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18 de agosto de 2004

Testimonios

Un dia como pollo Frisby

No cumplo ninguno de los requisitos para ser 'Frisby', la mascota de la cadena de pollos que lleva su nombre. Edad: entre 18 y 35 años; tengo 46. Estatura: entre 1,65 y 1,75 m; mido 1,85.

Por: Mauricio Rodríguez

Buena musculatura: tengo un físico aceptable pero cero músculos. Buena expresión corporal: escribo y hablo con desenvoltura, ese es mi oficio, pero no podría pertenecer a ningún grupo teatral. No tener problemas en la espalda: tengo una hernia cervical. No sufrir claustrofobia o vértigo: detesto sentirme encerrado. Ser ordenado: soy muy desorganizado.
Aquel que quiera hacer de ‘pollo‘ tampoco puede tener gafas (otra excepción que hacen conmigo) y no puede tomar bebidas alcohólicas antes de desempeñar su tarea.
Sin embargo, me dan el puesto para ejercerlo el último sábado de julio en el local de la calle 106 con avenida 19, en Bogotá. Única condición: someterme a un entrenamiento de dos horas con Isabel Cristina Gómez, la jefe de mercadeo, y Jimmy Torres, un estudiante universitario de 28 años con amplia experiencia en el papel de mascota.
Comienza mi entrenamiento. Jimmy me pide que me ponga una trusa negra -muy apretada, quedo como un torero- y un buzo blanco de primera comunión que también me queda estrecho, casi ombliguero. Me siento como la versión loba de Nureyev, el bailarín. Arranca el calentamiento: "Tóquese con la yema de los dedos la punta de los pies". Misión imposible, la última vez que hice eso fue en quinto de bachillerato cuando era el capitán del equipo de voleibol del San Carlos. Sigue la tortura física: "Suba, baje, a la izquierda, a la derecha, más fuerte", movimientos aptos para contorsionistas. Lo peor: Jimmy trata, infructuosamente, de que yo mueva la cintura como si fuera el "rey del merengue". Estoy a punto de sacar la mano, jamás imaginé que ser el pollo ‘Frisby‘ demandaría condiciones de atleta. Realizo ejercicios de respiración tántrica, me concentro como si estuviera en una sesión de yoga. Hago ejercicios para no tropezarme, subo escaleras, doy salticos.
En promedio, la capacitación de un auxiliar de mascotas dura dos semanas e incluye tantas materias que parece una cátedra universitaria: trabajo físico, expresión corporal, mantenimiento del disfraz, conocimiento de toda la estrategia infantil de la compañía (programas y actividades que la empresa tiene diseñados para los niños, como el Club Frisbylandia y el diseño del Menú Infantil Frisbykids), actividades de recreación en punto de venta, además de todo el proceso filosófico de la empresa (misión y visión) ya que el personaje es la manera de materializar la marca Frisby para interactuar con los clientes y entrenamiento en el área de producción de los alimentos para conocer todos los productos y opciones de Menú.
Isabel Cristina se da cuenta de que no soy tan ágil como Jimmy pero ya estoy suficientemente estirado como para pasar a la siguiente etapa.
Ahora comprendo por qué quien hace las veces de mascota tiene que ser ordenado. El disfraz tiene muchas partes y deben ponerse con especial cuidado para que no quede al descubierto nada que les permita a los niños descubrir que uno no es un pollo (es el peor desastre que le puede suceder a ‘Frisby‘). Las piernas, las patas, la barriga, el chaleco, el corbatín, el cuello, la cola, las manos y lo peor: la pesada, muy incómoda y asfixiante cabeza. El disfraz completo cuesta doce millones de pesos y antes se importaba de Estados Unidos. Ahora se manda a confeccionar a proveedores especializados y dura en promedio seis meses. Frisby tiene veinte ‘Jimmys‘ repartidos por todo el país. Cada uno gana un poco más que el sueldo mínimo por su labor ($450.000) y tiene derecho a todas las prestaciones sociales y, además, a los auxilios de transporte y bonificaciones de la compañía.
Yo solo no hubiera podido ser capaz de ponerme el disfraz ni en una semana. Mi instructor lo hace en cinco minutos.

Una mascota trabaja ocho horas diarias y antes de ponerse el disfraz debe practicar una serie de complicados ejercicios de calentamiento y respiración tántrica para que en mitad de su labor como "pollo" no colapse.

Mientras me acomodo el disfraz me cuentan que Alfredo Hoyos, el fundador de Frisby, fue el primer ‘pollo‘, hace 27 años. Don Alfredo, que vivió en Estados Unidos en su juventud, se impresionó con el alto consumo de pollo frito en el sur de ese país y recorrió varios estados aprendiendo las mejores fórmulas con la idea de montar ese negocio en Colombia. Regresó a Pereira, su ciudad natal, y logró conformar una empresa que cuenta hoy con más de sesenta locales en todo el país, que vende dos millones de pollos anuales y además fue la pionera en cuestiones de mascotas. Esa forma de estimular el consumo era desde esa época común en los negocios gringos. Hoyos le pidió al mismo diseñador de las mascotas de Disney que le creara un personaje divertido, especialmente atractivo para los niños. Con ayuda de su esposa salía disfrazado por las ciudades del eje cafetero a impulsar la compra de sus pollos. Visitaba eventos deportivos, ferias agropecuarias, fiestas de pueblo. Algunos niños se asustaban, otros le jalaban la cola, pero él se divertía montones. Luego, cuando el negocio creció le legó su trabajo a un estudiante de teatro. Tres décadas después, el club ha crecido hasta el punto de que el ‘pollo‘ tiene novia (Frisbilina) y una pandilla de amigos: el búho, el perro, el conejo y el zorrillo.
Estoy listo. Me miro en un espejo y no puedo creer que ese pollo sea yo. Se me pone la piel ‘de gallina‘ al pensar que en pocos minutos saldré a jugar con los niños y a saludar a los adultos. Otra vez estoy a punto de colgar la toalla, pero como buen cachaco, me muero de la pena salir con un chorro de babas.
Para ganar tiempo y aplazar un poco el ‘oso‘, le pregunto a Jimmy cuáles han sido las experiencias de él y sus colegas en este papel. La peor: un adolescente que lo empujó en una tarima, gritándole "a volar, pollo marica". La mejor: su novia se enamoró de él al ver la gracia y la ternura con la que jugaba con los niños.
Empiezo a imaginarme lo peor que me puede pasar: que repartiendo bombas en la calle me coja un carro, que me vaya de narices bajando las escaleras, que unos ‘chinos‘ me desenmascaren frente a los niños (y que alguien me reconozca), que espante a la clientela, que me insulten y me escupan (a mis colegas les ha sucedido). Y no logro imaginarme nada agradable. No creo que mis movimientos seduzcan a ninguna sardina, ni siquiera a una ‘cuchibarbie‘.
Llega la hora cero. Me estoy comenzando a cocinar dentro del disfraz (hace 46 grados ahí adentro). No veo prácticamente nada -la visión es muy limitada, por un huequito de una malla debajo del pico-. Me tropiezo con todo -con la cola, las patas y el pico-. Practico unas ‘carreritas juguetonas‘ y unos ‘salticos alegrones‘ y caigo en la cuenta de que el disfraz pesa diez kilos. Se me olvidan todas las instrucciones y recomendaciones que me han dado. Sudo más que si estuviera en el turco de Los Lagartos.
Salgo a escena con las piernas temblando. Cuando estoy a punto de quitarme todo y salir corriendo para mi casita, una recreacionista que me acompañará en mi odisea, me dice las palabras mágicas que convierten mi pánico escénico en energía creativa: "Libere a ese niño que lleva dentro". En un instante me regreso cuarenta años en mi máquina del tiempo y rescato a ‘Pali‘ -mi apodo de niño-. Desaparece el director de Portafolio, el tipo serio, aburrido, que informa, analiza y opina sobre los complejos temas económicos y empresariales. Milagro: del cascarón surge un nuevo ‘Frisby‘.

La cadena tiene 20 mascotas que sudan la gota en lugares tan cálidos como Cartagena y Barranquilla. Rodríguez se puso el disfraz, que pesa diez kilos, para trabajar en una sucursal de Bogotá.

Veo a un par de niños, de unos 4 ó 5 años, y brinco con ellos como si tuviera su misma edad. Les regalo unas bombas con palito plástico y nos tranzamos en una entretenida batalla de esgrima. Sudo a mares, pero empiezo a divertirme. Se me acercan, tímidamente, unas niñitas muy pequeñas (aprendieron a caminar ayer, me dicen). Me preocupa asustarlas o hacerles daño con el pico o con la cola. Me toca volverme tierno, faceta para la cual no tengo una disposición natural. Pero son tan lindas las niñitas y me miran con unos ojos hermosos que me mueven la fibra. Se me olvida el calor y el peso del disfraz. Juego feliz, reparto saludos y abrazos a los adultos, me siento muy liviano, alegre, con ganas de volar. Vuelo. Vuelo y cuando aterrizo me digo a mí mismo: "Esto hay que hacerlo con más frecuencia".
Un ‘pollo‘ debe trabajar como cualquier empleado ocho horas diarias. Lo bueno es que el tiempo de precalentmiento cuenta y que están obligados a parar cada 30 minutos para hidratarse. El único que logra más tiempo dentro del disfraz es John Freddy Quiceno. Su récord es una hora y lo hace gracias a su veteranía: lleva seis años haciendo de mascota. Aunque no me imagino lo que debe sufrir con el calor la que vive en Cartagena, la de Barranquilla, los dos de Cali, el de Ibagué...
Siguiente prueba. Tengo que salir a la calle, a atraer clientes. Me inquieta un poco el cambio de escenario, pero siento que después de mi exitoso performance en el local, la calle será misión fácil. Sin embargo, la cosa se complica. No hay niños a la vista, lo cual me preocupa porque ya había encontrado la fórmula para ganármelos. Me toca ahora seducir a los adultos que vienen por el andén y que pasan veloces en sus autos. Vuelvo a darme cuenta de que estoy bañado en sudor, que la cabeza del pollo me asfixia, que mis patas tropezarán contra los bolardos. Inseguro me acerco a un señor, le tiendo la mano y me desprecia. Intento abrazar a una señora y sale corriendo como si la fuera a atracar. Me acerco a un carro a saludar y el conductor del vehículo que está detrás empieza a insultarme a pitazos. Me quiero ir para mi casita; creo que ya me puedo ir porque al menos lo del local salió bien. Lo que me convence de seguir son mis amiguitos que desde las ventanas del local siguen muy atentos todas mis movidas. No los puedo defraudar.
Regresan a mi mente, a mi corazón y a mi cuerpo (que es donde más las necesito) las sabias palabras de mi coequipera recreacionista: "Libere al niño, libere al niño". Lo suelto, lo impulso y aparece de nuevo el ‘Frisby‘ juguetón. Brinco, bailo, y de repente, como por arte de magia, aparecen nuevos niños. Salen de los almacenes a saludarme, sacan sus cabecitas por las ventanas de los carros que pasan y me mandan besos, vienen corriendo por el andén a pedirme bombas, quieren que los cargue. Cada sonrisa, cada abrazo, cada beso de un niño se convierte en energía para mi niño interior. Vuelvo a volar, estoy feliz. Caigo en cuenta de algo que todos hemos aprendido pero que a veces se nos refunde: la forma de ser feliz es haciendo felices a los demás.
Termina esta experiencia. Pienso que voy a sentir alivio, pero comienza a invadirme la tristeza de no poder seguir jugando, de no poder seguir volando. Es hora de partir.
Me voy con el tesoro de valorar todos los oficios, porque no hay ninguno más importante que otro, ninguno más digno que otro, ninguno más gratificante que otro. Todos los oficios, si se hacen con amor, sin amilanarse frente a los obstáculos nos permiten gozar a plenitud el milagro de vivir.

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