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10 de diciembre de 2003

Primero de mayo

Por: Antonio García

Una metáfora arquitectónica: el norte de Bogotá está hecho de Lego y el sur está hecho de Estralandia. Bogotá es como fue Berlín, solo que aquí no existió muro entre ricos y pobres; acá la frontera se trazó por los precios de la tierra: cara al norte y barata al sur. Se trata en realidad de dos ciudades que se dan la espalda, porque hay bogotanos que viajan a sitios impronunciables tras la Cortina de Hierro, pero mueren sin conocer el sur de Bogotá -y tal vez al revés-. En esa Bogotá de Estralandia queda la Avenida Primero de Mayo, que a su vez es otro muro invisible: subdivide al sur entre clase media sureña y pobres-pobres. La Primero de Mayo es, además, la némesis de la T y el Parque de la 93: la otra Zona Rosa de la Ciudad. Éstas son doce instantáneas del lugar:
7:17 p.m. Un Toshiba ochentero en un billar, un Sanyo chiviado en una cafetería, un Zenith viejo adquirido en compraventa, una imitación nacional del Sony Wega y demás televisores de la fauna catódica de la Primero de Mayo, emiten el noticiero. En Rancho Rey, réplica de saloon del Salvaje Oeste con puerta batiente y meseros vestidos de jinetes de rodeo, César Manrique, acordeonero de Los Agaves, ensaya los primeros acordes de la noche. La música que tocan Los Agaves viene de otra frontera: la que divide a gringos y frijoleros. Es la épica del narco, la ilegalidad y las pasiones dirimidas a punta de pistola. Como el lounge, el ambient y la world music en la Bogotá de Lego, en la Primero de Mayo retumban los Tucanes de Tijuana, los Tigres del Norte y Chalino Sánchez en covers de Los Agaves y tres bandas más: Los Pandilleros de Nuevo Laredo, Los Tecateños y Conjunto Chaparral. Manrique abre los fuelles, toca un pequeño solo y sonríe, sabe que la norteña manda en el sur.
8:03 p.m. Un par de cuadras hacia el occidente, en el asadero Rancho Grande, suficiente lomo para entapetar una sala de espera se dora sobre las brasas del gigantesco asador. Más cercana a la ternera llanera que al bife de chorizo argentino, la carne de Rancho Grande monopoliza los estómagos y brilla con luz propia en la constelación de pizzas por porción y pollerías del lugar. Ahí llenan la tripa burócratas de bajo rango, secretarias escotadas, estudiantes de institución pública o técnica, taxistas en día de pico y placa, sueldominimalistas de levante, cajeras de supermercado, barténderes de club con estríper. "Los viernes de quincena es más pesado este trabajo", se dice don Saúl Castro, parrillero de Rancho Grande; luego se enjuga el sudor, empuña el larguísimo tridente y le da la vuelta al tapete de carne.
9:34 p.m. Sabe que no tiene el rancio abolengo de la estatua de Américo Vespucio que está en la 7a. con 96, ni posee la gallarda pose del monumento a Jiménez de Quesada que preside la Plazoleta del Rosario: él es tan sólo la efigie que adorna el bar Alcatraz, una aparatosa mole broncínea con torso desnudo y bluyines, que está rompiendo unos barrotes sobre la fachada de piedra, adornada con una especie de cañones láser y cachiporras goticrossover. Pero en la calle 6a., frente a Plaza de las Américas, donde existe la mayor cantidad de bares por metro cuadrado de la ciudad, él es el rey; si la Policarpa Salavarrieta del Eje Ambiental viniera a sus dominios, él le mostraría cuál es la estatua más cool de Bogotá. "Mi bronce aunque plebeyo", piensa, y luego mira hacia la Babel de ruido y decibeles que tiene bajo sus pies: vendedores de dulces, de rosas y de pinchos; jíbaros, gamines, rumberos de todo pelaje y porteros que también allá "se reservan el derecho de admisión". Cuatro mil personas, en promedio, cada viernes
en esa calle; y a la mirada de todos ellos, sin excepción, le resulta imposible escapar de Alcatraz.
10:12 p.m. John V. sabe que lo del "derecho de
admisión", en esas latitudes, es un lujo que se dan los porteros de cuatro establecimientos y nada más. Su misión es la de atraer clientes: "Sigan, bienvenidos", "Caballero, deme la oportunidad y conozca el lugar", "Jarra de sifón a dos mil", "Conozca Arcadia, que es un nuevo bar". El paisa falso de al lado tiene más talento que él para llevar gente a la Fonda Viejo Caldas; él además, tiene que mostrar el pendón de arco iris y explicar que Arcadia es un bar gay. La mayoría se devuelve y los gays se van a Sugar o a Acertijo, los bares más antiguos. Además, nadie confía en un bar que junto a su puerta tiene un letrero que dice "Se alquila este local". Si cierran temprano, tal vez él se pueda dar una vueltecita por la competencia, a ver cómo está el ambiente.
11:46 p.m. No se trata de agarrar un micrófono y decir cualquier payasada. No. Para ser animador de bar se necesita tener a la rumba agarrada por el brazo y estar todo el tiempo midiéndole el pulso. Hay que saber cuándo preguntar dónde están los del Santa Fe y los de Millos, o las mujeres solteras o los casados y hay que saber exactamente en qué momento hacer los concursos, rifar las botellas y echar los chistes. A muchos animadores sin experiencia los han chiflado y hasta les han tratado de pegar, pero por algo Efrén Galindo lleva cuatro años trabajando en Rumbópolis. Los veintisiete mil pesos por noche que se gana, sin contar alguna que otra propina, se los gana con su ingenio y con su garganta. Hace un rato, por ejemplo, armó un trencito larguísimo que, al son del Baile del Pescao, salió de Rumbópolis, dio una vueltica en el andén y volvió a entrar. "Sos grande, che", le dice el barténder, en la peor imitación de acento argentino que Efrén haya oído.
12:36 a.m. Paula se deja caer en un butaco del
segundo piso de Paranoia. Su respiración se va normalizando mientras le ayudan a quitarse los guantes, el casco y el protector para el pecho. Algunas personas, en su mayoría hombres, se acercan a felicitarla, pues después de tres rounds ha ganado la pelea por decisión unánime. Su contendora, Angie, una monita con buena pegada, pero más bien torpe, descansa a pocos metros en otro butaco. Está resentida porque, a decir verdad, se llevó sus buenos guarapazos. Aparte de ganarse los treinta mil que pagan por pelear, Paula se lleva una bonificación por ser la ganadora. Hace un mes, un miércoles por la tarde, hizo una prueba física y el administrador, con reservas, la contrató; ni ella se imaginaba que iba a resultar tan buena para agarrarse a puños en un bar de rock. Si se llega a ganar el campeonato de boxeo femenino que organizan allí, va a poderse hacer un billetico más. Además, le han echado un par de piropos: esa noche se siente la boxeadora más bonita del universo.
1:18 a.m. La Estación Tequendama de la Policía, con ayuda de estaciones cercanas, ha destinado cuarenta policías para esta noche. Los que no van a pie andan en una de las dos camionetas, las cinco motos, la tanqueta o la Urvan que patrullan la zona. Rigoberto Beltrán, patrullero, llegó tarde a los tres casos que se presentaron -borracho, pelea, parte de tránsito-; sus compañeros están montando happy hour por los radioteléfonos, diciéndole que se compre un avión o algo más rápido que la moto en que anda. Cuando empuña el radio
para mandarlos a la mierda, se le atraganta el reclamo y se le convierte en solicitud de refuerzos, pues un lunático en la 6a. con Boyacá se ha puesto a tirarles piedra a las ventanas. En segundos, dos camionetas, tres motos y un pelotón de curiosos llegan al lugar para encontrarse a Beltrán con el tipo esposado. "¿Cómo les quedó el ojo?", pregunta a los demás y se les ríe en la cara. La Policía se retira con el vándalo en el platón de una de las camionetas. Nadie repara en los dos tipos que están metiendo perico a la vuelta de la calle.
2:25 a.m. Ya los que quedan en La Osa Golosa están de recoger con cuchara. Lo hecho, hecho está: los clientes ya no tienen más plata o no se les para y ella no está de ánimo para ponerse a bregar con un borracho en estos momentos. Por eso, le da un plantón a uno que la estaba bananeando, se levanta, se alisa la minifalda y, después de ir al baño, recoge sus cosas y esconde en el brasier los ciento dieciocho mil pesos que se ganó esa noche. Luego sale y espera al taxista de confianza. Tiene frío y hambre, los tacones le aprietan y tiene una piquiña en la vagina que la pone nerviosa, pero se olvida de todo eso cuando ve llegar el Chevette amarillo y, tras el volante, una sonrisa conocida.
3:05 a.m. Atravesando la Primero de Mayo hacia el sur, está el barrio Carvajal Osorio. Desde hace dos años más o menos, el barrio pierde casas y gana moteles. Las están comprando a doscientos cincuenta millones de pesos, para demolerlas luego y levantar edificios de cuatro y cinco pisos, con arbustos a la entrada y vestíbulos de espejo. Bien pensado, porque después de rumbear uno sólo tiene que cruzar la calle para rematar la faena. Además, debe haber mucha
demanda, pues Joaquín Fernández y Luisa Ronquillo los han recorrido uno por uno y todos están llenos; hay unos, incluso, en los que no atienden. Cuando están a punto de darse por vencidos y magrearse en lo oscurito, un taxista que estaba parqueado enfrente, y que no habían visto, se acerca y les dice que lo que pasa es que después de las tres de la mañana ya no pueden recibir a nadie en los moteles, pero que él conoce un sitio aquí cerquita en Kennedy donde los dejan entrar y que cuesta lo mismo que por acá: cuarenta mil la noche y diecinueve mil el ratico. Joaquín mira al taxista y al taxi para tratar de deducir, en vano, si es de los que hacen paseo millonario; luego mira a Luisa, que está buenísima, y concluye que no puede dejar pasar la oportunidad. Traga
saliva y dice "Bueno, llévenos, señor".
3:41 a.m. En Casa Show Las Barbies y El Tequilazo está empezando la rumba. Todo, oficialmente, está cerrado; pero a espaldas de la Policía -o en sus narices-, ambos lugares siguen abiertos. El gremio de los raspafiesta se aposta en las cercanías, como quienes esperan taxi, pero discretamente se van desplazando al interior. Silverio Lozada, como un avezado alquimista, ha convertido casi toda su plata en alcohol. Ahora se recuesta en la puerta de latón y aguarda su turno para entrar, pues aún no está lo suficientemente ebrio para llegar a su casa y decirle a su mujer que va a tener que esperar hasta la próxima quincena para sacar la licuadora de la prendería. Su brazo reposa sobre los hombros de Natividad Guzmán, una que en el barrio dicen que es una perdida, pero que trae a Silverio de un ala. Cuando llega su turno de entrar, el portero les pide cinco mil pesos, Silverio se escarba en los bolsillos, saca un par de billetes arrugados y se los entrega. Justo antes de traspasar el umbral, sin que Silverio lo note, Natividad le hace carantoñas al portero.
4:32 a.m. No tiene nombre: le dicen "Hey, pelao", o "Chino, venga le digo", pero nadie sabe cómo se llama. Mejor así, porque una cosa es que lo puedan señalar y otra es que se le sepan el nombre de pila; ahí sí paila. Siempre que lo llaman es para lo mismo, y él sabe que no es cuestión de hacer relaciones públicas: "¿Qué quiere?", dice, y si no conoce al tipo, o le parece sospechoso, pues se hace el pendejo; él sabe mucho de caras y puede juzgar quién lo va a joder y quién no. Hoy, por lo menos, vendió dieciocho baretos a dos mil pesos, y cuarenta y tres papeletas a cinco mil; y sin problemas ni visajes. Doscientos cincuenta y un mil pesos en una noche de trabajo. Ha tenido días mejores, pero agradece que esta vez no pasó ningún susto.
6:11 a.m. La Gallina Campestre y la Gallina Campesina son rivales aunque, a decir verdad, bien podría tratarse de dos sedes del mismo restaurante: idénticos el menú, el precio y la sazón. A esa hora, en ambos locales se juntan dos clases de comensales: los desayunantes y los desenguayabantes. Los primeros, recién bañados y a punto de irse a trabajar, contrastan con las ojeras, las miradas perdidas y los hipos de los otros. Pero no importa, ambas Gallinas acogen al corderito y a la oveja negra, al ángel y al demonio, a la puta y a la santa, al redentor y al asesino y todos, como una gran familia de opuestos, devoran las presas anaranjadas, las changuas y los caldos de costilla como si estuvieran en la sala de sus casas. En La Gallina Campestre o la Gallina Campesina, quién sabe, desayunan Joaquín y Luisa: el taxista no era de los que hacen paseos millonarios, el motelucho de Kennedy estaba mejor de lo que pensaban y, aunque es muy pronto para saber qué va ser de ellos dos, una emoción simultánea los hace tomarse de la mano.