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15 de abril de 2008

Probando hachís

¿De dónde salió el hachís? Del mismo sitio de donde salió el olor a incienso. Nació en Oriente Medio. Luego, en el siglo XVIII llegó a Europa. Y ahora lo prueba una periodista para SoHo.

Por: Astrid Harders
El efecto del hachís es casi inmediato y puede durar horas. | Foto: Astrid Harders

Juro que es la descripción más cercana: mi primera fumada de hachís me hizo sentir como un perro decorativo de taxi, de esos que mueven la cabeza mientras el carro coge cada hueco de la ciudad. Se dice que el hachís es uno de los psicoactivos que más fomentan la imaginación y la creatividad. También se le endilgan sensaciones de euforia, plenitud y fina percepción. Para mí simplemente fue un cubo negro, apelmazado, que me hizo reír y llorar exageradamente. El recuerdo que me dejó no fue placentero y no tengo ganas de repetir la experiencia. Me habían dicho que era similar a la marihuana, pero más fuerte. Resultó una extraña angustia, descoordinación y mucha incomodidad.

Era sábado, tres de la tarde. Tenía una bolsa pequeña de plástico, como las que normalmente traen aretes o cauchos de frenillo por dentro. La puse sobre la mesa central de sala. Al mirar el hachís, esa piedra negra sin gracia ni atractivo alguno, lo primero que se me ocurrió fue preguntarme en qué estarían pensando cuando se lo inventaron.

¿De dónde salió el hachís? Del mismo sitio de donde salió el olor a incienso. Nació en Oriente Medio. Luego, en el siglo XVIII llegó a Europa. Según mind-surf.com, el hachís es asociado con la famosa secta de los hassassins, quienes usaban la droga para rituales antes de completar sus asesinatos, así lo narra Marco Polo en su diario de viajes. También tuvo que ver uno de los personajes de Alejandro Dumas en El conde de Montecristo. A los jóvenes que eran reclutados y preparados para formar parte del movimiento asesino, llamado "Nueva propaganda", les era suministrada la hierba santa del hachís para quedar cautivados en un sueño y así vender su alma y cuerpo a un superior.

En la misma obra de Dumas, Simbad le posibilita intensos sueños eróticos al conde de Montecristo al suministrarle hachís. Sherezada, de Las mil y una noches, narra la "Historia de los dos consumidores de hachís", quienes, gracias a la droga, terminan siendo amigos de un sultán. En el siglo XIX incluso hubo un autodenominado Club des Haschischiens. Sus miembros, que incluían a artistas como Delacroix, Victor Hugo, Gautier, Dumas y Balzac, empleaban el hotel en el que vivían Baudelaire y el pintor Boissard de Boisdenier como sede para experimentar con la droga. Según el crítico literario Peter Owens, "todos estaban unidos en la búsqueda de nuevas formas de expresión y entendimiento…".

Yo no sé. Tal vez se debió a la falta de artistas, tal vez este siglo ya no permite semejantes rituales, pero a mí no me quedó cabeza para ponerme a buscar ninguna forma (nueva o vieja) de expresión o entendimiento. Todo lo contrario.

El hachís tiene como ingrediente activo el tetrahidrocannabinol, sustancia derivada del cáñamo, la planta de donde proviene el hachís. A la hora de consumirlo hay varias opciones. Está la tradicional forma de pasta, también llamada polen, chocolate o china (el que yo apliqué). También la presentación en aceite resinoso, como un líquido color ámbar, el cual se puede inocular hasta con una inyección intravenosa. La pasta se obtiene de la resina prensada de la parte florida del cáñamo hembra, o sea, de la planta cannabis sativa. El aceite y el líquido, respectivamente, se extraen de los tallos, las hojas y las flores de la planta del cáñamo, y en retortas de alcohol. El hachís se puede fumar, mezclar con trago o combinar con mantequilla o miel.

Abrí el plástico, dejé caer la piedra no más grande que un dado sobre la mesa de vidrio. Me olió a marihuana bien intensa, mezclada con romero y comidas aromáticas. La piedra tenía canalitos blancos que podrían ser, dependiendo del grado de adulteración del hachís nacional que tenía en frente, hongos, mugre, goma, parafina, leche condensada, clara de huevo o ceniza, entre otras múltiples porquerías. Acerqué un encendedor a la piedra y, mientras se me calentaban los dedos, vi cómo se le prendió una llama. Se apagó rápidamente y salió un humo con olor aromático agradable. No el del incienso de hippie, ni el del incienso de misa, ni tampoco el de sahumerio con sabor a pachulí. Se trataba de un olor mucho más acogedor y suave.

Las partes que había quemado se fueron desprendiendo y desmoronando sobre la mesa. Quemé un cuarto de la piedra. Luego traté de machacarla para que quedara lo más fina posible y le vacié el contenido de un cigarrillo encima. Mezclé todo y lo enrollé en un papel de tabaco. Un pedazo enroscado de la cajetilla hizo la función de filtro. Prendí. Chupé. Aspiré profundo. Esperé. Olí. Exhalé.

Según la investigadora Karina Malpica si el hachís es de mala calidad, si está muy alterado, el filtro se tapa de inmediato. Nunca se tapó. El hachís fumado tarda unos 30 segundos en tomar acción en el cerebro. Cuando es ingerido en comidas o tragos puede demorarse en actuar hasta hora y media y durar unas cinco.

Entonces… unos 30 segundos después se me salió la primera carcajada, exagerada y sin sentido. De ahí en adelante, durante la siguiente hora y media perdí la noción del tiempo por completo. Era el 'perrito de taxi', no sabía ni para dónde iba la carrera. Cinco minutos perfectamente pudieron ser 50. Esa carcajada inicial dio comienzo a una catarata de risa frenética. Bien sé que nada de lo que dije o se decía a mi alrededor era como para reírse tanto. No paraba de reírme y no hallaba posición alguna que lograra apaciguar mis risotadas. Una vez que me pasó la bobada risueña (que igual volvería esporádicamente) sentí una hinchazón instantánea e imposible de frenar en todo mi cuerpo. Cada dedo de mi mano lo percibía del grosor de un tubo de Pega-Stick, las piernas se me antojaban gigantescas canecas y los labios, dos enormes chorizos. Me pesaba cada movimiento y a pesar de achicar los ojos y fruncir el ceño por el esfuerzo, no logré vencer la ilusión óptica de que el techo bajaba lentamente, como una puerta de garaje eléctrico.

La torpeza motriz que el hachís me produjo fue tan extrema que no fui capaz ni de tomar mis propios apuntes. Estos terminaron siendo dictados a un amigo. La risa retornaba. Volvió en tal cantidad que derramé lágrimas. Luego, inesperadamente, las lágrimas de risa se transformaron en lágrimas de tristeza. Ahora sí que estaba llorando en serio. La felicidad y la tristeza se confundieron y entrelazaron.

Los apuntes hablan mucho de la intensidad de los sonidos. Aunque sentía que el audio de esa tarde de sábado superaba cualquier home theater, me parecía que las ondas de sonido se demoraban eternidades en comparación de las imágenes que mis ojos captaban. Gritando, pregunté insistentemente si estaba gritando. Juro haber sentido que el sofá blanco en el que estaba sentada me chupaba y me mantuve pegada a sus cojines. Me diagnostiqué con "ineptitud absoluta" y aseguré no saber cuánto tiempo había pasado.

El hachís me produjo accesos de 'diarrea verbal': en vez de pedir agua en forma convencional, emití palabras desligadas como "seco, sed, sal". Hablé sin puntuación ni coherencia durante una eternidad, y luego rogué que me callaran. Por mucho que me insistieron, me negué a abandonar el sofá blanco sobre el cual todo había empezado. Hasta el día de hoy no sé a qué le tenía miedo, solo sé que pararme de ahí no era una opción, me daba pavor pensar en salir a la calle. En un momento alguien timbró y del susto, por fin, me levanté y huí a una cama. Eran las 4:30 de la tarde y desperté dos horas después. Me costó mucho apaciguar la cantidad obscena de pensamientos que me brotaban mientras hundía los ojos contra la almohada.

"¿Cómo se quita esto? ¿No hay un método casero, como masticar perejil o algo por el estilo?". El perrito decorativo no tenía manera de bajarse del taxi. Días más tarde descubrí, en una página de internet sobre el cannabis y sus derivados, que no andaba del todo desfasada con la idea del remedio casero. En 1897 el señor Salvador Costa, en Alba, Valencia, empezó a fabricar el "Licor Montecristo de Haschisch". El trago se vendió hasta 1976 y advertía, entre muchas otras curiosidades (y mentiras), en su etiqueta, que "la embriaguez del Haschisch se disipa rápidamente con zumo de limón".

La enciclopedia Larousse dice sobre los efectos del hachís: "Los sujetos experimentan una mayor percepción sensorial, una alteración del espacio, del tiempo y del estado emocional", hasta ahí, vamos bien. Puedo decir que lo sentí. Luego, la enciclopedia habla de "euforia, sensación de bienestar y desinhibición". Ahí sí ya me voy alejando. Claro, me dio risa y supongo que reír hasta llorar clasifica bajo el concepto de desinhibición. Pero... ¿bienestar? No. Esa risa no produjo bienestar.

Por desgracia, la parte negativa de la definición del Larousse sí me hace sentir identificada: "Fuertes dosis pueden provocar distorsiones del esquema corporal, manifestaciones oníricas y eventualmente estados de ansiedad". Véase mi hinchazón corporal (por imaginaria que fuera), mi total convicción de encarnar un perrito de taxi, mi angustia por no tener percepción temporal y mi afanoso pánico por salir de la traba. Por último: "Desde el punto de vista fisiológico se observa taquicardia, debilidad muscular con descoordinación y sensibilización de las conjuntivas". Puedo chulear la taquicardia, sin duda atribuyo la sensación de fuerza de gravedad agudizada a la debilidad muscular y sé que uno de mis ojos quedó totalmente alterado por el hachís.

No me gustó fumar hachís. No entiendo cómo la gente se 'emporra' con hachís y es capaz de funcionar. Yo ni siquiera fui capaz de pararme del sofá. En ningún momento me sentí a gusto. Me pareció fatal. No pude con la sensación de que mis propios pensamientos y sentimientos me atacaban.

Pienso en Baudelaire y su club de fanáticos del hachís y me siento como un extraterrestre; o como alguien que, por mucho que le explicaran, nunca entendió el chiste. En su libro Haschisch, Walter Benjamin escribe: "Su risa, todas sus expresiones, chocan con él [el hombre] como sucesos exteriores". Aunque Benjamin generalmente tuvo trabas positivas con el hachís y adoraba deambular por ciudades bajo los efectos de la droga, subraya esta sensación como raíz de una cierta angustia recurrente en fumadas de hachís. Benjamin también dice que cuando el efecto se termina de desvanecer uno simplemente queda agotado. Así fue. Después de entrar, subir y bajar quedé totalmente exprimida. Tal cual, como perro decorativo de taxi cuando por fin se acaba la jornada y el carro queda parqueado.