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16 de julio de 2002

Zona Crónica

Praga: la ciudad de las mujeres

En Praga hay siete mujeres por cada hombre. Aprovechando esa feliz desproporción, famosa en todo el mundo, el autor de Los Impostores recorrió sus calles y descubrió que las checas se inventaron para que uno se enamorara de ellas.

Por: Santiago Gamboa

La primera vez que vi a una mujer checa, Dios santo, estaba desnuda. Ella, yo, todos estábamos desnudos, pues fue en un baño turco en París, hace más de diez años. Un baño turco de una sociedad naturista, para más señas, de ahí que todos anduviéramos por las salas de vapor como adanes y evas. Tal vez se llamaba Karla, si es que alguna vez una joven checa con ese nombre vivió en París por esos años y frecuentó un baño turco. Es posible. Karla. Yo había leído, como todo el mundo, La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, y sobre todo La broma, su obra maestra, y estaba indignado con la entrada de los tanques rusos a Praga. Se lo dije. Pero Karla alzó los hombros con desinterés y dejó caer la siguiente frase: “Oh, eso pasó hace mucho tiempo”. Acto seguido se levantó de su lugar en el sauna, movió con gracia sus nalgas aceitadas de sudor y se zambulló en la piscina, dejando un palpable vacío en el aire. Su movimiento, la elipse antes de caer al agua, fue seguido por muchos pares de ojos, pues Karla resultó ser la mujer más bella del salón y, de algún modo, la mujer más bella del mundo. Una belleza inhumana; su perfección era tal que era difícil mirarla de frente, del mismo modo en que no se puede mirar el sol sin correr el riesgo de enceguecer; como enceguece la contemplación de Dios, según los poetas místicos. Así era Karla. Así de bella era Karla. Jamás volvió al baño turco, y los que la vimos, los que asistimos al aterrador espectáculo de su desnudez, conservamos su imagen altiva como el símbolo máximo de la belleza humana, algo improbable, irrepetible.

Paseo nocturno por la ciudad. El puente de Carlos, con sus estatuas y perspectivas, es la joya de Centroeuropa. Las parejas se besan mirando el río. Dicen que trae buena suerte besarse ahí. Lo que es malo es sentir envidia por esos besos, apasionados, retorcidos, gimnásticos, con rápidas manos que se esconden en los orificios de los trajes como cangrejos asustados. Las manos se esconden de la luz. Pero al mismo tiempo, ¿cómo no sentir cierta envidia? Muy malo. Del otro lado del puente está Mala Strana, el viejo barrio, protagonista de las geniales Historias de Mala Strana, de Jan Neruda, propietario del nombre que luego utilizaría cierto poeta chileno. Subimos la cuesta hasta el castillo y la catedral de San Vito. La belleza es inquietante. Gustavo López, que es arquitecto y pintor, me explica las fachadas, los estilos, me hace ver lo más bello. Hablamos del “síndrome de Stendhal”, el malestar físico que produce la excesiva contemplación de la belleza (de la belleza inanimada, en este caso). ¡Praga! Capital del antiguo Reino de Bohemia y tercera ciudad —después de Viena y Budapest— de la monarquía austrohúngara. Francisco José y Sissy. Las luces de Praga en la noche. El aire es cálido. A diferencia de la periferia, en el centro histórico no hay la más mínima huella de la época comunista. El castillo recuerda el esplendor de la corte y en sus bordes están las casas medievales. En la Calle de los Alquimistas —el más célebre de los callejones que circundan el castillo— está una de las residencias de Kafka. El gran Kafka. El desdichado Kafka. Allí vivió con su hermana Ottla. Franz buscaba un lugar tranquilo en el que pudiera escribir de noche, y allí lo encontró. Luego, bajando la colina, regresamos al centro, del otro lado del Moldava, y llegamos a la Plaza Vieja. De nuevo el deslumbramiento. La torre del reloj. Las casas de techos en punta y las calles empedradas. Cerca de allí, la calle Parizská. Con una arquitectura tan parisina que parece el Boulevard Haussmann de París. Allí está el Tretter’s, un espléndido bar. “Llegó la hora del guarapo”, me dicen.

No hay nada más fácil que enamorarse de una checa. Son elegantes, cultas, gráciles, de finos tobillos, de manos estilizadas y ojos profundos. El comunismo tampoco logró estropearlas. Y, sobre todo, son muchas. De cada diez, seis son de muerte y las cuatro restantes, muy bellas. Bellísimas mujeres con pantalones muy por debajo de la línea de flotación, o de equilibrio, con brillantes tréboles de plata injertados en donde antes había solo un ombligo. Un solitario ombligo. Y tatuajes. Una mariposa con las alas desplegadas parece haberse posado en el armonioso trasero de una de ellas. Otra, en el mismo sacrosanto lugar, tiene un tejido de flores que baja y se pierde detrás de una brevísima falda, breve como el nombre de un chino, y además transparente. La mojigatería comunista ocultó la libido, pero ahora ésta se pasea sin complejos. Reprimió la coquetería, la seducción. Tiempos ya pasados. Quién dijo coquetería. Quién dijo miedo. Un diplomático español, hablando de ellas, me dijo: “Son guapísimas, pero Dios, que es muy justo, les dio a cambio... ¡¡una mala leche!!” De verdad que son muy serias. Parecen, en el fondo, indignadas. No hay nada más fácil que enamorarse de una checa. Lo difícil es que ellas lo vean a uno, es decir, que sus retinas registren nuestra presencia. Suele pasar con las mujeres demasiado bellas, y no solo con las checas. Están indignadas, pues el malvado mundo no siempre está a sus pies, como les han enseñado, desde muy niñas, que debe estar.

La Vaclasvska Namesti, o Plaza de Wenceslao, es un bello rectángulo descendente lleno de jardines, enmarcado por imponentes edificios de época. Hace calor en esta primavera de Praga. Caray, pero qué difícil es conversar andando por sus andenes. La constante aparición de señoritas ex comunistas, mujeres sembradas al voleo por un generoso agricultor, impiden que uno se concentre en la más mínima charla. Pantaloncitos calientes con hendidura por los dos lados, o, como se decía en los años ochenta, de “ponqué partido”, de una tela flexible tan delgada que reproduce venas y lunares, como si alguna empresa de preservativos se hubiera puesto a construir calzones cortos con el material sobrante, ¿me explico? Algo sumamente inquietante. Caderas fuertes y bronceadas, muslos firmes, piernas estilizadas, cinturas de avispa con cadenas de oro entorno, pies de uñas lilas. ¿Qué me estaba diciendo? ¿Me puede repetir la pregunta? Por favor, que alguien detenga esto. O al menos, que alguien nos explique. Pues bien, parece haber una explicación. Según las estadísticas, si es que éstas alguna vez han sido fiables, hay en Praga una curiosa desproporción, a saber, siete mujeres por cada hombre, lo que explicaría el porqué de tanta coquetería. Es la ley de la libre competencia. El marxismo prometía un hombre a cada mujer, y viceversa, pero la realidad, por lo visto, tenía otros planes. La Historia los traicionó a todos y, hoy, el capitalismo científico obliga al combate.

¿Y los hombres, quiero decir... los checos? Por ahí andan, tranquilos, sin hacer grandes demostraciones de sorpresa. Se diría que las checas gustan más a los extranjeros, o, al menos, que solo enloquecen a los extranjeros. Es posible. A uno le atrae más lo que es distinto, aun si, con el tiempo, solo lo tranquiliza lo propio. Los checos parecen no mirarlas, y, según dicen ellas, son muy poco románticos. Son tristes y algo intelectuales. Es el tópico. Todos parecen haber leído a Epicteto, sus ojos enrojecen escuchando La marcha Radetzky y suelen ser un poco melancólicos por respeto a Franz Kafka. Pobre Franz, la belleza de Praga fue una cárcel para él. Los latinos residentes, por el contrario, con su carácter expansivo, suelen tener mucho éxito. Ellas saben que mienten, pero al menos las hacen reír. Qué difícil, pienso yo, hacer reír a una checa, con esas caras sobrias, con esa belleza dura en sus rostros.

El Tretter’s, decía, es uno de los bares de moda de Praga. Excelentes cocteles, un gran espejo detrás de la barra. Allí me dicen que la separación entre República Checa y Eslovaquia marcó una radical diferencia entre dos tipos de belleza. En Bratislava, actual capital de Eslovaquia, los rostros serían más ovalados y los cabellos más rubios. En suma, un tipo más eslavo, al estilo ruso o moldavo. Del lado de República Checa, ese rasgo rubio se tiñe con un tono castaño de pincel bohemio, centroeuropeo, y con algo de picardía zíngara, gitana. Son mujeres altivas. En el Tender, un bar de salsa cerca de la Plaza Vieja, se las puede ver bailando ritmos caribes, Benny Moré y el grupo Niche, con gran desparpajo, estrellando sus bonitos cuerpos, de aquí para allá. Pero esto ya no me sorprende.

En la era global la salsa es la música de todos. He visto bailarla con gracia en Pekín, en Estocolmo, en Yakarta.

Viajando hacia el fondo de la noche, se llega a un bar de nombre desconocido en el que bellas señoritas hacen strip-tease bailoteando en torno a un tubo que cae desde el techo, como en las antiguas estaciones de bomberos, y en el que deliciosas barbies en paños menores se van quitando, al ritmo de cada vuelta, las pocas telas que las cubren, aunque dejando una última prenda, una tanga diminuta cuyo estuche debe ser del tamaño de una caja de fósforos, antes de desaparecer entre las sombras. Ellas pueden acercarse a los clientes, licenciosos bebedores, e incluso sentarse en sus piernas, pero si alguno llega a estirar la mano se las debe ver con una especie de Conan, el Bárbaro al que, de lejos, juzgo muy poco dotado para el diálogo. Este bar es el límite, la muralla que separa la noche en dos. Del otro lado solo quedan los bares de prostitutas, en donde hay muy pocas mujeres checas, pues casi todas son rusas, moldavas o ucranianas. Hay que saber que la sexualidad europea cambió radicalmente tras la caída del muro de Berlín, y ahora las rubias del Este, la mayoría licenciadas en carreras como ingeniería espacial y esas cosas, les disputan el sillón central en los prostíbulos a las tradicionales dominicanas o colombianas. Qué se le va a hacer. La vida sigue siendo algo muy triste para muchos, aun en una ciudad como Praga, tan bella, tan llena de cosas intensas.

PRAGADIGMAS

• Para disfrutar una noche romántica, el Puente Carlos es un lugar recomendado. Con torres góticas a lado y lado, más de 70 estatuas estilo barroco y músicos alegrando la velada, el puente es, además, punto de observación perfecto de una ciudad con mujeres ídem.

• En las discotecas Video Disco Club y Musik Park, las mejores de Praga, entran en promedio cinco mujeres por cada hombre.

• Se dice que después de las cero horas del primero de enero de 1993, día de la separación total de la República Checa, Praga se convirtió en la ciudad con la mejor rumba de toda Europa. Dicen bien.

• El mejor hotel es Prague Lión. La noche cuesta US$305.

• Los tragos más famosos son el becherovca, el borobicka y el bohemia selt. Usted encontrará con quién probarlos. No hay duda.

• Pal’s Club es un lugar privado donde se ofrecen bebidas gratis de nueve a once de la noche y generalmente tocan Djs internacionales los jueves y los viernes. Las mujeres no pagan la entrada.

• El mejor plan en Praga es ir al café Radost entre cinco y seis de la tarde. Ahí llegan todas las mujeres a “enganchar” para la rumba.

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