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10 de enero de 2007

Seguimiento a un refugiado liberiano

Martín Caparrós escribe para SoHo su segundo reportaje sobre el drama de los refugiados en el mundo. Esta vez nos trae la historia de un hombre que ha sobrevivido a Liberia, uno de los países africanos más conflictivos.

Por: Martín Caparrós - Edición: 81
| Foto: Martín Caparrós - Edición: 81


—¿Y cómo eran las cosas antes de ese día?

—No sé, eran tan… normales. Sí, eran normales. Teníamos todo lo que queríamos, teníamos agua, luz, comida: yo no andaba todo el tiempo pensando cómo conseguir algo para comer. En esa época todo era perfecto. Y yo tenía un sueño, esas cosas de chicos: quería ser presidente de Liberia.

En aquellos tiempos Richard Allen tenía ocho años y todo era normal y todo era perfecto: su padre, el pastor Theophilus D. Allen, dirigía la escuela bautista donde él estudiaba; en su casa había una familia, libros, un futuro, cierta paz —aunque él no supusiera que la paz era algo extraordinario. Hasta ese día en que, de pronto, todo fue distinto. Richard ya había visto en la televisión que algo raro pasaba: los noticieros hablaban de unos rebeldes que mataban gente, se comían su carne, se bebían su sangre.

—Yo no entendía, creía que estaban hablando de algún tipo de animal…

Para Richard esos "rebeldes" eran algo lejano, del mundo de la tele, hasta ese día en que su padre le dijo que eran hombres y que estaban muy cerca de Monrovia y que tenían que irse al pueblo de la abuela. Ese día de 1989 todo dejaría de ser normal, de una vez y para siempre —para Richard y para otros tres millones y medio de liberianos. Liberia, en la costa occidental africana, es la república más antigua y una de las más pequeñas del continente: cien mil kilómetros cuadrados, hierro, oro, diamantes, madera, muy poca agricultura.

Liberia fue extraña ya desde el principio. La fundó, hacia 1830, un grupo de ex esclavos negros norteamericanos con el apoyo de antiesclavistas blancos norteamericanos —que seguramente querían sacárselos de encima. Ellos les dieron plata y apoyo para que volvieran a sus raíces africanas y establecieran allí su propio espacio; por eso lo llamaron Liberia —la tierra de los libres— y a su capital Monrovia —en agradecimiento al presidente Monroe. Pero, a poco de llegar, empezaron a usar el trabajo semiesclavo de los negros locales y, durante siglo y medio, nadie que no fuera descendiente de ellos fue rico ni poderoso, ni presidente en el país. De cómo reproducir —perfectamente, en beneficio propio— lo que decían que odiaban.

Al principio, la vida en el pueblito fue agradable: Richard y sus hermanos podían jugar juntos, no tenían que ir a la escuela, papá y mamá estaban con ellos —y la abuela, que Richard quería tanto. Pero una mañana oyeron tiros. El pastor Theophilus les dijo que se metieran en la casa y cerró puertas y ventanas; pocos minutos después unos soldados los regaban a balazos. Todos se escondieron debajo de las camas. En un momento una hermanita de tres años se levantó y quiso caminar; el padre saltó para agarrarla y cada uno se llevó una bala. Los atacantes eran rebeldes de la etnia krahn y buscaban gente Gio para matar; los Allen se salvaron porque un vecino krahn que había ido a visitarlos empezó a gritar en su dialecto y el ataque paró. Padre e hija se pasaron unos días en el hospital; cuando salieron, el pastor decidió que Liberia ya no era segura: la familia se escaparía a Sierra Leona.

No era fácil. Richard recuerda que caminaron mucho tiempo, se subieron a un bote, navegaron horas por un lago y después, del otro lado, poco antes de la frontera, se encontraron con un destacamento de rebeldes que bloqueaba el camino. Los combatientes separaban a los muchachos de más de diez años para incorporarlos a su ejército: si no querían pelear con ellos, los mataban. El resto de los civiles tenía que formarse en dos grupos: los hombres de un lado, las mujeres y los chicos del otro.

—Unos rebeldes se pusieron a apostar de qué sexo sería el bebé de una chica embarazada. Se reían, unos decían que macho, otros que hembra. Al final la abrieron con un cuchillo, le sacaron el feto, vieron que era un nene. Los que habían ganado festejaron a los tiros, le cortaron la cabeza, la pusieron sobre el techo de su camioneta. Yo lloraba, lloraba.

Las guerras civiles de Liberia duraron catorce años, desde la entrada en acción del ejército de Charles Taylor en 1989 hasta su caída definitiva en 2003. Fueron diversos episodios, interrumpidos por negociaciones y paces efímeras —los liberianos las llaman World War 1, 2 y 3—, que mataron un cuarto de millón de personas. Muchos combatientes eran adolescentes alcoholizados o drogados; sus jefes y sus brujos los convencían de que nadie podría matarlos si bebían sangre humana o comían carne de una virgen —y ellos lo hacían. Aquella tarde, en el retén, había muertos colgados de los árboles que chorreaban sangre en baldes —y los soldados la bebían. Aquella tarde, en el retén, unos soldados quisieron poner a la hermana menor de Richard, de cuatro meses, en un mortero y deshacerla a golpes. Su abuela la aferró, no la soltaba: un soldado le atravesó el pecho de una puñalada.

—Después la acuchillaron docenas de veces, por todo el cuerpo. Mi padre miraba y no podía hacer nada, si se movía lo mataban a él. Agarraron a mi abuelita y la arrastraron por todos lados y se peleaban por comérsela. Cruda, se la comían. ¡Cruda, por Dios! Si en ese momento hubiera podido, les habría hecho las peores cosas.

Los Allen salvaron sus vidas porque un rebelde reconoció al pastor y los dejó seguir. Después cruzaron la frontera y caminaron varios días por la selva hasta un galpón donde se hacinaban cientos de refugiados liberianos. Allí pasaron semanas, y no era mucho mejor: los chicos se morían de hambre o mordidos por las serpientes o cazados por los animales salvajes o las enfermedades. Hasta que llegó una misión de la ONU, que los llevó a un lugar un poco más protegido y los ayudó a construirse sus propios ranchos: no siempre había comida, pero al menos tenían un cobijo. Una noche, desde el otro lado de la frontera, llegaron los rebeldes: agarraban a los hombres y les preguntaban si preferían mangas largas o mangas cortas. Al que decía mangas largas le cortaban el brazo a la altura de la muñeca; al que decía mangas cortas, a la altura del hombro. A algunos les daban la opción de pantalones cortos o pantalones largos —o del celular: les cortaban los tres dedos del medio de una mano, así les quedaban el pulgar y el meñique, que imitan a un teléfono. Hay momentos en que la modernidad y la salvajería se mezclan sin piedad. Al que no quería elegir lo mataban sin más. Algunos dicen que era por piedad. Que matarlos habría sido más fácil: que los "rebeldes" querían estar seguros de que todos esos hombres no pelearían contra ellos y que para eso lo más fácil era matarlos y que cortarles un brazo, una pierna, los tres dedos del medio era piedad —una forma de dejarles la vida. A veces —muchas veces—, aprender ciertas cosas es entender que uno no entiende nada.

La familia volvió a huir —a un pueblo cercano primero; a Freetown, la capital de Sierra Leona, después. De esos años sin escuela ni juegos, Richard solo recuerda la lucha por la supervivencia: por comer. En 1992 la guerra se calmó: los Allen volvieron a Monrovia. Richard ya tenía once años y tuvo problemas en la escuela: los recuerdos lo acechaban, no conseguía adaptarse. Después sí, y fueron años relativamente tranquilos: la pesadilla parecía terminada. Hasta que, en 1997, tras las elecciones que ganó el ex rebelde Taylor, la violencia volvió. El pastor Allen tenía el mismo apellido que el secretario general del partido en el poder: aunque no eran parientes, su nombre lo convertía en blanco de los nuevos rebeldes. La familia empezó a esconderse en casas de amigos y familiares. En esos días, el pastor fue invitado, gracias a sus contactos bautistas, a una convención en los Estados Unidos, y consiguió escapar. Para ese entonces, los mandos del gobierno de Taylor tenían captura recomendada fuera de Liberia, y la confusión del apellido seguía en pie: la señora Winnifred y sus cinco hijos solo pudieron cruzar la frontera de Costa de Marfil con documentos falsos.

Allí se instalaron en un campo de refugiados de la ONU. Richard iba a la escuela, trataba de terminar el secundario. El padre les mandaba algún dinero; la madre, para completarlo, vendía panes y dulces en el mercado. Pero en el año 2000 la violencia se desató en Costa de Marfil, y Liberia parecía menos grave: los Allen se volvieron. En Monrovia, los tres hermanos mayores consiguieron entrar a una de las mejores escuelas —donde iban también las hijas del presidente Taylor. Una mañana, ya en 2002, Richard vio cómo un pelotón de soldados se llevaba, muy amable, a las chicas Taylor: algo debía estar pasando. Reunió a sus hermanos y se volvieron a su casa; esa tarde volvió a estallar la violencia en la ciudad, y la señora Winnifred decidió llevarse toda la prole a Ghana. En esos años, más de ochocientas mil personas dejaron sus hogares: medio millón se desplazó dentro del país; el resto, uno de cada diez liberianos, a los países vecinos.

En Ghana, los Allen se instalaron en otro campo de refugiados —repleto, maloliente. Pero Richard pudo por fin terminar la escuela secundaria y se anotó en un curso terciario de computación y formó, con algunos compatriotas, un grupo de jóvenes que juntaba dinero para pagar los estudios de los más pobres del campo y organizar encuentros, discusiones, campañas contra el sida.

—Otra gran decepción vino cuando mi familia se fue a los Estados Unidos, en el 2003. Mi papá ya había conseguido el asilo, y en ese momento se lo pudo extender a mi mamá y a mis cuatro hermanos. Pero a mí no me lo quisieron dar. Dijeron que ya había pasado la edad y no hubo manera. Si incluso después mi papá me consiguió una beca y me rechazaron la visa de estudiante… Yo no entiendo, mi familia está toda allá, hace más de tres años que no puedo verla. Yo ya no sé qué hacer.

En Ghana no conseguía trabajo ni papeles: tenía la sensación de estar desperdiciando su vida, y le habían dicho que su país mejoraba: Richard Allen volvió una vez más a Liberia en septiembre de 2005. Es cierto que Liberia está tratando de recuperarse. El año pasado eligió la primera presidenta mujer de África, y muchos están esperanzados. El país, mientras tanto, sigue sin tener agua corriente ni electricidad, su ejército ha sido disuelto, su economía está destruida y solo el veinte por ciento de su población tiene trabajo. La pobreza es extrema.

—Algunos de mis amigos en Ghana me decían que cómo me volvía, que no iba a poder hacer nada, que no le creyera a este gobierno porque los políticos son todos corruptos, ya sabemos. Es tan frustrante ver cómo les consiguen empleos y plata a sus familiares y uno por no ser pariente no tiene nada.

Ahora Richard Allen vive solo en la casa de su familia, en los alrededores de Monrovia, y trabaja salteado como programador para una compañía de Internet —que no siempre le paga. Quiere seguir estudiando —insiste mucho en que quiere seguir estudiando— pero no tiene dónde. A veces piensa que quizás deba irse para terminar de formarse, pero que si lo hace será para volver a su país.

—¿Todavía sientes que este es tu hogar, después de todo lo que pasó?

—Algunas veces me pregunto qué estoy haciendo acá, pero tengo que seguir tratando. Tengo que pensar en positivo, aunque no siempre es fácil. La última vez que me fui pensé que ya no iba a volver más, estaba harto. Pero después empiezas a extrañar a tu país, tu idioma, quieres tener un lugar donde conozcas a la gente y puedas hacer algo en la vida, y eso es muy difícil si no estás en tu país. Yo me volví para empezar a trabajar, a ser un hombre.

En los dos últimos años, unos cien mil exiliados de guerra han vuelto a Liberia. Pero muchos más no. Los mejores amigos de Richard se quedaron en Ghana: varios sufrieron la muerte de toda su familia. Richard discutió mucho con uno que decía que nunca volvería porque si viese a la gente que mató a sus padres los mataría, y no quiere hacer eso.

—Yo creo que tenemos que empezar a perdonarnos, a reconciliarnos. Si yo llegara a ver a los tipos que mataron a mi abuelita no los mataría, les diría que los perdono y entonces ellos entenderían y dirían ah, nunca más voy a hacer algo así.

Ahora Richard tiene veinticuatro años, y dice que todavía no quiere pensar en casarse porque no podría mantener a una familia, pero sigue guardando su sueño.

—¿Realmente sigues pensando en ser presidente de Liberia?

—Sí, claro. Todavía rezo por eso. Yo quiero mucho a mi país y quiero verlo mejor.

Dice, y se ríe. Richard tiene la sonrisa amable pero los ojos tristes, una barbita rala, una camisa a cuadros: aspecto bien cuidado.

—¿Pero de verdad crees que podrías ser presidente?

—Sí. Si tengo la oportunidad, sí. Nuestra presidenta pasó por cosas muy duras, así que por qué no yo. Si trabajo lo suficiente, por qué no. Y tendría un mensaje para todos: miren, yo sé lo que es tener hambre, no tener trabajo, dormir en la calle, ver cómo matan a tus parientes. Si yo, que pasé por todo lo que pasé, ahora soy el presidente, eso quiere decir que ustedes pueden, ustedes también pueden.

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