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7 de marzo de 2008

Trabajando en el 113

Laborar en la línea de información 113 no es solo calzarse una diadema y consultar el directorio. Así lo comprobó un cronista que, por un día, se le midió a hacer parte del call center que ofrece este servicio.

Por: Juan David Correa Ulloa. Fotografía: Juan Felipe Rubio
Juan David Correa vivió en carne propia lo que significa trabajar en el call center del 113. | Foto: Juan David Correa Ulloa. Fotografía: Juan Felipe Rubio

Esta crónica iba a llamarse “El oficio más aburrido del mundo”. Eso, después de que hablé con el vicepresidente del segmento residencial de Telefónica, Carlos Forero. No por él, claro. Pero sí porque lo que suponía era el 113, una línea a la que todos hemos llamado alguna vez pidiendo información, no parecía sino un call center en el que algunas personas contestaban llamadas de gente preguntando por restaurantes, la cartelera de cine o cualquier servicio usual. En apariencia no había nada extraño que contar. Y ante la llaneza a la que me enfrentaba, mientras recorría la ciudad de un lado a otro, pensé que una vez llegara al edificio del call center me sentaría durante algunas horas frente a una pantalla a teclear cosas como Pizza Domo o Sweeney Todd. Así que algo cabizbajo, y más bien sin emoción, entré al mundo de Atento, una empresa española que lleva nueve años en Colombia y en la que funciona el famoso 113. Lo primero que supe es que hay varios 113: no es un gran hermano que controla la información del mundo, sino que cada una de las empresas que prestan el servicio de telefonía, tiene su propio call center. Lo segundo: que este 113 era nacional y que quizá tendría que atender llamadas de Puerto Carreño o de Ramiriquí. Ahí la cosa comenzó a ponerse, al menos en apariencia, algo más divertida. Me imaginaba a una señora en Natagaima, Tolima, preguntando por el teléfono de la droguería equis, o ya en el colmo de la distracción, a un tipo preguntándome qué notarías estarían de turno en Cúcuta el sábado. Me recibieron en una sala. Una sala de esas corporativas, con videobeam, computadores, mesas de fórmica y pantalla. Aquí, pensé, comenzaría mi calvario. Me presentarían, antes que nada, la empresa para la cual trabajaría. Y sí, en efecto sonaron los saxofones y la batería, esa música edulcorada e instrumental propia de Melodía Stereo, que siempre transmite desde “el moderno edificio de cristal de la calle 45″. Y sí, después de los saxofones, claro, la sucesión de imágenes corporativas de gente sonriendo sentada en sus cubículos, de “modernas plantas” y siglas como CRM, que en inglés viene siendo Customer Relationship Management. Y sí, comencé a sentirme parte de un equipo de gente sonriente que celebra que a su empresa le vaya bien. Una de esas familias felices en donde “el ser humano es nuestra filosofía”, como decía el video. Y entonces tras cuatro minutos en los que se daba cuenta y se despachaba la historia de la compañía, de este gran Contact Center, en el cual no solo funciona el 113, sino ventas por teléfono, el *611 de Movistar y el call center de CityBank, seguí pensando que, de escribirse esta crónica, seguiría titulándose como no se titula. Quería entrar en acción. Suponía que contestar un teléfono, teclear una información y dársela a un cliente era el asunto más primario del mundo. Suponía que el tedio sería ley. Que las piernas se me dormirían. Que los ojos se irían apagando. Que comenzaría a espatarrarme en una silla y que terminaría jugando con un esfero, mordiendo un borrador, mirando al horizonte de un cubículo de paño azul marino. Giovanni Baquero comenzó en este oficio hace siete años. Viste un traje negro, el pelo con gel y una corbata azul. Es un tipo amable, sonriente, a quien se le nota el “gusto por el oficio”. Giovanni hoy en día es supervisor de todo el servicio de 113. Tiene a su cargo 174 personas “7 x 24 x 365″, dice. Esa es su fórmula matemática del año: el 113 nunca duerme. Giovanni es quien comienza la presentación en Power Point. ¿Es necesario —le pregunto— todo esto para contestar un teléfono? Giovanni se ríe, condescendiente: “Lo que usted va a medio aprender en esta hora, un teleoperador lo hace en seis días”, me dice. De repente, aparecen cuadros y cifras, y comprendo que mi exagerada suficiencia va a tener que comenzar a poner atención. Desde este lugar se atiende el 99% de las consultas de toda Colombia. Los otros operadores atienden sus zonas de influencia. En el lugar en donde hay directorios, el servicio vale 475 pesos por marcación más IVA. Sin embargo, en cientos de municipios del país, el directorio no existe, así que el servicio es gratuito. Ahí volví a pensar en Puerto Wilches. Además del servicio de información general, el 113 confirma noticias —el día anterior no dieron abasto con la gente que preguntaba si, en efecto, Fidel Castro se había ido a sus cuarteles de invierno—, da los indicadores económicos, cubre agendas de eventos nacionales —léase: el concierto del grupo Aires Colombianos en Ibagué, ¿a qué horas es y en dónde? —, da los números de las loterías ganadoras, los marcadores de fútbol, los horarios de los partidos, el precio del Bolívar fuerte, la hora en Australia, entre otras. Mi presunción comenzaba a despeñarse por un abismo. Me imaginé en la primera llamada buscando frenéticamente el horario de Dame chocolate o Amor comprado. Y digo frenéticamente, porque la primera ciencia de este oficio es que el tiempo es dinero. La meta que Giovanni les ha impuesto a “sus muchachos” —ninguno puede pasar de 40 años— es que cualquier llamada debe ser evacuada en 30 segundos. Esos muchachos, que alguna vez estuvieron anotando como yo los principales nombres de las loterías, que de seguro abrieron la boca cuando se enteraron de que aquí también se daba información sobre chicas a domicilio o que iban a conocer Icononzo a través del teléfono, y que se aprendieron de memoria el número del Das (es el más preguntado); esos muchachos, digo, se sientan ocho horas diarias, se levantan solo de su sitio veinte minutos para almorzar y diez para tomarse un tinto. Y además, tienen un escalafón, una suerte de panteón diario, semanal, mensual, que los califica y a unos los lleva a la gloria y a otros al cadalso de los perdedores, aunque todos, como en una familia, sepan que siempre se puede mejorar la marca. Decido entonces llamar a Giovanni profesor. Y el profesor, como parte de mi entrenamiento, comienza después de las explicaciones, a hacerme pruebas de memoria. ¿Capital de Vichada? ¿Indicativo de Ecuador? ¿Cuál es la lotería más famosa de Colombia? Se me olvida Puerto Carreño. Jamás he llamado a Ecuador. Y supongo, con certeza de principiante, que se trata del Baloto. Y no: se llama Dorado, juega dos veces al día y los fines de semana. Y después viene el Chontico, el Samán, la Paisita y la Caribeña: ¿dónde había estado yo todo este tiempo? Después de la serie de nemotecnia para dummies, aparece un cuadro en el que se especifican los temas que más preguntan los usuarios según los días: los lunes y martes, por ejemplo, hay que estar conectado con el pico y placa, tener a mano el teléfono y las direcciones en las cuales se puede pedir el pasado judicial. Los viernes: los pastusos llaman mucho pidiendo whiskerías y cientos de usuarios buscan un hospital. Sé que suena a lugar común. Pero gracias a Giovanni entiendo que estoy entrando a una clasificación de hábitos de los 400.000 usuarios mensuales que utilizan el servicio en todo el país. Pasé una hora tomando apuntes juiciosos que, en el momento de la batalla, ante un conmutador y una pantalla, pensaba, iban a servirme de guía perfecta a través del mundo de la información. Como ha de suponerse, nada de eso sirvió. Giovanni terminó su presentación, me llevó a tomar un tinto y luego me sentó en el mando central del 113. Ahí comencé a creerme mi papel. Ahí comprendí que además del tedio que suponía, había que hablar unas 50 veces por teléfono cada hora y que mi cabeza no iba a soportar más información. Que el ruido era insoportable. Que en ese espacio de unos 200 metros cuadrados, en hileras perfectamente ordenadas, se sentaban por lo menos 800 personas cuyo único oficio era hablar por teléfono. Sentado ante la pantalla, tembloroso, pedí que me calificaran como a cualquier otro. Así que vino hasta mi silla Gabriel Monroy, el supervisor de sala, una especie de monitor del curso que va despabilando a los distraídos, amonestando a los perezosos y dando ánimo a su curso para que la clase terminara bien. Gabriel no tiene más de 30 años y ha recorrido el mismo camino en ascenso de Giovanni. Podría pasar por cualquiera de los teleoperadores pero su rictus impone autoridad: esto no es un juego, me dice. A continuación me explica cómo me calificarán. En la pantalla aparece un formato en el que están los errores fatales que de cometerlos me darán para una amonestación y después para una sanción. Si no contesto de inmediato, fatal; si no genero —así dice— adecuadamente la información, fatal; y si no tipifico de forma clara, ¡fatal! ¿Tipificar , le pregunto. Sí, tipificar. No encuentro sinónimos. Tipificar quiere decir, después lo comprendo frente al computador, que además de buscar la información, de dejar en espera al cliente, de darle lo que busca, de despedirlo y de desearle buenas noches, además de eso, debo llenar una casilla en la que se especifica para qué era la llamada: cartelera de cines, trámites o cualquier rótulo sistematizado que después servirá para seguir llenando nuestro gran cuadro de costumbres telefónicas. Pero antes de eso hay algo más: debo aprenderme un guión que en apariencia, solo en apariencia, es de lo más sencillo del mundo: Buenas noches, le habla Juan Correa, en qué puedo ayudarle... Permítame un momento por favor... gracias por su espera, el teléfono es... gracias por llamar al 113. Y listo. Sí, sé que parece fácil. Sé que cualquiera diría que es lo más mecánico del mundo, pero Gabriel me advirtió algo antes de que comenzara a sentir que tenía el partido ganado: no podía usar mis dos nombres, ni muletillas, ni tutear, debía mostrarme seguro, vocalizar como locutor... Entonces quise que desaparecieran para siempre mis onomatopeyas como aja, quise olvidarme de contestar ¿con quién hablo, quise desterrar los OK, los seguro, los vale, los espéreme un segundito, los le mando un abrazo, y todas esas frases aprendidas que parecen pertenecernos desde que aprendimos a hablar por teléfono. Una vez tuve claro el rasero de calificaciones me senté a aprender la máquina que guarda todos los secretos. Es un computador, con un teléfono al lado, una especie de mouse con el que se controla el mute para que el usuario no escuche las voces del tráfico de los otros operadores y una diadema con micrófono. La ecuación parecía sencilla. Pero había más problemas. Hay por lo menos diez pestañas que operan como buscadores de necesidades específicas. La principal es el directorio de páginas amarillas y blancas. Después, las loterías. Le sigue una cosa llamada Información general que es una especie de cuarto oscuro en donde se han ido creando entradas por parte de la misma empresa, y hay más: casas de cambio, números de emergencia... Además, en la parte superior de la pantalla, cada vez que entra una llamada, sale su procedencia. Y como si fuera poco, hay frases de ánimo para nosotros, los teleoperadores, que pasan una y otra vez a través de la pantalla. A mí me tocó Goethe: “Obrar es fácil, pensar es difícil; pero obrar según se piensa, es aún más difícil”. Así que obrar es fácil: manos a la obra. Prueba de fuego sin diadema, dijo Giovanni. Listo, hablaría por un speaker, los juiciosos y expertos teleoperadores se reirían de mí, haría de una vez por todas mi último acto. Y además, me calificarían. Primera llamada. No logro ver la maldita procedencia. No logro oprimir el botón de contestar. Tiemblo. Giovanni me apura. Me indica, como buen profesor, los pasos a seguir. ¿De dónde viene esta llamada?, le pregunto. De Bogotá, me dice. Abro la pestaña de Páginas Amarillas y ahí, por fin, está mi voz diciendo: Aló, buenas noches, bienvenido al 113 le habla Juan David Correa, ¿en qué puedo ayudarla? ¿Era necesario hacerlo tan mal? ¿Era necesario agregar un “aló”, un “bienvenido al 113″, y además decir mi nombre completo? ¿No me lo habían explicado ya? ¿Era necesario suponer que era una mujer la que llamaba? No, no lo era. Era un hombre. Alguien que quería saber a qué hora daban el partido entre dos equipos que mi memoria no ha logrado recuperar. ¿Y eso lo iba a investigar en las Páginas Amarillas? ¿Dónde estaba la programación? ¿Nacional jugaba contra quién? Seguí sudando a chorros. Giovanni se puso al frente de la operación. Quien llamaba debió pensar que esta era una llamada particular: lo atendían dos voces, lo hacían esperar demasiado, se oían, mientras él manipulaba quizá el control del televisor en su casa, los ruidos del call center, y todo por un horario que yo no pude encontrar. Cuando preguntó el canal, y supe que era por televisión cerrada, le dije que el 71 pues de repente recordé, y entendí, para qué servía la memoria en este oficio. La segunda llamada entró de inmediato. Preguntaban por Brasas, un restaurante en la salida a Blas de Leso. Otra vez la memoria vino en mi ayuda. Me acordé de Blas el Teso, una discoteca en Cartagena, y gracias a eso, pude saber la procedencia. Esta vez tendría más suerte. Además había anulado mi primer nombre. Los segundos pasaban y Brasas no aparecía por ninguna parte. Ni en las amarillas, ni en las blancas. Estaba a punto de desistir. Pedí ayuda. Giovanni se sentó a mi lado y por arte de magia, apareció una pestaña nueva de internet. En cinco segundos aparecieron tres restaurantes con el nombre Brasas. Recordé la discoteca, me distraje una vez más, di el teléfono pero, claro, no tipifiqué la información. Ergo: primer error fatal. Estuve durante varias horas sentado frente a la pantalla. Poco a poco la pericia apareció. Nunca conseguí la llamada perfecta. Creo que lo hice bien, por los gestos de Giovanni y Gabriel, una sola vez. Siempre me demoré más de la cuenta. Siempre utilicé alguna muletilla. Siempre me pregunté cosas como a quién buscaba en el Batallón Plazas Silva la señora que llamaba de Tunja; con quién iría a comer el señor que buscaba el restaurante El Mexicano en Barranca; por qué alguien llamaba a las nueve de la noche preguntando el teléfono de tejas Ajover; adónde viajaría el señor que quería el número de Satena; qué estaría pasando en la Estación de Policía de Las Cruces. Poco a poco sentí, de manera parcial, lo que viven a diario Andrea, Viviana o Ángela, tres de mis compañeras que dos horas después se sentaron, en medio de una noche fría y sabanera, en una cafetería, a decirme cuáles eran sus fantasmas: las tres sueñan con números telefónicos, las tres se han sentido derrotadas alguna vez por los insultos de los clientes, las tres creen que es un buen trabajo, así el común de los demás mortales como yo imaginemos que es el oficio más aburrido del mundo. Las tres han contestado el teléfono de su casa diciendo “Buenas noches le habla Andrea Hernández, ¿en qué puedo ayudarle?”. Comprendo que podrían, con lo que saben, ganarse un concurso de televisión. Comprendo que no son una máquina, que saben relacionar unos datos con otros, por absurdos que parezcan, como por ejemplo que el indicativo de Putumayo es igual al de San Andrés. Sé que a veces se les duermen las piernas. Que viven angustias como las que yo apenas experimenté. No quise saber mi calificación. Era evidente que estaba muy por debajo del cero. Giovanni y Gabriel me despidieron sonrientes, mientras comprobaban cómo yo, que había llegado convencido de que estar sentado al frente de un teléfono era evidente, había dado muestra de cuánto me faltaba para ser uno de ellos. Seguro, pensé, me seguirá faltando, porque aunque admirables, no quisiera pasar la vida aprendiendo el indicativo de Austria, ni los husos horarios mundiales, ni el TRM, ni los nombres de los cines de Neiva, ni saberme de memoria el teléfono del Das. Para eso está el 113.