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12 de diciembre de 2011

Testimonios

El restaurante clandestino

Entramos y preguntamos por una reserva a lo que ella insistió en que no aceptaban estas peticiones para la ropa. Le dijimos que era para el restaurante y después de un rato de insistir que estaba a nombre mío nos pidió que nos acercáramos a una cortina de tiras pegada a un muro. Nos indicó que introdujéramos una clave en un teclado y se abrió la pared como una biblioteca movediza.

Por: Por Andrea Feldman

Una amiga, en quien confío ciegamente, me recomendó ir a la Tintorería Dontell, en Barcelona. Como su nombre lo indica, Dontell hace alusión a ‘Don’t tell’ en inglés y es un restaurante clandestino que hace parte de una nueva movida gastronómica que cada día cobra más fuerza.

Lo primero que hice fue llamar a hacer la reserva. Al comienzo no me dijeron que era un restaurante, más bien me insistieron que les dijera cuánta ropa iba a llevar y si me interesaba hacer uso de alguna de sus promociones para dama o caballero. Ante mi insistencia de apartar una mesa para comer para cuatro personas, accedieron y me hicieron la reserva para las nueve de la noche. Luego entendí que era todo un protocolo propio de estos lugares que buscan generar expectativa por su condición de clandestinidad. El voz a voz es su gran publicidad a falta de una fachada convencional.

El restaurante queda en una calle cualquiera del centro de Barcelona. Al lado hay un abasto y una droguería. Tiene una vitrina donde se ven ganchos, ropa, detergente, un calentador, un computador y una niña recibiendo ropa. Entramos y preguntamos por una reserva a lo que ella insistió en que no aceptaban estas peticiones para la ropa. Le dijimos que era para el restaurante y después de un rato de insistir que estaba a nombre mío nos pidió que nos acercáramos a una cortina de tiras pegada a un muro. Nos indicó que introdujéramos una clave en un teclado y se abrió la pared como una biblioteca movediza.

Lo primero que vimos fue un salón con luces rosadas, muebles morados y dorados y un candelabro. Seguimos hacia adentro y se abrió un espacio gigantesco, como para unas ochenta personas, con muebles plateados, bombillos gigantes y tiras colgantes. Desde donde nos sentamos podíamos ver la cocina en acción y más que eso, podíamos ver el ego del chef principal, que sacaba platos llenos de espumas y aceites. La gente que nos rodeaba superaba nuestro promedio de edad —estimo 40 años o más— y la mezcla de comensales incluía en su mayoría españoles aunque también un par de turistas. La ambientación sonora la encabezaba el silencio, pues como buen lugar oculto, la música no era una opción.

Nos sentamos y nos ofrecieron pan de cebolla o de cerezas, el de cebolla era perfecto. Nos dieron cuanto pan quisimos. Los meseros tenían la arrogancia propia de un lugar clandestino, todos con cejas depiladas, zapatos puntiagudos y uniformes pegados. Siempre estaban hablando por teléfono, así que hacer la orden se demoró lo mismo que esperar un domicilio en Bogotá un viernes al mediodía con lluvia. Ellos solo hablaban en catalán.
Después de pedirles que por favor nos hablaran en español y de soportar la mirada que nos dieron, pedimos de entrada un tartare de tomate (dígase un puré) con espuma de mozzarella y un ceviche de pescado con espuma de leche de coco. Todas las espumas sabían a crema de afeitar. Para cerrar la etapa de entradas nos dieron un vasito con crema fría de calabacín, aunque siendo de Bogotá, creo que las cremas deben ser calientes o si no saben a jugo de curuba en leche tibia.

Llegó la hora de los platos fuertes, unos de la carta del día y otros del menú que están “cambiando”, lo que quería decir que la mitad de las opciones no estaban disponibles. Finalmente tuvimos lomo, pescado ahumado, pescado fresco con mariscos y arroz caldoso con verduras. En algún momento se me ocurrió la brillante idea de pedir un plato adicional, lo que le causó a la mesera mucho estrés; suspiró, y me explicó que las cenas tienen un orden y que no puedo esperar comer bien si se piden a destiempo. Yo quería mi arroz y asumí el riesgo de acabar con el ritmo perfecto de la comida. La calidad y porciones de los platos estaban bien, la mayoría de comensales salieron gratamente satisfechos con sus comidas después de pagar 40 euros en promedio por persona.

Ya para entonces era alrededor de las doce de la noche, el restaurante estaba lleno y el chef de la cocina seguía despachando sus platos con espuma tipo Gillete. Pedimos un postre de chocolate con canela y un café, la mesera estuvo de acuerdo, ya que ese pedido sí iba con el orden lógico de la cena. Cuando el mesero colgó el celular, pedimos la cuenta y pagamos. Me encantaron la entrada, la experiencia y los meseros.

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