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12 de diciembre de 2011

Testimonios

El restaurante atendido por condenados a cadena perpetua

“Sentarse a comer en un lugar donde los chefs y meseros son mafiosos, ladrones de bancos y asesinos no es un plan ideal para todo el mundo, pero sí para mí”, pensé.

Por: Por Nick Pisa


Durante un viaje de trabajo en Toscana, Italia, me encontré una reseña del periódico local acerca de un restaurante que recién abría sus puertas en una cárcel de máxima seguridad. La idea, que surgió del director de la prisión como parte de una estrategia para ayudar en la reintegración a la sociedad de los reclusos próximos a cumplir su pena, me pareció interesante. “Sentarse a comer en un lugar donde los chefs y meseros son mafiosos, ladrones de bancos y asesinos no es un plan ideal para todo el mundo, pero sí para mí”, pensé. Por eso, tomé el teléfono para hacer mi reserva, aunque resultó más complicado de lo que pensé, pues incluía un chequeo de antecedentes criminales para el cual necesitaban el nombre del comensal al igual que la fecha y el lugar de nacimiento, todo con una semana de anticipación y con el riesgo de que fuera negada la entrada a la prisión Fortezza Medicea, en Volterra, cerca de Pisa, si encontraban algún indicio de un pasado turbio.

Para entrar a este lugar, que tiene 150 prisioneros y más de 500 años de existencia, es necesario entregar a la entrada todos los celulares y carteras, y también mostrar la identificación antes de pasar por el detector de metales. Una vez dentro, todos los clientes fuimos escoltados por una serie de puertas de metal hacia unas celdas habilitadas para chequeo y luego recorrimos un pasillo para llegar a un comedor iluminado con velas y en el que había unas treinta mesas. Bajo la mirada vigilante de los guardias armados, los veintitantos chefs, meseros y ayudantes se movían como era de esperar en cualquier restaurante del mundo. Sin embargo, para mí era la forma más bizarra de tener una cena: rodeado de paredes de 18 metros con torres de vigilancia, luces de búsqueda y cámaras de seguridad puestas alrededor de las paredes perimetrales y acompañado de las maravillas musicales de Bruno, el pianista que pagaba cadena perpetua por asesinato.

Las charlas de los comensales mezcladas con los golpes de los cubiertos y los vasos tampoco tenían nada distinto, excepto porque en esta ocasión toda la vajilla era de plástico. El comedor era como una caverna y fue originalmente la capilla de Lorenzo el Magnífico, quien gobernaba la República de Florencia en la Edad Media y era conocido por su amor a las mujeres. Lo que él hubiera hecho si le hubiesen servido bandidos y asesinos es difícil de imaginar, aunque tenía una reputación por ser brutal cuando se trataba de dar de baja a los rebeldes.

En la cocina vi un equipo de seis chefs liderado por Egidio, un corpulento hombre de 50 años de Taranto, que llevaba 17 años dentro de estas paredes pagando una condena de cadena perpetua por asesinato. Egidio le daba órdenes a su equipo con la naturalidad de cualquier chef que maneja su propia cocina: “El espagueti se está pasando, agreguen más sal, bájenle al ajo, sigan revolviendo la salsa de la pasta”.

Me dijo, “como cualquier italiano me tomo la comida muy, pero muy en serio, y esto se ha vuelto algo importante para mí. Antes no podía ni fritar un huevo y ahora preparo comidas de cinco tiempos y todos los platos son del sur de Italia, pues la mayoría somos de Puglia, Sicilia y Nápoles, una zona con un alto índice de criminalidad”.

No había carne de caballo en la carta, pues era un menú vegetariano que incluía una entrada, pasta de plato fuerte y postre acompañado de vino y agua por la módica suma de 25 euros. Para empezar me dieron una ensalada de berenjena y tomate —todos los vegetales del menú se cultivaron dentro de la prisión—, y aunque estaba un poco insípida fue un comienzo placentero y un abrebocas para el que me pareció el mejor plato del menú: gnocchi con habas. El gnocchi estaba hecho en casa y tenía la textura perfecta —ni muy blando ni muy duro—, que requería un mordisco delicado, y además estaba perfectamente complementado con una salsa de habas y una copa de vino rojo Chianti. Por último llegó el postre, una ensalada de frutas con una porción generosa de helado de vainilla.

Aunque la comida no se ganará una estrella Michelin y el servicio sea un poco lento, su locación única hace que valga la pena visitar esta prisión restaurante que abrió al público en 2007, ha servido más de mil comidas y sigue recibiendo comensales de todo el mundo los viernes y sábados de cada verano.

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