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10 de noviembre de 2003

Qué se siente tener senos

Versión 32A sin hijos

Por: Rocío Arias Hoffman

A Cleopatra un áspid venenoso le mordió un pecho y murió. Un golpe demoledor para el emperador Marco Antonio que se quedó sin una mujer que lo enloqueció de amor y para sus dos hijos gemelos que se quedaron sin la madre que los amamantó. El áspid dirigió su mortífera carga contra un blanco vulnerable y vital para una mujer: su pecho con el que atrae sexualmente y a la vez cría.
Ambas funciones aparecen en nuestra vida cuando dejamos de ser niñas y nos volvemos inevitable y públicamente mujeres. El mundo observa sin pudor cómo nuestro torso plano se va redondeando y con sus miradas nos dice que seremos juzgadas por nuestros pechos. Ahí comienza la ansiedad de saber cómo serán los que caprichosamente la Naturaleza destinó para ti.
Y el tamaño siempre importa. Desde las que tenemos una aceptada talla 32, como es mi caso, hasta las que descaradamente disfrutan una 38, sabemos que el tamaño sí pesa. Pesa en gramos y en impacto. Entiendo a mis amigas introvertidas de talla 30 que sufrieron una transformación digna de Clark Kent en Supermán, cuando un bisturí las llevó a los brassieres que siempre soñaron. Y no se trata exclusivamente de una decisión tomada para y por los hombres. Es de ellas. Para caminar, mirar y ser distintas porque precisamente en el tamaño del pecho se concentra su potencial sexual como mujeres. Otras mujeres, como yo, nos quedamos en nuestras tallas naturales bien por temor al quirófano, bien porque nuestras parejas adoran de tal manera nuestro tamaño que cualquier cambio podría provocar una catástrofe en ese amor talla XL, o bien porque nos sentimos lo suficientemente seductoras. En todo caso, el sueño de un par de globos aerostáticos no es patrimonio onírico y exclusivo de los hombres. Las mujeres también sabemos que unas 'buenas tetas' hacen las veces de flash deslumbrador aunque luego del fogonazo puede no quedar nada más que oscuridad.
Dicen que la forma hemisférica de los pechos no responde a su función maternal sino a su contenido sexual; que su redondez y firmeza equivalen, en las mentes de los hombres, a salud y fertilidad y que los pechos pasan por ocho momentos distintos a medida que pasan los años. Es decir, toda la vida de una mujer transcurre en sus senos. Cuando despuntan por primera vez queremos esconderlos, cuando crecen nos atrevemos a compararlos con las amigas, cuando estrenan su forma final los desvestimos y entregamos cada vez que podemos y cuando asumen la lactancia se convierten en la verdadera prueba de que el mundo se alimenta en ellos para continuar su movimiento de rotación.
La mayor prueba de sacrificio de una mujer respecto a su cuerpo es, sin duda, renunciar al pecho. Bien sea por motivos mitológico-bélicos como las amazonas que se cortaban el seno derecho para disparar mejor sus flechas. O 'mal sea' porque el cáncer de mama se apoderó de ellos. No es casualidad que travestis, drag queens y transformistas tengan en las prótesis de senos su mayor tesoro. Con ellas se ven, sienten, juegan o quieren ser mujeres. Sin ellas son solo hombres.
No en vano las mujeres tenemos a la mano todo tipo de brassieres para compensar la falta de senos. Rellenos de gel, silicona o almohadillas. Fabulosos wonder-bra que solo les quedan perfectos a las niñas de Victoria's Secret o modelos carísimos que consiguen disimular el tamaño con su diseño superchic. Las mujeres talla-discreta como yo, aunque no pretendemos ser ninguna Victoria de Samotracia con sus pechos increíbles, confiamos, sin embargo, en seducir vestidas y provocar desmayos desnudas. Igual intención que la de las mujeres de talla-impactante, que deben soportar el peso y ciertas incomodidades a la hora de correr, dormir y saltar pero que definitivamente nublan la vista de quienes las persiguen con sus ojos.
Y en esa persecución estamos incluidas las mujeres. No nos digamos mentiras. Cuando aparece una mujer de esas que se pueden permitir el lujo de un escote tipo 'últimas letras del abecedario' (léase U, V, W, Y), uno de esos escotes que muestran, aprietan y suben los senos, los ojos de todos y de todas se pierden por ese canal que queda en la mitad y desemboca en un lugar donde seguramente no hay oxígeno. Nosotras también nos miramos, aunque a diferencia de los hombres no es por deseo sexual, sino porque constatamos que la vida está hecha de momentos increíbles y descomunales.
Existe un orgasmo único cuyo epicentro está situado en los pechos. Eso se descubre después de conocer el que ocurre mucho más abajo. Solo entonces te das cuenta de lo que una boca hábil y sexual puede llegar a provocar con solo acercarse y rozar apenas el vértice de un seno. Es un placer enloquecedor y furioso que no necesita penetrar ninguna profundidad. Es una tormenta bravísima que se desencadena como todos los huracanes, con solo un soplo. Los pechos sienten el latigazo que se aproxima y se endurecen para resistir el envión. Por supuesto acaban arrollados, totalmente mojados y deseosos de ser engullidos por el torbellino de una lengua que afortunadamente no se repliega.
Con multitud de sinónimos nos referimos a esas dos protuberancias que surgieron en algún momento de la cadena de la evolución de las mujeres para diferenciarnos radicalmente del resto de las hembras. Pechos, tetas, senos, kikas, puchecas, marías y palabras relacionadas con toda clase de frutas forman parte del arsenal verbal, más o menos vulgar, con el que mujeres y hombres descargamos el contenido erótico/maternal que nos sugieren esas formas redondeadas, ultrasensibles y veneradas. Tantos nombres como la imaginación sea capaz de añadir a unas formaciones que son fetiche, arma de seducción, consuelo, frustración, escudo, señuelo, bandera y tropa de infantería de una batalla que lidiamos desde hace siglos las mujeres.