10 de junio de 2003
Patricia Vásquez o la geometría del silencio
Por: Henry Luque Muñoz
Esta desnudez sentada sugiere el cuerpo que reflexiona. Una noche tácita la envuelve, escenario natural para la piel despojada. Alguien vendrá a contarle los huesos, uno a uno, a tocar el piano de la luz en sus vértebras. Tan delgada que pertenece, casi, a la legión de los fantasmas. Espigadas son sus visiones: buscan el resplandor ascensional del orgasmo angélico. La levedad de su ser hace que las congojas vuelen, que la sonrisa conquiste la estirpe de las mariposas. Puede ocultarse en la cabeza de un hombre sin ser vista. Encadenada, logra esfumarse, arquitectura fugitiva. Su vocación flotante, aire y agua, la convierte en una mujer líquida. Así la dificultad de apresarla.
Ella es una línea paleolítica en la Cueva de Altamira, un obelisco del Egipto, una columna gótica escapada de la Edad Media, una ósea quietud renacentista. Hieronymus Bosch la habría pintado entre una burbuja de semen, atravesada por la erección del basilisco. Shakespeare le hubiera puesto bigote y harapos: metáfora tangible del hambre o espectro amante de la sombra de Hamlet. Goya la habría esfumado en manchas o en la bruja en su escoba voladora. Picasso la hubiera traducido en azul o en un triángulo esbelto y hermético. Giacometti la tendría por su modelo exclusiva; nadie se parece tanto a esas esculturas suyas: agujas apelmazadas por las yemas de una mano delirante. Para Italo Calvino sería escritura hija de la levedad... A ella le está vedado salir cuando sopla la tormenta: volaría hasta quedar suspendida de una nube. Así lograría hospedarse en un cuadro de Chagall. El Diablo la conserva entre una botella, sellada con hechicerías y conjuros, para ejercer sus ritos más perversos.
Modigliani pintó, sin saberlo, a Patricia Vásquez, con la geometría del silencio.