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12 de septiembre de 2005

Parto rico

Por: Arturo Alape

La escena es de una ambigüedad escalofriante, pues no se sabe con exactitud si el anciano está al borde de la muerte o padece de una sed insoportable. Describo la situación: en la habitación impera la frialdad de claroscuro agrietado por la pátina del tiempo; en la cama, un anciano cubierto por una pulcra sábana blanca, de palidez extrema, físicamente en sus huesos y de fija mirada que mudo pide la extremaunción y apenas sostiene en el aire entreabierta la mano derecha; sentada a su lado, una monja con su típica indumentaria con la toca blanca bien almidonada, su rostro envuelto en un misterioso hálito espiritual, le está pasando al anciano un vaso de agua, quizá el último en su vida. Lo esencial, lo hermoso del momento es la mutua compañía.
El cuadro, antigua reproducción al óleo, cuelga de la pared central de la sala de espera. Lo confieso, su impacto ha sido subyugante, por tiempo indefinido no he podido bajar la mirada como dominado por una fuerza extraña, que sondea implacable esas misteriosas instancias que dibujan las líneas establecidas entre la vida y la muerte.
La espera ha sido extenuante, como si se tratara de un caminar que apenas comienza en el ascenso de la eterna montaña. Pero a la vez, esa espera ha tenido como estímulo y necesidad vital, el murmullo y deseo de escuchar el llanto de María, inquietante signo iniciático de su voz en este mundo.
El piso tercero de la Clínica Palermo -fundada el 21 de junio de 1948, es decir, después de El Bogotazo, imponente y clásica construcción en ladrillo-, da la impresión de haber sido construido en cruz: al frente de la sala de espera la pesada puerta metálica, que al abrirse y cerrarse al paso de las enfermeras empujando camillas y sillas de ruedas con pacientes se vuelve espejo cóncavo y las figuras humanas se distorsionan delgadas, agudas en procesión silenciosa de seres evaporándose, máscaras fantasmales desapareciendo; esas figuras vuelvan a salir para dirigirse por un largo pasadizo hacia la izquierda y abrir por la mitad dos férreas puertas de vidrio grueso y continuar hacia el fondo y atravesar el mismo fondo, hasta desaparecer en cualquier puerta de uno de los cuartos. Cuando el ascensor que tedioso sube y baja abre la puerta, aparece inmutable, penetrante mirada, delgada y ojerosa la mujer con tapaboca que sentada en un butaco señala el piso; en los pasillos los grupos de contertulios familiares atrapan la voz memoriosa en círculos familiares.
A las 6:00 p.m., según el doctor Alejandro Castro, de una cordialidad infinita, explica a los abuelos paternos y maternos de María, parientes y amigos que a María Leonor, su madre, le faltan tres centímetros de dilatación. Miro mi reloj, 6:30 p.m., le pregunto al médico que va y viene dispuesto a darnos noticias, ¿cómo vamos? Él responde pleno de seguridad profesional: Vamos progresando bien. Lento pero seguro. No es la progresión más rápida de las que uno espera sino que está en el límite inferior de una velocidad normal. No es claro por qué una paciente dilata más rápido que otras. Agrega en tono coloquial: Lo que sí sabe, es que mientras más partos haya tenido, más rápido dilata.
De pronto Juan Esteban, padre de María, de gafas, sonriente, cara de niño, dientes de castor, 25 años: historiador con énfasis en lenguas clásicas, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad del Rosario, institución para la que reseña y traduce los libros en griego y en latín de su Archivo Histórico, exaltado, pleno como una exhalación, sale de la sala de partos y exclama a través del tapaboca con júbilo: Ahora sí, este es el momento definitorio. Los nervios son de una emoción indescriptible. Ahora sí enfrentamos a la vida, como dicen los buenos soldados. Y con la cámara filmadora aferrada a la mano, febril agrega: María Leonor se contorsiona de dolor.
El médico había dicho que ella estaba con analgesia peridural. Le colocaron un catéter junto a las raíces nerviosas de la columna y a través de esto la inyectaron: Cuando ella sienta más dolor, se le agregará un poquito más de analgesia. Esta es la ventaja de estar en una clínica como esta.
Ha terminado la expectativa tenaz de ocho horas de espera para que María llegue al mundo, cuando el doctor Alejandro Castro nos dice a Juan Esteban, al fotógrafo y a mí que nos alistemos. En el vestier para los médicos nos cambiamos de ropa, doblamos y guardamos la nuestra en un locker para visitantes y salimos exorcizados, higiénicos con gorro, tapaboca, blusa, pantalones y nos dirigimos hacia la sala de partos. Detrás de nosotros viene un anestesiólogo gigante, costeño por cierto, dicharachero que silba el viejo porro de los carnavales de Barranquilla: Te olvidé, te olvidé, te olvidé; camina y tira pasos, parece que su alegría es como la explosiva bienvenida a quien debe estar de camino en el pasadizo profundo de la madre naturaleza. Entramos al área esterilizada de sobria pulcritud. Sobre una camilla María Leonor está en disposición para iniciar el parto: sudorosa, pálida y fuerte, 23 años, ojos negros profundos, graduada de la carrera de Relaciones Internacionales en la Universidad del Rosario y una especialización en Estudios Europeos; vestida con amplia bata que le permite plenos movimientos a su cuerpo, las piernas levantadas. Como si se tratara de una representación muchas veces escenificada, el médico advierte con voz profesional: esta es mi zona, ustedes se quedan a espaldas de la paciente. La geografía de la vida entonces divide territorios, detrás del médico en silencio y quietud, el anestesiólogo, el gineco-obstetra, la jefe de enfermería, el pediatra neonatólogo. A espaldas de María Leonor, nosotros los invitados. Luego le explica a Juan Esteban cómo debe ayudar a su esposa.

 
María Leonor acaricia su vientre: le habla murmullos a María y le dice que ya es hora de iniciar el viaje. Le recuerda tantas palabras que le dijo en días y noches en los meses de embarazo: María escucha las voces y se mueve. Ella le pide de nuevo que nazca pronto que la hora de hacerlo ha llegado porque su vida la necesita para mecerla entre sus brazos y María responde porque la asedia el deseo inmediato de pujar. Ella, maternal, le pide otra vez que deje definitivamente el agua tibia de su vientre y que salga a mirar el mundo, a sentir el aire, que salga a caminar.
El doctor Alejandro Castro, con voz pausada pero rítmica, ordena a María Leonor para que comience a darle movimiento y fuerza a su cuerpo: duro, corazón, más duro, si le ayudas a María la fuerza de la gravedad hará que llegue pronto. Concéntrate en tu bebé, lo importante es María. Entonces se establece el formidable nexo entre médico y gestante y los efectos de la voz persuasiva impulsan la corriente materna y lenta, María navega tranquila en la tibieza de sus propias aguas. María, de cabeza, flota y comienza a descender por el estrecho canal, hace presión sobre la parte posterior de la vagina, viaja camino hacia la parte anterior del recto. Entonces María Leonor, como si metiera las manos en su cuerpo, se ayuda cuando siente ganas de pujar, señal y signo inevitable de que está en el proceso expulsivo y María está próxima a nacer. Respira profundo, fuerte, más largo. Mejora el esfuerzo. María Leonor se sienta, inhala profundo con las fuerzas mismas que salen de las entrañas, descansa con las manos aferradas en los bordes de la silla; Juan Esteban le ayuda a sostenerse, le da masajes en la espalda y recuerda cuando una madrugada de abrazos amorosos, decidieron que María debía venir al mundo con mucho amor y dulzura, con una necesidad permanente de ser conscientes de todo lo que vendría en la vida. Recuerda que le dijo al oído a María Leonor, que la conciencia de las cosas es uno de los mejores atributos de la condición humana y la vulgaridad de nuestro tiempo se caracteriza, justamente, porque todo se hace a partir de la inconsciencia. El médico acentúa las palabras con su voz persuasiva para continuar el ritmo como un llamado desde lo recóndito del ser de la vida: Muy bien, toma aire, sigue, sigue, vas bien. Descansa. Es el último esfuerzo. María Leonor, conectada a esa voz que escucha, acumula desde el estómago todo el aire posible que los pliegues de los pulmones pueden lanzar al aire: puja con una constancia endemoniada, porque vuelve a escuchar en su memoria los ecos de las palabras de su madre, María Piedad, cuando dijo en un tono de raigambre materno, al mediodía, en la habitación 501, que: En este momento sería más fácil tener mi propio hijo que verla a ella en el trabajo de parto que es una tarea dura por el dolor, pero ella, María Leonor, en estos instantes por fuerza de su sangre está pariendo su propia hija, es decir, está creando también lo que será raíz de gran felicidad para el resto de la vida. Entonces puja con la fuerza envolvente de un volcán subterráneo que choca con un frágil muro de huesos y carne de contención.
El útero es como una pera colocada al revés y el cuello es la zona menos gruesa de la pera, las contracciones son más coordinadas, más regulares, intensas y buscan que el cuello madure y se disponga para abrirse hasta diez centímetros y así, adelgazarse hasta un grosor de menos de un milímetro. María Leonor siente un dolor intenso, dolor en la espalda, es como si se le estuviera abriendo la espalda en dos, es como abrir a las malas la caja pélvica y lograr elasticidad de caucho en tejidos que no son tan elásticos, hacer fuerza con inteligencia, el desgaste físico no tiene límites. María Leonor dilata completamente y María, impulsada por el esfuerzo de la madre, comienza a descender con una rapidez inaudita: las manos del médico presionan con fuerza el abdomen de María Leonor hacia abajo para que María continúe en su impulso, el pujo de María Leonor se acompasa en ajetreo parejo con su respiración: Muy bien, dale, dale, más, bien, María Leonor, descanse. Viene de cabeza, María siente que su río interno se desborda en sus aguas. Salió María, grita el médico, y María Leonor siente la sensación de profunda placidez en su cuerpo, descansa en sus músculos y en su cerebro se establece como flor en capullo una hermosa imagen fija: un par de ojos negros profundos como los suyos la miran con la ternura que suelen mirar los hijos recién nacidos. María salió con un vello fino que recubre su piel color grisáceo. La piel no está morada, no está maltratada. Salió como Juan Esteban Constaín la había imaginado: muy linda, femenina y suavecita. El médico con el dedo abre la boca de María para que respire. Hola, María. Que no se enfríe, respira hondo. Llora, llora, María. Llora, María, porque tu llanto es tu propia respiración. María suavemente abre los ojos y los vuelve a cerrar. El médico le corta el cordón umbilical, la levanta y limpia de sangre y de líquido amniótico. Le dice a la madre: Tienes un pequeño desgarre pero no es grave. Luego le entrega su hija: ella con una inmensa mirada de ternura la acoge en su pecho, la abraza. Juan Esteban acaricia a las dos y los tres lloran al unísono un llanto fecundo de felicidad. Una enfermera traslada a María a una mesa cercana, la pesan: 2.900 gramos. La visten con ropa nueva por primera vez y con tinta negra le sacan huellas a sus pies. Luego, en la sala de espera vendrán los abrazos familiares de felicitación al padre. María Leonor estará de reposo un día más en la Clínica Palermo, después se trasladará al apartamento de sus padres, situado en El Rincón del Chicó. María crecerá y recibirá una educación con plena libertad y será bilingüe como su padre Juan Esteban Constaín, que habla siete idiomas: francés, inglés, alemán, italiano, latín, griego, español y por afinidades familiares será una insaciable viajera.