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28 de junio de 2012

Testimonios

Mi padre, el que no se ha ido.

La escritora uruguaya Claudia Amengual ha aprendido a vivir con la sombra de su padre, quien se suicidó cuando ella tenía 7 años. Palabras de una mujer sobre ese hombre que se cansó del mundo.

Por: Claudia Amengual

Resultaría gracioso si no fuera triste, pero soy más vieja que mi padre. Él se quedó en los 30 y yo tengo 43. Dentro de poco pareceré su madre y hasta me atreveré a darle algún consejo que no atenderá, claro; los jóvenes nunca atienden. El pobre está demasiado metido en sus cosas, confundido. Le dicen que es brillante y él se lo cree. Siente la obligación de serlo. Pero todo se le ha subido al intelecto. Del resto, nada. No sabe bailar, tiene pie plano, se viste como un viejo. Pura cabeza que solo usa para estudiar. Más nada le cabe. Maneja mal las emociones. Es tímido, tierno, estructurado, torpe. Desde chico coquetea con la muerte. A los 12 le regalan una chumbera, caza una paloma y se fascina con la muerte. Luego se hace médico. Una contradicción tras otra. Así nadie aguanta. 

Esta mañana lo descubrí en una de las suyas. Había cazado un escorpión pequeño y lo tenía encerrado en un círculo de fuego. ¿Para esto querías el alcohol, Hugo? Levantó la vista sobresaltado. De haber sido bocas, sus ojos me hubieran comido. No se acostumbra a que lo llame así; prefiere que le diga “papá” o “padre”, aunque apenas es un niño. Está bien, cedí. ¿Para esto querías el alcohol, papá? Ahora la mirada se le dulcifica. Sigue siendo un niño, pero me reconoce como la hija que tendrá dentro de un tiempo. El escorpión se retuerce y avanza hacia el borde del cerco. Las llamas lo empujan otra vez al centro. Hugo vuelve a concentrar su mirada en el suelo y olvida que yo también estoy mirando. Que su hija está mirando lo que él hace y que, al mirar, aprende. El escorpión va y viene durante unos segundos, rebota contra la pared azulada y retrocede. Yo podría apagar el fuego. Pero no. Me quedo en silencio y espero. Los dos esperamos. A Hugo se le ponen coloradas las orejas, como cuando se enoja, aunque esta vez no es enojo; está excitado. Al final, el bicho agita el cuerpo y cae muerto. Hugo me dijo más tarde que se había suicidado, pero yo no puedo dar fe de eso.

Lo busco solo para decirle que le agradezco algunas de las horas que pasamos juntos. Se ríe, como si no comprendiera. Para él todo es tan natural, tan sencillo, pero yo tengo que lidiar con este disparate de ser mayor que mi padre, seguir cumpliendo años mientras él se queda congelado en el tiempo. No tiene canas. Nunca va a tenerlas; pronto yo tendré que empezar a teñirme el pelo y él sigue impávido, con su mirada de tipo bueno nacido fuera de época, desacomodado en las cosas y en el tiempo.

Las horas compartidas, le digo. Papá, las horas juntos. No sé si me entiende. Por momentos parece un idiota, un idiota que me mira a través del brillo aguado de sus ojos y busca en los míos a la hija que quiere, o que tanto quiso. Pero nunca dice mi nombre, y empiezo a creer que no lo sabe, o no lo recuerda. Entonces insisto. Se me raja el pecho de tristeza, pero insisto. Papá, las horas mirando el cielo. Las estrellas, Orión, el cinturón del gigante, las Tres Marías, el Centauro, papá… papá, ¿me estás oyendo?
Ya no oye. Así ha sido desde que está muerto. Viene cada tanto y se me presenta con una claridad que al principio me asustaba y que ya no me sorprende. Viene y se sienta junto a mi mesa de trabajo y se queda allí en silencio mientras escribo. A veces me pregunta en qué ando y me sugiere palabras o me censura alguna grosería que para él no tiene lugar en la literatura. Casi nunca le hago caso. Si no está para cuidarme, por qué tendría yo que obedecerlo. Y, sin embargo, ahí lo veo, me mira y me habla. Lucho para impedirle que escriba por mí. Le digo que se vaya, que no tengo por qué cargar con sus complejos.
Mucho menos frecuente es que se me aparezca en sueños. No tengo tiempo, papá, estoy cansada. Quiero dormir, hoy no vengas. Hace lo que quiere. Cuando se le da la gana, viene. La última vez fue en Nueva York. En invierno. En algún momento de la noche me vi en una iglesia, durante una boda, creo. Sí, era una boda y algo tenía que ver yo en la organización porque estaba tensa, como un director de orquesta. Él apareció de pronto a mis espaldas. No me habló. Aun en el sueño tuve conciencia del absurdo de que mi padre fuera tan joven y eso me desconcertó bastante. En el sueño, él tenía sus 30 eternos. Me sentí superior y lo traté con distancia. Lo increpé. Pero, papá, ¿dónde te habías metido? ¿Por qué nos hiciste sufrir tanto? Recuerdo la pena que me dio verlo. La pena me inundó el sueño y creo que hice un esfuerzo por despertar; sí, así fue. Entonces, la pena, decía, una pena nacida desde el estómago y apretada en la garganta porque Hugo me sonreía sin hablar, como pidiendo perdón, como diciendo y qué iba a hacer, m’hija, no había puertas. Yo sentía que se me venía abajo la boda; que, por hablar con él, estaba descuidando la ceremonia. Como si él no mereciera mi tiempo. Lo increpaba y me sonreía con tristeza. Nena, no ves que estaba agobiado, no ves que no había puertas. 

Este muchacho joven que es mi padre está lleno de utopías. Es un idealista y tiene ambiciones. Peor combinación, imposible. Porque un tipo con ambiciones no puede ser idealista; tiene que estar preparado para meterse en el barro hasta las rodillas. Va a intelectualizarlo todo, estoy segura. Va a volverse un intransigente, un dogmático, la única manera de creerse lo de la pureza y llevar adelante sus ambiciones. Pero tarde o temprano eso lo va a vencer. Porque no se puede ser bueno y feliz, no se puede ser honesto y tramposo, no se puede tener dos casas, dos mujeres, y que las dos estén contentas, no se puede servir a dios y al diablo. Si tan solo fuera un poco cínico, un poco nomás, lo suficiente para aguantar los matices, para entender que incluso los tipos buenos meten la pata, que los puros se ahogan de tanta pureza, que hay que equivocarse a veces, perder algún examen, ensuciarse la ropa, renegar de los padres, doblarse para no romperse del todo. Porque tanta rigidez siempre se quiebra.

Quiero explicarle, contarle lo que he aprendido. Decirle cuánto lo necesito, que sí hay una puerta. A ver si lo atajo, a ver si lo salvo. Pero llego tarde. Tengo 7 años y llego tarde. Hugo abre el botiquín y saca un frasco de pastillas. Las toma todas. Sabe que no hay retorno. Es médico. Tengo 7 años y me avisan que Hugo, mi padre, está muerto.  No lloro. Esa tarde voy al cine. Al otro día, al colegio. Soy el centro. Los otros niños me miran con bastante respeto. La maestra me mima. En un segundo calculo que podré sacar algún beneficio de mi nueva condición de huérfana. Pero la realidad me acomoda de un plumazo. La piedad dura solo un día. Después, cada uno vuelve a lo suyo y que la huerfanita se arregle como pueda. Eso lo entendí enseguida y fue una lección estupenda. El mundo no se detiene porque un tipo se muera.  
Tengo 43. Mi padre tiene 30. He pasado del dolor a la bronca, de la bronca a la culpa, de la culpa a la pena. Le grito flojo, cobarde, hijo de puta, Hugo, ¿cómo pudiste hacerme eso? Y al segundo me arrepiento y le acaricio la cabeza. Está bien, viejo, no hay problema, te entiendo, todos queremos morir en algún momento. No viste, no pudiste, no aguantaste. Apagón total, de la soledad al aislamiento, desesperación, puertas que se cierran. Pero sí había una puerta. La puerta era yo. Y la tenías tan cerca.  

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