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14 de julio de 2004

Que nunca me falte Josefina

Tengo por fuera de duda que escribir sobre el amor, cuando somos nosotros mismos los protagonistas, equivale a caminar sobre la cuerda floja.

Por: Germán Espinosa

Tengo por fuera de duda que escribir sobre el amor, cuando somos nosotros mismos los protagonistas, equivale a caminar sobre la cuerda floja. El ridículo nos acecha a cada lado, como un abismo sin red receptora. En uno de los más bellos libros escritos sobre el tema, Del amor de Stendhal, el escritor francés nos obliga a distinguir los amantes vulgares de los amantes superiores. Los primeros, incapaces de amar de verdad, suelen revestirse, al dirigirse a la mujer objeto de su interés, de una frialdad calculista. No brota de su boca sino aquello que conviene a sus propósitos. Los amantes superiores, en cambio, dan rienda suelta a su sinceridad y de sus labios surgen, en aquellos momentos, 'cosas del más humillante ridículo'. Haré lo posible por evitar ese abismo, pero creo bueno anticipar que, en caso de caer en él, poseo la edad suficiente para que ello no me ruborice y, en cambio, pueda excusarlo alegando la necesidad de ser sincero.
El del amor ha sido tema socorrido de la literatura, de la filosofía y de la ciencia. Nadie -creo- ha superado el último verso de la Commedia, en el que afirma Dante que mueve el sol y las estrellas. Creo que fue Henry W. Beecher el primero en intuir que puede la razón decirnos de qué modo nos impresiona el amor, mas nunca en qué consiste. En mis memorias (La verdad sea dicha), publicadas en 2003, me guarezco bajo una presunción de los esoteristas: aquella según la cual existen 'almas gemelas' que se conocieron en un plano anterior de la existencia y solo prosiguen en esta vida el amor irrevocable que se profesaron en otra. Hay una segunda posibilidad, de tono más platónico: la de una promesa realizada entre dos arquetipos, vale decir, entre dos modelos ideales, para que sus reflejos en el mundo material se busquen desesperadamente y formen la pareja perfecta. Otros teóricos hablan de la eventual separación de un ser único en dos partes, cada una de las cuales participa de un mismo espíritu, y que por tanto necesitan la proximidad. En cualquiera de estos casos, la psicología parece contentarse con hablar de dependencia, sin ver a veces que puede esta llegar a ser recíproca, lo cual la libra de toda connotación de esclavitud. Dos seres que se necesitan mutuamente no hallan servidumbre en la proximidad, sino solo una estimable cuota de bienestar.
Voy a hablar de mi matrimonio y de cierta dependencia, para emplear el lenguaje de los psicólogos, que padecemos el uno hacia el otro Josefina y yo. Hay varones que se han casado por conveniencia o por el mero deseo de crear una familia. La esposa puede, en esos casos, llegar a constituir un objeto enormemente prescindible. Mi caso (y también el de Josefina) es otro. De mí sé decir que me casé porque una fuerza misteriosa me exigía unirme a ella, al extremo de imaginar, no bien la vi por primera vez y sin conocer aún la tesis esotérica atrás esbozada, que se trataba de alguien a quien había amado ya en vidas anteriores, con quien me ligaba un tiempo mucho más anchuroso que el mero lapso de una existencia. Tal sensación ha ido haciéndose mucho más intensa en la medida en que han pasado los años. Lo curioso es que ella experimentó idéntico sentimiento y que, en nuestra vida cotidiana, este ha llegado a erigirse en un hecho axiomático.
Con el transcurso de los años (en el momento de pergeñar estas líneas llevamos treinta y nueve de casados), nuestra necesidad de cercanía se ha vuelto más imperativa. Es un hecho que cualquier separación, por fugaz que sea, puede llegar a tornársenos inquietante. En los días que corren, no acepto invitaciones si no es invitada ella asimismo, y esto se aplica sobre todo a los viajes. Una habitación de hotel sin Josefina puede llegar a convertirse en un infierno. La situación se ha ido por caminos insospechables. Un día Josefina me preguntó si el universo, los hombres, la historia y las geografías no serían una burla que algún dios guasón nos hacía. De ser así, seríamos los dos únicos seres verdaderos y lo demás una prestidigitación, una ilusión bien tramada. Me llamó la atención -porque alguna vez había sospechado lo mismo- que no se creyese ella el solo sujeto de la burla, sino que me incluyera en esa unidad. Entonces supe que también ella me consideraba inseparable de sí misma.
Hay otras circunstancias expresivas. A algunos meses de nuestro matrimonio, un sueño recurrente empezó a martirizarme. Era bastante mudable, pues solía presentarse en los escenarios más diversos e incluso en épocas diferentes. Todavía, valga la verdad, me visita de tiempo en tiempo. Su argumento es siempre el mismo, aunque con variantes que acaso intenten ser cada vez más pérfidas. En él, mientras nos ocupamos en algo banal, de pronto Josefina se ausenta bajo cualquier pretexto. Pasado un tiempo (o un lapso de eso que en los sueños suplanta al tiempo), comprendo que me va a resultar muy trabajoso reencontrarla. Emprendo entonces una búsqueda larga y repleta de angustia, me hundo en las situaciones y en los paisajes más complejos, siempre en vano. En algunas de esas ensoñaciones he llegado a verme buscándola por el estiaje mediterráneo, junto a una crecida del Nilo; por la Bagdad de los califas coreichitas, que en la vigilia no sé imaginar; por tierras de miedo y devastación; entre los médanos de desiertos desconocidos; por los laberintos de París o de Bogotá. Al cabo de peripecias inútiles, despierto con el corazón al trote y con una atroz ansiedad respiratoria.
Me ocurre también soñar (y experimento entonces una desolación incalculable) que ella ha resuelto dejarme y que se irá con un tercero a alguna bella ciudad del mundo. En ese sueño, que recurre por igual, trato de hacerme muy amigo de ese rival repentino, a veces desdibujado, para encarecerle que la trate bien y que jamás le haga daño. No me sorprendió, hace poco tiempo, descubrir que ella padece idéntica visión, en la cual soy yo quien la abandona por otra. En tales espejismos oníricos se deja barruntar una raíz no tan abscóndita: el temor a la muerte del otro, que alguna vez deberá sobrevenir en la realidad. El súbito rival del sueño no es otro, me parece, que la muerte. Varias veces nos hemos preguntado, en la vigilia, que hará el sobreviviente el día en que uno de nosotros fallezca. Tal interrogante es una llaga en pleno espíritu. Dudo mucho que el impacto de tal ocurrencia pueda llegar a ser mitigado por el tiempo. Este, que según La Bruyère, debilita el amor, en nosotros lo ha fortalecido, haciendo además que su transcurso lo colme de ansiedad. Tememos más la del otro que la propia muerte.
Un amor de tales proporciones nos ha aportado, por supuesto, la satisfacción de que nuestros hijos sean su hechura indiscutible. La rectitud, el amor al trabajo evidente en ellos, proviene de haber sido fruto de una unión amorosa y no tan solo de un matrimonio vulgar. En mi empresa literaria, mi esposa ha constituido por igual un sostén heroico. Las vicisitudes propias de mi carrera ella ha sabido asumirlas con un estoicismo admirable y generoso. Pero, insisto, la felicidad de estar juntos es alterada por la certidumbre de tener que separarnos algún día. Quizás la delicadeza de SoHo, al impulsarme a redactar estas líneas, pueda obrar en nosotros una suerte de detersión por las palabras, ayudarnos a aceptar el dictamen de los años, que necesariamente deberá distanciarnos, acaso para reunirnos de nuevo en aquella dimensión en la que una vez nos prometimos amor.