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21 de noviembre de 2011

Testimonios

Yo vi a Teresa Gutiérrez en bola

¿Qué pasa cuando un niño ve desnuda, en vivo y en directo, a la protagonista de La abuela? Memorias de aquel momento por ese niño ahora convertido en un gran novelista.

Por: Juan Esteban Constaín

Llegué a la telenovela Calamar porque Asita Madariaga de Mallarino, la mamá de María Angélica y de Víctor y de Helena (y de Rafael), me recomendó para ese “cargo”: el primero de mi vida, y uno de los más honrosos hasta el día de hoy. Yo tenía 10 años y lo único que me interesaba de verdad, en ese momento, eran las clases de teatro con Asita. Que era una mujer excepcional y cuya influencia sigue intacta en mí, aún después de tanto tiempo. Se me hace verla en una casa de la Calleja en Bogotá, al lado de una ventana, mirando hacia un pino como si pudiera sacar la mano y arrancarle una rama o dos. Allí nos contaba sus historias españolas, que incluían el haber sido la niña del grupo de teatro de García Lorca, y las tertulias de su tío don Salvador. Una vez me leyó las cartas de un amigo suyo que huía de la guerra; las tenía encuadernadas, eran de Alejandro Casona. Le decía en una: adiós, mi barca sin pescador.

Total que fue Asita quien me recomendó para Calamar porque en ella se iba a estrenar como director su hijo Víctor. Y necesitaban a un niño, que en todas las novelas hay uno. En este caso, sin embargo, había un problema: mi personaje era costeño —o algo así— y me tenía que comprometer a teñirme de negro el pelo. No valió mi argumento de que el Pibe Valderrama también era costeño y era mono, y un día antes de empezar a grabar me lo dejaron muy claro: o pelinegro, o nada. Yo logré negociar la cosa y en vez de una tintura permanente, que habría sido infame, me sometí a una especie de betún que me aplicaban todos los días para verme un poco más autóctono. Lo cierto es que el pelo me quedaba rojo, tieso como un casco; tan grotesco que a los pocos meses Caracol Televisión prefirió dejarme salir al natural, mono como el Pibe, sin ningún respeto por la continuidad de la novela y mis orígenes caribeños en ella.
Llegar a los estudios Gravi en la 19 con tercera, donde grabábamos, significaba para mí la entrada a un universo paralelo en el que se fundían la ficción y la realidad, ambas en su versión más truculenta. Yo tenía 10 años, repito, y empezaba mi jornada laboral a las cinco de la mañana entre las bocanadas de humo de Teresita Gutiérrez —y sus imprecaciones: no conozco a nadie que le luciera más un hijueputazo— y las copas de aguardiente de Bernardo Romero Pereiro. Por el pasillo me encontraba a Carlos Muñoz, a Humberto Dorado, a Jairo Camargo, a Judy Henríquez, a Salvo Basile, y la verdad es que todos me trataban como a un colega más. Pero eran ellos (un momentico): ídolos míos de la televisión colombiana, a los que hasta hacía apenas dos años yo estaba viendo en Popayán, ¡en Popayán!, en novelas favoritas como San Tropel o Gallito Ramírez. Y ahora los veía allí, a mi lado, saludándome.
Allá en Popayán los veía en un televisor rojo de perillas que era el de mi casa —tactactactactac—, porque el control remoto era un lujo que solo me tocaba donde mi nonna, Floriana di Petta Dovidio. Siempre se lo cuento a mis alumnos para que entiendan el valor determinante y formativo que tuvo la televisión para mi generación, y les parece un chiste. Pero no: era así. En los años ochenta, en medio del mayor aislamiento que haya conocido la historia, el mundo ocurría allí, sobre todo si uno era niño. Yo tuve durante años una sola imagen de los Estados Unidos cuando me mencionaban su nombre: el de las casas y los carros y los vestidos y la gente y la música que aparecían en las series de allá que se transmitían en Colombia, los famosos “enlatados” que ofrecían, todos, una idea perfecta de la Guerra Fría y sus perversiones. Quizás, pensaba yo, en ese país sonaban risas en off cuando a la gente le pasaban cosas. Quizás.
Pero lo más importante para un niño colombiano en los ochenta era la televisión colombiana en sí misma, el producto nacional. Había entonces, como alguna vez lo recordó el gran Johann Rodríguez-Bravo, dos canales: el 1 y el 2. Y la programación no era continua, jamás, sino que estaba partida por largos baches en los que aparecían unas rayas de colores —una roja, una verde, una amarilla, una azul, una gris, otra verde más clarita, una negra abajo…— y un pito: un maldito pito que todavía me visita en las peores pesadillas, monocorde y agudo: tuuuuuuuuuu. La “televisión cultural” estaba plagada de programas de marionetas, sobre todo unos que mandaba de regalo la Unión Soviética: insoportables marionetas mamertas e ideológicas, grabadas en Súper 8 y todas con los cachetes rojos y capul; macabras. Los noticieros los hacían periodistas de verdad, que también los presentaban, ah tiempos aquellos. Gente letrada, como Judith Sarmiento o Mauricio Gómez, que además de leer las noticias sabía dónde quedaban los sitios que en ellas se mencionaban. Ahora, en el Canal Capital, están repitiendo Los Cuervos, esa obra maestra del insuperable Julio Jiménez en la que la intriga y las actuaciones memorables de Delfina Guido o Betty Rolando nos tuvieron durante dos años bajando y subiendo por las gradas de piedra de Casa Loma. 
Es que era otro país, también, en el que por las noches, antes de Dejémonos de vainas, la gente veía El pasado en presente: una sicodélica tertulia entre dos viejitos eruditos y centenarios, Abelardo Forero Benavides y Ramón ‘Tito’ de Zubiría. Liberal y de Facatativá el uno, conservador y cartagenero el otro. De hecho se lanzaban a ardorosas polémicas de partido, y don Abelardo blandía su bastón como una espada o una escoba, ante la mirada de espanto de don Ramón que era parapléjico (creo) y no podía más que hundirse en su venerable silla de ruedas. Viejos deliciosos esos, que una vez empezaron su programa así: “Hoy hablaremos de un tema de palpitante actualidad: la guerra de Troya…”. Y lo hicieron, me consta, durante más de diez capítulos en los que el sueño alternaba de manera aleatoria entre don Ramón y don Abelardo, y luego los televidentes. Después los televidentes, después don Abelardo, después don Ramón. Y así.
Pero Calamar era otra cosa, lo digo sin vanagloria. En ella se jugó todas sus cartas Bernardo Romero Pereiro, todo su arte, e hizo una historia épica con piratas, villanos y superhéroes (Generoso, el Guajiro), en la que también se produjo un hito para la televisión colombiana: la aparición en ella por primera vez, descontando a Pacheco, de un muñeco, de un ser de otro mundo. Era GuriGuri, el descendiente del hombre de las nieves. Un monstruo blanco y peludo con los pies de hule rojo que había fabricado en Estados Unidos el mismo inventor paisa de Alf. Grande fue la expectativa en Gravi ante la llegada de esta suerte de Arimaspe o Falcón de la Historia sin fin, al que los colombianos pudieron ver solo después del capítulo 50 de la novela. Antes era una voz dentro de un baúl, la voz de Moisés Angulo. A GuriGuri le deba vida un enano entrañable (nunca mejor usado el adjetivo) llamado José. Era él quien se metía dentro de la criatura y gesticulaba mientras la expresión del rostro se la manejaba Moisés a control remoto. Era tan buen actor don José, tan serio, tan comprometido, que incluso se aprendía los libretos, y no era raro verlo por ahí en calzoncillos y camisa esqueleto, practicando el movimiento de sus manos, caminando con los enormes pies de hule rojo y nada más; dando pasos de gigante. Una vez, en Santa Marta, donde hacíamos los exteriores, GuriGuri fue rodeado por una multitud enloquecida que quería saludarlo. Y él, con su traje de fibra de vidrio, en ese calor, no fue inferior a su público. Estuvo allí parado con su mano al alza, sonriente, feliz. Pero pasaban los minutos y José no se movía, no hablaba, nada. Hasta cuando Stella Londoño, la asistente de dirección, corrió a quitarle la cabeza y lo vio privado y sin sentido, al borde de la asfixia. Sostenido solo por sus pies de hule.
De esa época podría seguir contando miles de anécdotas, pero hay una que recuerdo de manera casi perfecta. Yo tenía 10 años y era un degenerado como suelen serlo los niños de esa edad en adelante. Es decir que más que el teatro o los libros, lo único que me interesaba entonces era ver mujeres desnudas. Como fuera, en donde fuera. Y mi condición privilegiada de ser el niño de la novela me permitió el doble privilegio de ver sin ropa a algunas de las actrices más bellas de la televisión en aquel tiempo: a Margarita Rosa de Francisco —la Mencha, para mí siempre será la Mencha, divina—, a María Goretti, a Marcela Gallego… Lo que yo hacía era meterme al camerino de las mujeres, y como era “el niño” pues nadie decía nada y ellas se cambiaban allí, tranquilas, delante de mí. Hablando de cosas sin importancia mientras yo estaba en el paraíso. Pero una vez, por andar en esas, tuve una experiencia absolutamente estremecedora, tanto desde el punto de vista estético como desde el punto de vista moral. Yo estaba en ese camerino listo para las mejores cosas, cuando de pronto entró Teresa Gutiérrez. Una gran actriz y un mejor ser humano. Entró fumando y sin mediar palabra se fue quitando la ropa. Yo ya la había visto en bikini (lo juro) en el Hotel Gran Galeón de Santa Marta, pero ahora era distinto. Ahora se estaba quitando toda la ropa, allí delante de mí. Fumaba y se reía y decía groserías, y hablaba con las otras de cosas sin importancia. Y yo allí, yo allí. 
Ya sé lo que muchos estarán diciendo: qué horror, ver a Teresa Gutiérrez en bola. Qué trauma, pobre niño, pobre el GuriGuri. Pues no, la verdad es que no. Todavía hoy me acuerdo perfectamente de su cuerpo, y sobre todo de su piel: perfecta, cuidada, firme. No recuerdo cómo era María Goretti desnuda, ni la Mencha. Mujeres bonitas como tantas, sin ropa y ya. Pero Teresa era otra cosa y aquí lo cuento después de tanto, con ojos de niño. Eso aprendí a los 10 años sin necesidad de ninguna teoría: que la belleza puede ser también aquello que logramos recordar. Lo recuerdo hoy: que la belleza es otro nombre para la memoria. 

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