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14 de abril de 2003

Qué pasa cuando uno pierde la Presidencia

Por: Horacio Serpa Uribe

Con toda franqueza, antes de 1996 nunca pensé en ser Presidente. Creía que cuando terminara el gobierno del Presidente Samper, me aproximaría a la academia, escribiría, tendría mas tiempo para los míos y trabajaría en lo público sin aspiraciones personales.
Pero en política nunca se sabe. Llegaron dificultades al gobierno y a medida que crecía la crisis y yo atendía mis deberes con firme convicción, las circunstancias políticas abrieron espacios. La verdad es que fueron los contradictores del gobierno y mis críticos quienes me abrieron las puertas y la ambición. Censuraban mis actuaciones oficiales sindicándome de que estaba en campaña. "Ojo con Serpa que va a ser candidato", opinaban. "Hay que atajar a Serpa", argumentaban otros. Un buen día me metieron en la lista de las encuestas. Era lo que faltaba.
Una candidatura presidencial es un conjunto de análisis y estudios, de audacias y decisiones. Cualquiera que sea el resultado, una gran experiencia. Desde luego que, en la filosofía de nuestro gran Pambelé, es mejor ganar que perder. A mí me ha tocado perder. No es fácil, porque uno cree en la victoria y tiene la ilusión de gobernar. En mis dos oportunidades ese momento me golpeó muy fuerte. En 1998, porque esperaba ganar la segunda vuelta; en 2002, porque sabía que perdería la primera, pero tenía la esperanza de recuperarme en la segunda, que no hubo. Es muy duro perder en un momento el gran cometido de la vida. Y muy trabajoso sentarse inmediatamente a escribir un
discurso aceptando públicamente la derrota.
¿Qué se siente? Es como cuando en un cuarto iluminado apagan la luz. Queda uno en tinieblas. Llorar..., no ha sido mi caso. Indignarse..., no lo he experimentado. Pero sí sentí un enorme vacío, y tuve la sensación de que desaparecía todo de repente.
La primera vez, medio atolondrado me fui con Rosita a un coctel preparado para la victoria. Muchos amigos, grandes amigos, y al rato...., qué pocos amigos. Quedaron los íntimos, los convencidos, pero cómo desaparecen de rápido las solidaridades electorales. Por eso el año pasado, después de reconocer la victoria del doctor Uribe, les dije a Rosita, Sandra y Andrés que nos fuéramos del Centro de Convenciones. Rosita hija y Horacio José tuvieron el valor de salir con sus compañeros a "celebrar" los resultados.
Llevaba seis meses sin tomar bebidas frías, para proteger la voz, y en el apartamento pedí un whisky con hielo. Sabía cómo era la cosa, y quería estar relajado para enfrentar el momento más amargo de la derrota: la soledad del día siguiente de las elecciones.
Esa noche dormí bien, por el cansancio acumulado en todo un año de trajín. La despertada fue terrible. No tenía nada qué hacer. No sabía a dónde ir, ni con quién hablar. Ni almuerzo de trabajo, ni reuniones a la vista. La empleada de la casa hablaba en voz baja, como en los velorios, y cuando decidí salir, el portero, tan atento siempre, me respondió el saludo a regañadientes. La seguridad me la habían reducido a una sexta parte y escuché a un escolta murmurar la desgracia de haber servido en el equipo perdedor.
Empecé a preocuparme por el trato que me darían en la sede de la campaña. No había casi nadie y Flor María, experta en sobresaltos, me recibió sonriendo, aparentando que no había pasado nada. Claro, me informó que el dueño del edificio nos daba un plazo de 48 horas para desocuparlo. Pero peor fue cuando llegó el Tesorero con la noticia de que teníamos un déficit de mil millones de pesos.
De vuelta a la casa para almorzar, escuché en la radio que veinte de los más "firmes" congresistas habían decidido apoyar al triunfador, "porque la Patria está por encima de los Partidos". Y apenas era el medio día. El resto fue por el estilo: malas noticias, sobresaltos, reclamos, ausencias, incertidumbres. Y ese silencio desesperante del celular, que hasta el día anterior no dejaba de timbrar.