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15 de abril de 2008

Probando yagé

Por: Antonio García

Somos unas nueve personas tomadas de la mano en un círculo presidido por el taita. Nada de coronas de plumas ni collares de colmillos, cero pintas de achiote en el cuerpo y la cara, ningún taparrabo o manta a la vista: el taita pasaría por un campesino; un hombre de monte con piel curtida y manos de labrador, bluyines, camisa y sombrero aguadeño. Se parece más al cantante cubano Eliades Ochoa (tiene guitarra y todo) que al Toro Sentado de las películas de vaqueros. Pertenece a la etnia Inga y ha venido en avión desde Putumayo para presidir algunas tomas de yagé como esta. La ausencia de parafernalia indígena me tranquiliza, pues lo contrario habría delatado un ritual demasiado artificioso, prefabricado, pretendidamente exótico para comercializarlo a los yupis rolos y la modelo reconocida que se encuentran en este círculo preliminar donde todos nos presentamos.

El chamán aerotransportado y sin collares hace parte de la asimilación urbana que en Colombia desde mediados de los noventa ha sufrido esta milenaria y tradicional práctica, expresión inequívoca de un mercado en expansión cuyos precios oscilan entre los 10.000 y los 400.000 pesos por sesión. En ese amplio rango puede llegarse a la que incluye conferencia inaugural impartida por un maestro de ceremonias-antropólogo, repartición de folletos, proyección de documental en videobeam, refrigerio y hospedaje, terapia de grupo y entrega de diplomas: el señor tal asistió al 'Seminario-Taller de Chamanismo, Yagé y Prácticas Holísticas', firmado por el taita y sus discípulos. Un mal chiste. O también puede uno caer en una toma de yagé como la que el 23 de febrero pasado cobró la vida de una señora y tiene en serios problemas legales al taita Ruber Garreta Chandoy, quien tenía un "centro indígena", en el barrio Normandía, en el occidente de la capital. Pero esos son casos extremos. Estamos en un restaurante campestre sin pedigrí cerrado al público para la ocasión. Los 70.000 pesos que pagué incluyen la ida y el regreso a Bogotá en una buseta alquilada. No habrá muertos pero tampoco diploma y videobeam.

Aunque para mí una buena energía es la que hace funcionar mi PlayStation y una mala es la que totea el microondas, los chacras me suenan a enfermedad de la piel y el tercer ojo es la culminación del tracto digestivo, "adonde fueres, haz lo que vieres". Me integro al ritual de consagración previa como quien escucha a una azafata decir dónde quedan las salidas ventrales de emergencia y qué hacer en caso de despresurización. Al fin y al cabo es un viaje, los elementales de la planta y los espíritus de la tierra harían las veces de tripulación y controladores aéreos.

La planta de donde se saca el yagé es un bejuco conocido como "ayahuasca", que en quechua significa "la liana de las almas". El botánico británico Richard Spruce fue el primero en identificar, hacia 1851, la planta de ayahuasca (Banisteriosis caapi) y su consumo ritual en la Amazonía noroccidental. Casi de manera simultánea, el geógrafo y funcionario civil ecuatoriano Manuel Villavicencio reportó sus experiencias con dicha planta en la región del río Napo, consignadas en su Geografía de la República del Ecuador, publicada en Nueva York en 1858. En 1905, una expedición científica colombiana, comandada por el doctor Rafael Zerda Bayón, visitó el Caquetá y conoció esta planta a la que atribuyó la capacidad de provocar la telepatía. Zerda Bayón y su colega, un tal G. Fisher Cárdenas, bautizaron la sustancia alcaloide que contenía el yagé con el pintoresco nombre de "telepatina". En 1925, el investigador de la Universidad Nacional Leopoldo Albarracín publicó Contribución al estudio de los alcaloides del yagé, fruto de un estudio de laboratorio en el que se aislaron los componentes de la planta y fueron inyectados en animales y humanos. Las supuestas cualidades telepáticas del yagé son desvirtuadas con argumentos tan bruscos como el siguiente: "Aquí se investiga sobre gente consciente que va apreciando los matices de la sensación, mientras que allá [en Putumayo] obra sobre la inteligencia inculta del indígena que nunca piensa y que poco se diferencia de los cuadrúpedos de la selva". El estudio concluye que los componentes activos de la ayahuasca son yageína y yagenina. Hoy se sabe que el compuesto psicoactivo es la dimetyltriptamina o DMT. Ningún científico actual estaría de acuerdo con Zerda Bayón y mucho menos con los argumentos de Albarracín.

El primer síntoma, luego de la ingestión forzosa del brebaje negro y amargo que se prepara con la planta, no tarda mucho en llegar. Uno se siente mal, como si se hubiera jalado una rasca con Coco-chévere o con sabajón, luego se da cuenta de que el asunto es más grave porque el mareo es de enfermedad, de fiebre de 45 grados, y las náuseas son de abuelita en montaña rusa. Cuando me dijeron que días antes del yagé había que comer poco y ojalá frutas o alguna verdura, pensé que era un prejuicio naturista de la nueva era. No. Es un asunto práctico: nadie podría sobrevivir a la vomitadera si el día anterior se come una bandeja paisa.

El umbral de la traba de yagé es comparable a cuando el avión, en pleno ascenso, atraviesa una gran nube gris. Angustioso. Pero luego empieza el vuelo crucero.

¿Cómo describirlo?

Visualmente, es como si uno toda la vida hubiera sido un televisor marca Tobishi (manufactura peruana), sintonizado en Señal Colombia, con antena aérea, recibiendo rayos catódicos en medio de una tormenta eléctrica, y por arte de magia se convirtiera en un home theater con pantalla plana, conectado a un satélite, sharpness, hue, color y todas esas jodas del menú calibradas por un experto. Además, y en esto sí tengo que hacer concesiones místicas, todo adquiere un aspecto hierático, de estampita religiosa: las nubes, la luz, el color de las cosas, adquieren ribetes angelicales. Falta Bambi revoloteando alrededor, un arco iris a lo lejos y una mariposita de Pixar Studios volando cerca de uno.

Aparte, el cerebro se convierte en una inmensa caverna, llena de meandros y recovecos, en la que cada pensamiento es un alarido que reverbera sin pausa. Casi se puede sentir el recorrido de las ideas a través de la cabeza y cómo se van asentando en un sedimento de pura lucidez. Toda intuición, sospecha, duda o corazonada se revela en su forma más aprehensible y liviana, como rocas que se convierten en pompas de jabón. De vez en cuando, en medio del 'nirvana ayahuasquero', aparecen las náuseas e interrumpen el flujo mental como un signo de puntuación mal puesto en la mitad de un párrafo, como negros nubarrones atravesándose en el recorrido de una avioneta pequeña. Nada es perfecto.

Cuando uno cierra los ojos, llega a unos niveles de introspección casi insoportables; es capaz de tocar la pequeña almendra de la existencia. Esta sensación puede ser tan fuerte como mirar a Dios a los ojos, y tan inevitable como una caída libre. Afortunadamente, el canto del taita es el caucho de un imaginario bungee emocional: cuando uno está a punto de estrellarse contra sí mismo, la cadencia, la voz, los instrumentos y el batir de un abanico de chontillo que tiene el taita consiguen la transición hacia lugares paradisíacos, donde solo existe dicha y colores que desfilan en el fondo de las pupilas, como si se tratara de vitrales vivientes. Estos vitrales vivientes son conocidos como "la pinta"; mientras más colores vea uno cuando llega a la ataraxia psicodélica, mientras más fino y móvil sea el entramado, mejor es la pinta del yagé. Yo no puedo comparar la pinta de mi viaje con otras, porque ha sido mi primera y única vez, pero si hay mejores, bien valdría la pena un repitis.

Al cabo de unas tres horas desaparecen por completo las náuseas. Uno pone flaps, pide pista y empieza el descenso. Ya no hay pintas, los colores de afuera se siguen viendo más vivos pero las formas han perdido espectacularidad. Las canciones del taita, una especie de villancicos bucólicos llenos de gotas de rocío, soles radiantes, golondrinas y arroyuelos, suenan como melodías angelicales. Los nueve desconocidos que estaban en el círculo ahora son, aunque sea por unas horas, mis mejores amigos.