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13 de septiembre de 2001

Testimonios

La otra cara de la moneda

Salomón Kalmanovitz no sólo vive entre cifras económicas. Detrás del codirector del Banco de la República se encuentra el amante del rock y el deportista que alguna vez fue.

Por: Eduardo Arias

Hace 15 años lo tachaban de marxista. Hoy lo acusan de neoliberal. Alto, de mirada muy seria, su timidez lo hace pasar a primera vista por aburrido, inmamable… y, sin embargo, detrás de su pinta y su hoja de vida que lo acredita como economista, historiador, autor de varios libros, antiguo militante trotskista y codirector del Banco de la República, Salomón Kalmanovitz esconde un humor cáustico que le encanta repartir a cuentagotas a diestra y siniestra, y una pasión por el rock que adquirió de joven en los años 60, impensable en un intelectual de izquierda de aquellos tiempos.

¿Cómo fue su infancia en Barranquilla?
Bastante encerrado y sobreprotegido en la comunidad judía pero muy curioso y con muchas ganas de aventurarme en el ancho mundo. En quinto elemental me transferí del Colegio Hebreo al Colegio Americano donde experimenté un choque fuerte con muchachos que se expresaban en un lenguaje durísimo y donde había que irse a los puños con alguna frecuencia. Me sentía débil y distinto pero fui aprendiendo a expresarme también soezmente, y a hacer ejercicios y practicar deportes que me ayudaron a resistir mejor a los demás.

¿Deportista usted? Esa sí es una revelación. ¿Cuáles deportes practicó? ¿Ajedrez?
Era pívot de un equipo de básquet que fue subcampeón del Atlántico, era pitcher y cuarto bate del equipo de baseball de quinto bachillerato que ganó el campeonato intercursos de 1959, quedé de séptimo en un departamental de ping–pong, fui preseleccionado al equipo de natación del departamento pero me retiré, hice boxeo hasta que me dislocaron el tabique.
Se presume que la gente de la Costa es muy extrovertida. Sin embargo, usted es un caso aparte, muy tímido y callado.
Hay un modelo de costeño introvertido que toma distancia de la locuacidad de sus interlocutores que se acercan demasiado a la cara.

Pero son minoría. ¿Cómo hizo para defenderse de los locuaces?
Como fui un lector temprano, eso me dio cierto poder dentro de los grupos de muchachos. Rumiaba mucho lo que iba a decir y cuando lo tenía listo ya la conversación había cambiado de rumbo, pero a veces soltaba un sarcasmo que causaba risas. En clase me especialicé en hacer apuntes que llegaban hasta la primera fila pero no alcanzaba a oír el profesor. En alguno de mis grupos de amigos me pusieron el sobrenombre de ‘Cicuta’. Una combinación de saber, poder y humor.

¿Qué lo llevó a cambiar el ping–pong y el boxeo, por la Izquierda?
Me fui a Bucaramanga a la UIS a estudiar Ingeniería y allí me atrajo mucho la Izquierda, pero no me atreví a militar en ella. A raíz de los conflictos estudiantiles mi familia aceptó por fin enviarme a estudiar a Estados Unidos entre 1963 y 1970…

Y entonces descubrió el rock. ¿Cómo fue eso?
Estaba en Boston en el verano de 1963 y no me acuerdo cómo llegué, pero estaba en el Parque de los Comunes en un concierto gratuito de Bob Dylan y Joan Báez. En ese entonces, la canción popular folclórica norteamericana estaba siendo reelaborada por los músicos que simpatizaban con el incipiente movimiento contra la guerra en Vietnam. Dylan después desacró el folclor cuando optó por la guitarra eléctrica y el rock.
En los 60, Marx y rock era una mezcla inimaginable para un aspirante a intelectual, al menos en América Latina …
El rock yo lo entiendo como un movimiento contestatario, liberador en las costumbres y en la política. En la cultura popular anglosajona Marx y el rock van juntos con alguna frecuencia, por lo menos en alguna fase de los Rolling Stones o toda la carrera de The Clash o en el marxismo católico de Bono de U2.

De esto se presume que usted, a diferencia del ‘sesenteño’ típico, no ha caído en el cliché de decir “yo me quedé en los Beatles” y renegar de las décadas posteriores. ¿Qué le gusta de la música posterior a Woodstock?
Bueno, siempre me atrajo el ritmo y el síncopa del rock. Preferí a los Rolling frente a Los Beatles, conociendo las fuentes más auténticas que los alimentaron. Me gustó Led Zepelin y el inicio del heavy metal pero no su desarrollo. Creía también en que el mensaje importaba, así que me gustó el punk y más recientemente el grunge de Nirvana, Radiohead, o sea, ciertas declaraciones y expresiones sensibles que tienen los nuevos músicos. Quizá me inclino por el mensaje depresivo de estas dos últimas corrientes.
Su hijo Pablo fue baterista de 1280 Almas y Manuel tocó los teclados con Malas Amistades.

¿ De alguna manera ellos hicieron realidad un sueño de su juventud?
Yo soy demasiado ansioso como para ser buen músico y nunca me atreví a participar en un colectivo musical. Les di a mis hijos una educación en los clásicos del rock. Manuel se dormía con la música de Neil Young. Sylvia Duzán la complementó con estas corrientes más contemporáneas y me obligó a escucharlas y a entenderlas un poco. Yo les envidio la oportunidad que tuvieron de meterse a armar grupos de rock y sí es una realización indirecta de mis aspiraciones a la libertad personal.

Como padre de hijos rockeros colombianos, ¿cómo ve el rock nacional?
Fue muy difícil que emergiera pero hoy hay cientos de grupos pero sólo unos pocos se profesionalizan y conquistan el MTV en español. Creo que Kraken es un grupo de heavy metal de muy buena calidad. Me gustaba más Andrea Echeverry en Delia y los Aminoácidos y a Héctor Buitrago con La Pestilencia que con Aterciopelados, aunque me parece atractivo que expresen en forma ligera la vida cotidiana nacional y cierta alienación que sentimos muchos.

¿Cómo ve a 1280 Almas?
Las Almas estaban de terceros y no lograron entrar al ruedo continental. Y si no es así es imposible que se profesionalicen.

¿Le gusta el modelo de ‘rock comprometido con la realidad’ de Juanes?
Yo creo que el ritmo de Juanes es demasiado lento para poder ser catalogado como rock. Son baladas bastante abstractas, apoyadas en los ritmos locales pero no encuentro que logre una fusión interesante.

¿Qué opina de su coterránea Shakira?
A mi me gustó mucho Ojos así, en que fusionó ritmos árabes con música del trópico, rap a un ritmo acelerado. Era una expresión suya, de sus raíces combinadas con su situación y su arte. Es muy talentosa pero no creo que sea siempre una expresión intensa, independiente que manifieste una problemática. Me parece que tiene unos productores comerciales que la dirigen a que conquiste la franja juvenil.
Además de la afición por la música, ¿sintió alguna afinidad con la sicodelia y el hippismo? ¿Participó de alguna manera de estos movimientos?
Estaba demasiado ‘comprometido’ con el marxismo para ser un joven–flor pero me atraían los hippies porque practicaban el amor libre, rechazaban el consumismo, eran ascetas con el alcohol y las anfetaminas, tenían una imaginación magnificada por el ácido aunque los adormilaba la marihuana. Los mataba la ligereza y la naivité, o sea, la total falta de malicia.

¿Cuándo nació el militante político?
Hice mi posgrado en Economía en Nueva York y allí entré en contacto con muchos grupúsculos radicales.
Perdí el miedo a militar. Fui activista con un grupo de colombianos camilistas que sacábamos La Gaceta Chibcha. También trabajé con miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática (SDS), la corriente principal del movimiento pacifista, en un periódico que se llamaba Granpa, y con unos amigos maoístas. Mi experiencia había sido espectacular: dejar a Estados Unidos en 1970 con un movimiento pacifista que había visto comenzar y terminar con manifestaciones de millones de personas que contribuyó a que ese país abandonara su guerra contra Vietnam.

En Bogotá, ¿con cuál corriente se identificó?
Cuando llegué a Colombia en 1970 el grupo que me pareció más reflexivo y que se apoyaba más en las ciencias sociales eran los troskos. Milité ocho años con ellos en una evolución muy dispareja para sentir el colapso de esos movimientos y lo que percibí como la corrupción de la política. Eso fue muy deprimente y me dejó como intelectual aislado, aunque me había fijado metas muy ambiciosas de escribir sobre la historia y la economía del país que después concreté.

¿Cómo ve a los estudiantes de hoy de la Nacional?
Los veo como una élite que viene de los buenos colegios públicos y de algunos privados del sur y el occidente de Bogotá. Ya casi no hay colonias de estudiantes de otras regiones. Son muchachos muy curiosos, se sienten discriminados y quieren progresar trabajando duro. Creo que los estudiantes absorben mejor las ciencias sociales que antes, se han modernizado las visiones e incluso están dispuestos a aprender inglés lo que antes era tabú. Pero en la institución prolifera el democraterismo, no es muy cosmopolita, de nuevo por aferrarse al nacionalismo y se ha reducido el nivel de exigencia. Es una atmósfera muy gremialista y un poco paranoica.
No es un comentario muy amable para alguien tan de la Nacional como usted…
Mucha gente cree que soy de la Nacional porque enseñé durante muchos años en ella pero aclaro que no estudié allí, afortunadamente.

¿Le iba mejor con las mujeres cuando tenía fama de izquierdista o ahora que lo tachan de neoliberal?
Me iba mejor cuando era joven.
La carreta izquierdista, el humor ácido, una timidez bien administrada… ¿Cuál de estas tácticas le funcionó mejor para conquistar a las mujeres? ¿O lo suyo fue una combinación de las formas de lucha?
En Estados Unidos funcionaba ser latino oprimido dentro de un movimiento dominado por el altruismo; por lo general era pasivo y esperaba señales claras antes de proceder, así que fui más conquistado que conquistador.

¿Qué tan rumbero ha sido usted?
Todavía me gusta bailar salsa y no puedo creer que a las salsotecas sólo vayan personas mayores de 50. Entiendo que es un mundo que se acabó, que los jóvenes ahora no bailan en pareja porque están menos reprimidos de lo que estuvimos nosotros.

Además la salsa que les ha tocado a los jóvenes de hoy es bastante alejada de la salsa brava de los 60 y 70... ¿lo emocionan los nuevos soneros?
Ya no le pongo mucha atención pero no he vuelto a experimentar nada como Richy Ray y Bobby Cruz de hace 20 años. Joe Arroyo me parece una figura cumbre, mucho más internacional de lo que se piensa acá. Me gustaba Fruko y sus Tesos pero no sé qué se hicieron.

Usted, que tenía fama de izquierdista, ahora lo tachan de neoliberal.
Yo quisiera que me llamaran liberal que es una corriente que no tuvo un desarrollo profundo en el país. El marxismo es un hijo bastardo del liberalismo y yo he vuelto a su matriz. El partido liberal colombiano es corporativo y clientelista, habiéndose olvidado de la defensa de los derechos básicos del individuo, como a la igualdad jurídica y al control de su cuerpo. Desconoce además la tributación con representación, la limitación del poder del Estado, la limitación de la acción colectiva de gremios y sindicatos y tantos otros temas de la filosofía política liberal. El neoliberalismo se define como reducción de impuestos y de la actividad estatal. Yo he sido defensor de impuestos más altos, más justos y de un Estado que universalice la educación y la salud. Eso requiere de política limpia y del desarrollo de avenidas de representación mejores que las actuales por lo cual me he identificado con Mockus desde cuando era vicerrector académico de la Nacional. Yo he querido aclarar esa diferencia en el debate público pero no ha sido fácil, dada su polarización.

¿Por qué le dio ahora por polemizar con Antonio Caballero?
Porque Caballero degrada el debate público. Insulta y acusa sin fundamento, confundiendo todos los temas que trata porque no los investiga. Me di cuenta de que tenía una concepción tan antiliberal como la de los conservadores del siglo XIX e hice una asociación entre el antiliberalismo feudal bien primario y el izquierdista. Si uno tiene una audiencia tiene el deber, creo yo, de proveerla con buena información, con argumentos racionales que contribuyan a mejorar el debate y las políticas públicas. Pero Caballero es el conductor de unos comentaristas truculentos que son viciosamente críticos y autodestructivos, que motivan el resentimiento y de nuevo oscurecen los temas que tratan.

¿Se siente a gusto en un cargo que implica de cierta manera adoptar actitudes un tanto solemnes?
El banco ha significado un enfrentamiento con un equipo técnico de alta calidad que me ha hecho repensar toda mi formación y evolución anteriores. Es como haber hecho un segundo doctorado en áreas que antes me interesaron pero que no llegué a manejar con proficiencia. Ahora me tocó absorber el estado del arte del manejo de la moneda. Y también meterme en nuevos temas como el de las instituciones y la ley que me han provisto de nuevas visiones para encarar mi proyecto siempre en marcha y revisión de historia de Colombia. El Banco de la República a veces se ve como una institución abstracta y autista, muy monetarista, pero en cierto momento en la Junta Directiva de siete estábamos cinco autores de trabajos de historia económica nacional. Yo he tratado de no cambiar mi vida anterior, vivo todavía en el Centro, mantengo una vida social austera y todavía me siento más a gusto con mis amigos académicos.

¿De qué se arrepiente ?
De haberme dejado llevar demasiado por esas ondas históricas de las que le hablé, de haber aceptado sin notarlo ciertos consensos de la izquierda, incluso trabajar para perpetuarlos con una mejor argumentación. Admiro mucho a Isaías Berlín que no se dejó llevar por el tropel de los 60 y me alegro de haberme zafado de Sartre cuando pretendió hacer economía política

¿Qué echa de menos de su pasado?
La despreocupación, la mayor libertad de escribir y opinar, un contacto mayor con los jóvenes que hace que uno envejezca menos.

SYLVIA Y SALO
“En 1983 tenía una columna económica en la revista Semana. Un día fui a entregar mi columna y en el escritorio de Sylvia , bajo el vidrio, había una foto mía que me turbó tanto como a ella.
Una amiga común nos reunió para ir al cine. Vimos La ciudad de las mujeres, de Fellini. A la venida, Sylvia se sentó a mi lado. Fuimos a tomar un café y yo le comentaba cómo este hombre sádico de la película mantenía a su madre en un pedestal y la adoraba, que las madres sobreprotectoras volvían machistas a sus hijos, mientras ella me miraba con ojos enternecidos. Comenzó entonces un romance. Yo le llevaba 17 años y le advertía que la iba a dejar viuda.

Sylvia era desordenada, libre y comunicativa. Yo lo era mucho menos. Ella me prestó su espontaneidad y yo mi orden. Gente que quería hablar conmigo y que se intimidaba por mi coraza hablaba con ella primero y entonces yo podía sonreírles y hablarles. Trabajamos juntos en aventuras periodísticas y editoriales, nos entendíamos y complementábamos. Ella se venía creciendo, logrando un público y yo me consolidaba también en mi campo. Era como vivir una segunda oportunidad de éxitos, ascenso, vida social intensa con personas tan jóvenes e inquietas como ella. Su asesinato por paramilitares en Cimitarra, Santander, en febrero de 1990 liquidó esa vida. La mía continúa triste, como la del resto del país”.

“Mi esposa era desordenada, libre y comunicativa. Yo lo era mucho menos. Ella me prestó su espontaneidad y yo mi orden.”

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