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14 de julio de 2004

Que nunca me falte mi suegra

Si un día estuvieran sentados en su oficina y al revisar el correo electrónico encontraran un mensaje de SoHo pidiéndoles un artículo se sentirían muy halagados.

Por: José Miguel Sokoloff

Si un día estuvieran sentados en su oficina y al revisar el correo electrónico encontraran un mensaje de SoHo pidiéndoles un artículo se sentirían muy halagados. Y aceptarían, como lo hice yo, sin fijarse seriamente en lo que se estaban metiendo. Mi tema es "que nunca me falte mi suegra". Un triple lío.
La primera parte del lío consiste en que si uno no puede vivir sin la suegra, debería olvidarse de la hija y dedicarse a la suegra.
La segunda es que de suegras no sabe nadie. Porque al final son mujeres, y ya sabemos que nadie entiende a las mujeres, pero las suegras son mujeres que saben mucho.
Y la tercera parte es que la mujer de uno va a ser una de las primeras en leer el artículo, y uno está escribiendo sobre su mamá (la de ella). Y todo lo que uno diga, mejor, todo lo que ella interprete, será recordado por ella para siempre y posiblemente usado en algún momento para probar algún punto en una discusión.
Así que, como verán, estoy metido en un lío. Esto va a ser como caminar sobre huevos, mil palabras caminando sobre huevos y solo llevo 191. Sin embargo, cuando uno se sienta a pensar para qué sirve una suegra, se da cuenta de que sirve para muchas cosas. A mí, una suegra me ha servido para tantas cosas, que pensándolo bien tal vez yo no puedo vivir sin suegra. He aquí algunas de las cosas para las que María Inés de Cortez, mi suegra, ha sido indispensable.
Para conocer a la futura esposa: un viejo dicho campesino dice: "La vaca por la ubre y la mujer por la mamá". Mirando a la suegra con cuidado uno alcanza a vislumbrar a su mujer dentro de veinte o treinta años. Se puede casi adivinar la posición exacta y el número de manchas y arrugas de la cara. Se puede predecir la talla, se puede oír el tono de voz y ver la forma de las manos. Pero, además, se conoce la sazón que nuestra futura mujer prefiere; el color de las sábanas y el orden en que permanecerán en los clósets; el trato que le dará al servicio y el tipo de errores que estará dispuesta a perdonar (del servicio y del marido). Viendo las fotos en los portarretratos se ve qué tan a la moda le gustará estar a nuestra prometida y con la sonrisa se ve el número y color de los dientes que podemos esperar besar en unos años. No se puede vivir sin la suegra para poder comprometerse con tranquilidad.
Para la cordura: la vida prematrimonial está llena de problemas logísticos aparentemente insuperables. Por ejemplo, el error en las invitaciones (a ver quién lo descubre), que a pesar de haberlas revisado cien veces, queda impreso, puede ser motivo de la más profunda depresión. Y llega la suegra. Y con ella la cordura. Las invitaciones se mandan con error y todo, y al final no pasa nada. O, por ejemplo, la señora contratada para hacer los pasabocas que se muere. Y con ella desaparece la receta del hojaldre y los rellenos. Luego de haber probado miles de otras alternativas los pasabocas parecen ser irremplazables (las papas bar-b-q, inaceptables). Y llega la suegra. Y con ella la hermana de la fallecida cocinera que hace mejor las empanadas, y más baratas. En fin, muchas situaciones que parecen amenazar la existencia misma del universo son reducidas a su justa dimensión por la oportuna intervención de la suegra. Para no morir en el intento de organizar un matrimonio no se puede vivir sin la suegra.
Para que la cosa dure: reconozco que no todas las suegras son iguales. Las hay desesperantes, con voces chillonas, metidas, sabiondas, demasiado metidas, mandonas y opinadoras. Las conozco también alegres, buenas anfitrionas, buenas cocineras, chistosas, puntuales e intelectuales. Pero cada mujer viene con suegra. Uno escoge a una novia y le toca una suegra. Uno le coquetea a la futura novia, y le coquetea a la futura suegra. Y a veces se levanta primero a la suegra que a la hija, sin saber si le gusta o no. Y una vez levantada la suegra, no levantarse a la hija es una vergüenza. Pero levantarse a la hija y no levantarse a la suegra es una desgracia. Porque la suegra en la oposición es feroz, destructiva, incómoda y, a veces, terrorista. Si uno quiere que la cosa dure, no puede vivir sin la suegra, y ella tiene que estar del lado de uno, nunca en contra.
Para los favores más extraños: cuando se vive como soltero por mucho tiempo uno cree que nunca va necesitar a nadie para nada. Si uno sale de viaje, cierra la casa; si tiene pintores, duerme en la sala o donde un amigo; si no hay quién riegue las plantas, se mueren (y se quedan muertas en la matera); si la plancha se daña, se compra otra eventualmente. La vida es simple. Pero una mujer lo cambia todo. Uno empieza a necesitar que le ayuden en las cosas más extrañas. Que le rieguen las plantas, que le digan dónde se consigue leña seca, que le expliquen cómo es que se hace arroz blanco, que le recomienden una señora que cose los dobladillos perfectamente, que le cuenten a uno dónde se consigue el trago más barato. No es que uno pida esos favores, es que se los hacen de todas maneras. Y empieza uno a volverse dependiente. Empieza a darse cuenta de que no se puede vivir así de bien sin la suegra.
En fin, ya voy saliendo del lío. 922 palabras a esta altura me dejan espacio para alguna frase final solamente. Yo creo que uno no necesita nada para vivir, pero creo que debe reconocer las cosas que permiten que nuestra vida sea mejor. Una buena suegra es una de esas comodidades no muy comunes, pero muy recomendable.