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19 de junio de 2007

Testimonios

Colombia vista por un venezolano

El escritor venezolano Sinar Alvarado quiso poner a Colombia en su sitio y se adelantó a la hecatombe que, según él, le espera al país. Tome aire porque aquí no se salva nadie.

Por: Sinar Alvarado
| Foto: Sinar Alvarado

 
De tu cese, Colombia, muy poco nos cuentan las noticias. El episodio de tu caída ocurrió sin testigos. Aunque esperabas funeral con verbo en vibrato y corona de flores, era tu gusto, los registros han obviado ese último traspié. Mutaste en silbido, en vapor de agua. Te hundiste de cabeza y sin salpicar, como Louganis.

Algunos sobrevivientes, emigrados que jamás volvieron, han dedicado estas horas al escrutinio de tu cadáver. Y discuten. Dicen que "el error nacional" se cometió desde el principio, que tus fronteras mal cortadas te encajonaron la ruta. Que nunca hubo chance real, Colombia, de construir una nación seria entre los pasadizos de tus cordilleras. Dicen que la geografía también condena. Que en tu territorio —aquella trampa de callejones y veredas, aquellos guetos, las aldeas— se dibujaba el germen de tu futuro: esa familia de autistas mutuos —de incomunicados— que criaste. Esa pandilla de diferentes hermanados apenas por el huso horario.

También hay quienes gritan —la mayoría costeños, es la verdad— que apostarle a Bogotá no te ayudó. Que teniendo costas en dos océanos, hombe, hay que ser muy pendejo para ir a instalarse en lo que fue esa Siberia con zorras y ciclovías: un caserío de paramunos cerrado al mundo, un atavismo virreinal. Insisten, Colombia, en que la antigua capital colaboró mucho en tu desgracia. Que te traicionaron los rolos con su hipocresía de peltre, que maquillaron su inquina con el acentito amariconado y meloso, con su obsecuencia servil. Y lo más notorio, querida: que le echaste carbón a tu hoguera cuando cocinaste ese centralismo bárbaro, cuando promoviste una caricatura de desarrollo en Bogotá, mientras el resto del país patinaba entre escombros.

Porque daba asco, Colombia; porque resultaba vergonzoso para todos —menos para ti— ver en toda la provincia, por ejemplo, el robo y el abandono acostumbrado, el largo desfile de alcaldes y gobernadores camino del presidio. O la pobreza de moscas y miedda y lindas cúpulas iluminadas en la Cartagena de los eventos chic. O la soledad árida, loco, y el abolengo de papel maché en Santa Marta, donde los héroes van solo para morirse. O el pozo nauseabundo de Riohacha y Maicao, primo, donde recibimos —con ese lujo— a los que entran al país por la ruta del norte. Y también, cuadro, el caos arenoso y el ruido amarillo de Barranquilla. Y aunque los costeños no lo digan, Colombia, abundaron también el desgobierno y la desidia en tus campos abandonados, visitados de vez en cuando por las balas. O en la pobre Cúcuta, que no se la regalaste a Venezuela, pero tampoco la trataste como tuya. O el ecosistema de hampones y bombas que cultivaste en Medellín y Cali. En fin, la nulidad general, la arrogancia geopolítica que convirtió a ese convento del altiplano, qué pena, en el "vividero" obligatorio.

Colaboraron en tu desaparición, también, Colombia, todos los taxistas que escamotean cien, doscientos "pesitos"; los insensatos del fashion que se visten de traje negro y zapatos marrones; los nostálgicos que aún se masturban con el cinco a cero; los salvajes que conducen autobuses; los que inventaron —y comen— vainas como el queso de cabeza; los guardaespaldas que se dejan tratar como parquímetros; los tozudos que no dejan de ofrecernos cervezas tibias; los meseros que te dan una servilleta; y tus publicistas cansados, que solo ejercen el recurso del jingle. De tu filtro social tan cerrado, Colombia, nació, eso creemos, la costumbre patria que generó tantos titulares: "Pereirano trabaja en la NASA", "Dos colombianos enseñan en Harvard", "Profesor de Tunja gana lotería en París", "Una negra se convirtió en ministra". Acostumbrada como estabas al fracaso, consciente de lo improbable que resultaba el triunfo para tus hijos, propiciaste celebraciones desmedidas ante cada pequeña conquista. Lo correcto, lo simplemente ético y común te parecía un mérito inusitado. Te costaba creerlo, Colombia. Por eso convertiste el respeto en adoración, el homenaje en manía. De allí surgieron tus últimos cultos, los que canonizaron a Shakira y al prodigio inútil de sus caderas; los que vieron en Catalina Sandino una ejecución rigurosa del método Strasberg, y en Camilo Villegas el sexappeal rubio de un nuevo Tiger Woods. En estas victorias, Colombia, pusiste tus pesos. Y te entregaste al solaz onírico creyendo que sí, que era perfectamente posible: un pueblo como el tuyo podía tener algo más que Gabos y Boteros. Fue entonces, se sospecha, que diste por cierto el pase de relevo, y a falta de Papa criollo —Pedro II, el de Barbosa, qué vaina: nunca lo logró— procediste a embalsamar a estos últimos en funerales célebres.

Antes, sin embargo, te negaste desde siempre a ejecutar el deicidio (preferiste dejarlos morir, pero esto no parecía figurar en sus planes). Lejos de eso, Colombia, promoviste en tu predio, y más allá, la elegía exaltada que terminó por desquiciar a esos dos talentos de siempre, y a sus aduladores. Entonces todos juntos se embarcaron en la veneración insomne. Mientras millares de artistas se quemaban, se estancaban sin que avanzara esa larga fila en cuyo final, ansiaban, estaría el maestro Botero, listo para bautizar al siguiente elegido. Mientras García Márquez administraba con criterio de escasez esas frases suyas, del tipo "a este me gustaría pasarle la antorcha", como si él, y solo él, tuvier a las llaves y decidiera en persona los ingresos al Olimpo. Súmales a estos, Colombia: los que te creyeron campeona en el Mundial del 94; también esas cachaquitas que, sin convicción, dicen siempre "¡qué rico verte!"; los beatos que, en Semana Santa, salen de la iglesia con una cruz de ceniza en la frente; los que ponen a las empleadas a comer de pie en la cocina, y los que se deleitan con el vallenato llorón; o esos otros que insisten en el pugilato bobo de costeños contra cachacos; los que se creyeron tribunos y juristas, y los que repitieron, convencidos, eso de que "sin droga y sin guerrilla este país sería una potencia mundial".

Tu deceso, Colombia, no defraudó las proyecciones: fue violentísimo. Así coronaste tu historial de riesgos, tu vida breve. Y ahora, entre los huérfanos de tu diáspora, hay tontuelos que reflexionan sobre lo evidente: que sembraste esos odios, dicen. Tus pocos deudos se martirizan evocando los días de la guerra, el país de sospechosos que modelaste. Y te denuncian: requisas en la entrada del mall, perros sabuesos, siempre en la búsqueda de un criminal encubierto; espejos bajo los carros, cámaras, el cotidiano monitoreo a través de los radios de la Policía. Se dice, y hay acuerdo general, que en el afán del conflicto convertiste a tu gente en una raza de parias, quizá la más incómoda y vulnerable: esa que vive acosada, perseguida en su propia casa. Ahora todos, Colombia, acusan tus omisiones para explicar el desastre. Se indignan y elevan la voz cuando recuerdan cómo permitiste, callada, que se consolidara esa modorra ciudadana, esa especie de bostezo de las mayorías frente a la desgracia y el atropello. Porque, insisten, Colombia, fue esto lo que volvió relativas las demás afrentas. Así, convertiste muchos excesos en rutina tolerable: tu racismo trasnochado, el secuestro en masa, tu xenofobia infantil, el clericalismo dentado, tu clasismo vigente. Y claro: el asesinato como megáfono de la opinión política.

Entre tanta queja, Colombia, pocos recuerdan ese viejo hábito tuyo, ese sectarismo filial. Lo practicaste durante décadas, y de ese modo mantuviste entre privilegios —siempre cómodos y abrigados, siempre en los mejores puestos— a todos y cada uno de los bebitos con apellido. Dentro de tu sistema de castas, qué vaina, bastaba pertenecer a cualquiera de las familias elegidas para contar con tus favores. A esa gente, Colombia, a esos cuatro gatos jamás les negaste nada. Así, después de dos siglos de exclusión, Colombia, terminaste construyendo una sociedad tan vertical. Nunca superaste eso que llamaron "La Violencia". El éxito, el bienestar y el poder los pusiste en el último anaquel, lejos del alcance de las mayorías. Y la educación estuvo siempre muy lejos de ser una alternativa común. El resultado fue ese embudo donde poquísimos entraron. Y los que se quedaron fuera, nunca invitados, pasaron a formar esa masa que, a fuerza de rechazo, terminó entregada a la genuflexión —o a la agresión rabiosa—. Así, Colombia, instauraste tu apartheid: toda una clase de marginados habituales que casi pedían permiso para vivir.

Y es esto, más o menos, lo que se dice después de tu clavado perfecto. Te repito: no les interesaste a los noticieros, ni siquiera a tus vecinos; te apagaste en mute, pero algo de polémica seguirá sonando. Si me preguntaras de dónde salió todo, cuál de tantos fue tu error capital, te respondería lo obvio: que tú misma lo labraste durante dos siglos cortos. Que el performance te salió genuino. Y que la culpa puede tenerla tu gran cualidad: demostrar mejor que Al Pacino eso que un crítico describió como "el progresivo endurecimiento de un corazón".

Este testimonio fue publicado en el año 2007

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