo de los adultos prefirió alejar aún más al de los menores aislándolos de todo lo que les fuera posible. Que no pudiéramos ver, ni entrar, ni tocar los lugares de los adultos; que no pudiéramos darnos cuenta de su existencia y, sobre todo, que no pudiéramos participar en él para no llegar a estropearlo.

No me cabe duda de que el impulso a prohibir el ingreso de menores de edad a tantos lugares tiende más al afán de no ser tildados como “guarderías”, que a la eventual necesidad de protegernos de su ambiente. Tan solo porque, para los adultos, el no haber vivido lo suficiente como para darse cuenta del vasto infierno que es la tierra es sinónimo de ingenuidad y delicadeza. No tiene atractivo alguno.

Los niños están bien si están allá, lejos, en los parques, en los colegios o tras las puertas de sus casas. Y se es más interesante si no se tiene relación con ellos. Porque ser ingenuo significa ser impotente. Significa desentonar con un mundo salvaje por conveniencia. Por eso es necesario no tenerlos en cuenta: para no desentonar junto a ellos. Por eso deben asegurarse de que por las noches estén bien guardados en sus casas para no arruinar el ambiente peligroso de la calle. Como si ellos fueran los irresponsables o los verdaderamente peligrosos.

Están tan aislados que ni siquiera pueden hacer parte del código penal. No pueden votar, no son ciudadanos, no son nadie. Y sin embargo son una carga. Una responsabilidad que todos prefieren no echarse encima. Por eso entiendo que cuando una persona pasa a ser adulta no sienta ningún tipo de nostalgia por su niñez, sino, en cambio, se sienta librada de ella. Porque ser menor de edad en este mundo no tiene nada de interesante. No se es protagonista más que en esos lugares aburridos como los parques, los colegios y el interior de las casas. No se es más que un estorbo que tiene prohibidas más de la mitad de las cosas.

Por eso no me extraña que el afán por crecer sea cada vez más grande. Que los niños quieran hacer dieta y ponerse pearcings desde los diez años, asumiendo posturas ridículas. Ni que los adultos, en posturas peores, se quejen de eso. Porque la humanidad entera se empeña en decir que los niños son el futuro del mundo pero le da pena aceptarlos en su presente.

Los niños de hoy en día no son el resultado del exceso de libertad, sino de su falta de protagonismo. Llaman la atención buscando agradar a los adultos y quieren borrar como sea el título de niños buenos que tanto les ha pesado. Yo, por ejemplo, durante toda mi niñez sufrí por la exclusión general de los niños. Pero ya no tengo de qué preocuparme porque, desde este mes, ya no tendré por qué prestarles atención.