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6 de enero de 2010

Testimonios

Todo sobre mi padre

El editor General de la Revista SoHo, Diego Garzón cubrió para SoHo el trasplante de hígado al que tuvo que someterse su padre, tendido en la cama por una cirrosis alcohólica, y dejó estas 4356 palabras contra la muerte.

Por: Diego Garzón
Todo sobre mi padre | Foto: Diego Garzón

1.
Nada es más difícil que una verdadera conversación entre padre e hijo. Y me di cuenta de eso al ver a mi papá, inconsciente, en la sala de cuidados intensivos de la Fundación Santa Fe de Bogotá después de que le trasplantaron el hígado. Esa conversación no nos había tocado a los dos. Yo hablé mucho con él, sin duda, pero ahora, un poco tarde, sé que no de cosas suficientemente importantes como para haber evitado que una cirrosis alcohólica lo tenga al borde de la muerte desde hace un poco menos de dos años. ¿Qué hice para evitar esto? Es domingo 19 de julio de 2009, son las 7:20 de la mañana y él acaba de salir de una cirugía de más de siete horas, la más complicada en el mundo de los trasplantes de órganos. Todavía no hay nada dicho sobre cómo reaccionará. El cirujano Alonso Vera Torres, delgado, pelinegro, con anteojos, en medio del cansancio evidente, me dice que la operación salió bien pero que es necesario esperar unas semanas para saber si el cuerpo rechazará o no el órgano.

Lo veo con un ventilador que entra por la boca y va a la tráquea. Eso le ayuda a respirar. Tiene los brazos inmovilizados para evitar que cuando despierte intente quitarse ese tubo que, de paso, no lo dejará hablar hasta después de 48 horas. También tiene una sonda nasogástrica que, como su nombre lo dice, entra por la nariz y va hasta el estómago. No habrá comida ni bebidas durante tres días, solo un poco de hielo en la boca para evitar que se reseque, tal y como lo advierte un pequeño manual que nos dio el equipo de trasplantes del hospital antes de que comenzara el proceso.

Además, tiene un catéter en la uretra de donde drena orina en una bolsa plástica que cuelga del lado izquierdo de la cama. La herida que queda en el estómago, bastante grande, y que se conoce como "Mercedes Benz", ya que según los médicos parece una ‘Y‘ invertida (como el símbolo del carro), cicatrizará en un par de semanas, cuando le quiten los puntos. Pero no desaparecerá nunca. Esa cicatriz le recordará siempre el comienzo de una nueva vida. También tiene tres catéteres conectados a un sistema de drenaje plástico a donde van a parar rezagos de sangre y de fluidos, producto de la operación. Hay dos en el cuello y uno en el brazo, por donde le suministran medicamentos.

Soy el primero en verlo. La anestesia todavía lo mantiene dormido y me limito a poner mi mano sobre su brazo izquierdo. Agradezco que esté bien. Inevitablemente pienso en que no sé por qué dilaté esa conversación que debí forzar, y me pregunto por qué siempre opté por el silencio a pesar de que quería saber las razones que lo llevaron a escaparse de la realidad a punta de alcohol. Tímidamente se lo reproché más de una vez pero sus respuestas eran predecibles: "Yo veré qué hago con mi plata", "no le estoy haciendo mal a nadie", "yo no me tomo un trago si no sé que ustedes están bien". En esto último podía tener razón pues, como sea, siempre nos dio a mi hermano y a mí un colegio y una universidad, y nos ayudaba muchas veces a regañadientes porque según él la plata no le alcanzaba. Pero no era que no le alcanzara. Fue un exitoso abogado, y en los últimos años fue muy activo con los negocios de finca raíz pero su mayor problema era que no tenía conciencia de cómo y con quién se gastaba lo que recibía. Hoy pienso en toda esa gente que se aprovechó de él. Me decía que lo importante no era la plata y que, ante todo, nos enseñó la honradez; que de él podían decir lo que quisieran, excepto que no fue honrado. Y que lo mismo esperaba de su familia. También nos decía que nos había apoyado en todas nuestras decisiones, que nunca nos impuso credos o ideologías, que lo importante eran otras cosas como la poesía y que por eso se dedicaba a escribir versos en silencio.

Pero yo no terminaba de entenderlo. Me molestaba ver cómo acababa con su vida. Alguna vez me topé a un escritor que decía que uno solo debe juzgar a los padres cuando uno también es papá. Antes no. Me escudé en eso para no volver a enfrentarlo y decirle que dejara de tirar por la borda las cosas buenas que toda su familia le admiró, como haber sacado adelante a sus seis hermanos cuando su papá falló y él era apenas un adolescente. Debí tener más decisión. Pienso que un hijo, por esencia, juzga a sus padres. Y por eso una verdadera conversación nunca será tan fácil.


***

El 31 de diciembre de 1999, hace diez años, justo cuando el mundo recibía el nuevo milenio, nos reunimos con él en su casa en Chía, Juan Pablo, mi hermano menor (en ese entonces tenía 22 años mientras yo contaba con 25) y mi mamá, su ex esposa pero todavía hoy su amiga. Esa noche, además de las promesas y las reflexiones típicas de la fecha, la reunión se centró en pedirle que parara, que organizara sus finanzas, sus negocios con los que se había mantenido muy bien en los últimos años. Que lo hiciera también por su salud, que no estaba comiendo nada, que su nevera siempre estaba vacía, que a mi hermano y a mí nos frustraba llamarlo un día cualquiera y sentir que no estaba sobrio. Que estaba desperdiciando su vida. Que lo hiciera por nosotros.

Le dijimos con otras palabras lo que en verso escribió mucho mejor el poeta Sabines, también a su padre enfermo: Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,/ por eso es que este hachazo nos sacude./ Nunca frente a tu muerte nos paramos/ a pensar en la muerte,/ ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría. Él aceptó, agradeció los consejos y anunció su último brindis. Esa noche celebramos con buena comida y oímos su música favorita que siempre fue muy variada: desde los valses de Chopin hasta Rocío Durcal, su amor platónico.

Al otro día y durante un par de días más, la promesa parecía ir por buen camino. Pero no fue así. Siguió, como casi siempre lo hizo, encerrado en su casa, solo o acompañado, tomando en cantidades, oyendo música, recitando, leyendo, cantando. Nunca tuve un susto de no saber dónde estaba o que algo malo le hubiera pasado en un sitio desconocido. Casi siempre estaba en su casa y eso era una especie de consuelo para mí: saber que aparentemente seguía bien, en un lugar seguro.

Esa casa de Chía, que ya no es suya, la construyó en lo que antes era una finca llamada Villa Diego, como yo. Hoy es un condominio de casas que comparten un lago, una sede social y una cancha de tenis, que él mismo parceló y vendió. Mi papá cubría cada deuda con la venta de algún lote o de las dos casas que alcanzó a construir. Su respaldo financiero en general lo fue malogrando sin que se diera cuenta. Creo que nunca se detuvo a pensar en lo que estaba pasando realmente. Hoy solo conserva allí un pequeño apartamento en arriendo.


***

En mayo de 2003 mi papá fue remitido a urgencias y estuvo hospitalizado por una semana en la clínica Marly. El médico fue claro a medias pues advirtió un comienzo de cirrosis, pero le dijo que de vez en cuando podía tomarse un vino. Ese fue el error. Ese mínimo permiso fue una excusa para que mi papá siguiera en lo mismo a pesar de los reclamos esporádicos míos y de mi hermano.

Hasta que una mañana, a comienzos de 2008, sufrió su primera encefalopatía. El término se me volvería familiar después. Fue la primera de muchas. Su hígado ya no estaba procesando el amonio, una sustancia química que normalmente sale con la orina, y ese amonio se le fue al cerebro y le produjo una desorientación total. En términos etílicos, es como una ‘enlagunada‘ muy larga pero sin haber tomado trago. Esa mañana, después de que una de sus hermanas me avisara, llegué a su apartamento y lo vi de pie, con la mirada fija en sus zapatos, hablando incoherencias y sin poder reconocerme. Repetía palabras mecánicamente. No sabía dónde estaba. Tocaba las paredes con las manos como si estuviera enfrentándose a un terreno desconocido. Fue necesario llevarlo a urgencias —esa vez a Teletón de Chía— y después de los exámenes se confirmó su cirrosis y también su encefalopatía que se repitió decenas de veces. Cuando volvía en sí, no recordaba nada de lo que había pasado.

Una medicina era lo único que evitaba la encefalopatía cuando no estaba hospitalizado: la lactulosa. Dos sobres al día le ayudaban a estar orientado pero, aún así, su hígado ya estaba tan mal que se perdía con facilidad y de no llevarlo a Urgencias podía caer en un coma.

Desde entonces no volvió a tomarse un trago y ha permanecido más tiempo en un hospital que en cualquier otra parte. Ya me sé de memoria la sala de Cuidados Intensivos de la Fundación Santa Fe, como también la de Urgencias y los cuatro pisos donde están las habitaciones. Mi papá ha pasado por todo el edificio, pero también por el de otras clínicas donde la emergencia no le dio tiempo para llegar a la Santa Fe donde, finalmente, el hepatólogo Víctor Idrovo decidió tratarlo y donde un equipo de profesionales, en cabeza del cirujano Alonso Vera, se encargó de trasplantarle el hígado. La Fundación Cardioinfantil, en Bogotá; el Pablo Tobón Uribe y el San Vicente de Paúl, en Medellín, y la Fundación Valle del Lili, en Cali, son los otros cuatro centros —los únicos— donde se hace trasplante de hígado en Colombia.

Cuando comenzó todo, en febrero de 2008, Idrovo fue tajante: "Hay que trasplantar a su papá o le quedan menos de dos años de vida". La espera ha sido larga, tortuosa, nada fácil. Ese mismo año, 1117 enfermos como mi papá esperaron un órgano en Colombia: el 85% eran receptores de riñón, el 12,9 de hígado (198 trasplantes en 2008), el 0,9% para pulmón, y el 0,6% para corazón. Y aún así, después de la operación toca seguir esperando pues el 10% de los pacientes no sobreviven el primer año por diferentes complicaciones; el otro 90% puede vivir más tiempo y volver a una vida normal.

¿Por qué tomaba tanto, me pregunto mientras miro a mi alrededor: ¿hasta qué punto uno cree que no está tomando más de la cuenta? ¿Cuándo empieza el peligro? ¿Una cerveza al día, un par de whiskies en una fiesta, una borrachera a la semana, una al mes, una al año, dos días seguidos tomando, un fin de semana entero? ¿Cuándo debe saber uno que pasó el umbral? Solo sé que a mí la embriaguez, en la que también me vi sumergido muchísimas veces, ya no me interesa. Que si es asunto de fiesta, ahí estaré, pero no borracho. Puedo tomarme un vino, una cerveza, un whisky. Pero después de ver el deterioro de mi papá ya no quiero saber más del exceso.

Y me pregunto, ¿a qué le huía mi papá? ¿Por qué como hijo mayor no lo busqué para hablar de verdad? Solo hoy pienso en esas frases del escritor Julio Ramón Ribeyro: "Las palabras que callamos eran las que deberíamos haber pronunciado. Los gestos que guardamos por pudor eran los que deberíamos haber cumplido. Los actos que nos parecieron triviales eran los que se esperaban de nosotros… Paguemos ahora las consecuencias".
 
 
2.
A las 3:15 de la tarde del sábado 18 de julio de 2009, el enfermero Jorge Pérez, de la unidad de trasplantes de la Fundación Santa Fe, llamó a mi papá al celular para avisarle que debía estar lo antes posible en la clínica porque ya había aparecido un órgano sano para su operación. Cuando esto ocurre, no deben pasar más de 12 horas, máximo 24, para que se pueda hacer el trasplante, para que el hígado siga siendo útil. Las paradojas de la vida: una joven apenas mayor de 18 años que acababa de sufrir una muerte encefálica se convirtió en la nueva oportunidad de un hombre de 69 años. Los dos coincidieron en que eran del mismo grupo sanguíneo, un requisito para el procedimiento. Su familia, como apenas la imagino pues nunca sabré quién era ni cómo se llamaba, ya que la Red Nacional de Trasplantes prohíbe que tanto donantes y receptores sepan sus respectivas identidades, en medio del dolor y en un gesto de bondad inmenso, autorizó la donación del órgano de su hija, antes de que la desconectaran definitivamente. Unas máquinas mantenían su respiración y su corazón vivos después de que los médicos decretaron el cese irrecuperable de todas sus funciones cardio-respiratorias y también de que su actividad cerebral fuera irreversible. Los médicos deben verificar la ausencia de 12 signos vitales antes de determinar esa muerte encefálica. Así ocurrió con ella.

Una vez la familia aprobó que se le extrajera el hígado, pues sin su autorización no es posible la donación, la joven se convirtió en "donante cadavérica". El corazón debe estar latiendo al momento de recuperarse el órgano y es ahí cuando se debe tomar la decisión. El otro tipo de donante es el "donante vivo", que se da principalmente en trasplantes de riñón donde alguien cede a otra persona uno de los dos que tiene. El donante vivo para hígado es inexistente en Colombia. En 2008, el 40% de familiares que podían haber permitido una donación la negaron. ¿De qué sirve un hígado o un riñón muchos metros bajo tierra? ¿Para qué volverlos cenizas si esos órganos pueden representar una nueva vida? No puedo dejar de pensar en la escena, y en que a pesar de la rabia, el dolor o la frustración de que una vida tan joven haya cesado, aún así una familia diera paso a la oportunidad de alguien más.

Y mientras yo manejaba lo más rápido posible hacia Chía a recoger a mi papá para después llevarlo a la Santa Fe, en ese momento le extraían el hígado a la joven para luego mantenerlo en "una solución de preservación" que contiene electrolitos y otras sustancias que permiten que ese órgano siga siendo apto. Después lo acomodaron en una nevera portátil. Y mientras ayudaba a mi papá a terminar de alistar un pequeño maletín donde tenía algo de ropa e implementos de aseo, una ambulancia llevaba ese hígado al aeropuerto de Medellín. Minutos después, nosotros íbamos en el carro rumbo a la clínica y ese órgano en un avión rumbo a El Dorado de Bogotá, donde lo esperaba otra ambulancia.

Ese sábado mi papá fue el afortunado de la lista de espera de la Fundación Santa Fe, que oscila permanentemente entre 30 y 40 posibles receptores. Afortunado también porque el promedio de espera es de seis meses y él recibió esa llamada tres meses después de ingresar de manera oficial a la lista. Allí no importa quién entre de primero o de último, la prioridad es para el paciente que, por gravedad, requiera con mayor urgencia el trasplante.

Pero para entrar a esa lista fue necesario seguir antes un procedimiento obligatorio. El doctor Idrovo es uno de los diez hepatólogos que hay en el país. Hasta el año pasado, pues hoy el Hospital Pablo Tobón Uribe tiene un programa especial en este campo, para ser hepatólogo era necesario estudiar en el exterior después de una especialidad previa en Gastroenterología o Medicina Interna. Idrovo se convirtió en hepatólogo en la Universidad de Miami y él fue quien recomendó a mi papá para esta lista. Según sus instrucciones, además de múltiples muestras de laboratorios, se requirió una hospitalización de cuatro días en la Santa Fe. La valoración incluía resonancias, ecocardiogramas, endoscopias, colonoscopias, ecografías, una biopsia hepática y muchos exámenes más. Cada parte de su cuerpo fue evaluada y ahí se comprobó lo que ya sabíamos: el hígado no estaba ayudando para nada en la coagulación. Cualquier rasguño era susceptible de ser un foco de infección. En estas circunstancias, hasta la extracción de una muela se vuelve un riesgo mortal y, por eso, aunque a mi papá se le fueron cayendo los dientes, era mejor no tocar los que quedaban.

Después de analizar los resultados de los exámenes, Idrovo se reunió con una junta conformada por el cirujano, un odontólogo, un cardiólogo, un neumólogo, una psicóloga y una trabajadora social para determinar si era apto para trasplante. Pero no solo eso, había que pensar en lo que venía después y por eso la trabajadora social visitó a mi papá en su apartamento en Chía. En otra junta donde nos citaron a varios familiares fue muy clara: "Alguien de ustedes debe estar con él permanentemente después de la operación, si no es así, no vale la pena el esfuerzo del trasplante. Él no puede vivir solo como vive ahora". Y una nueva paradoja: mi papá, que siempre estuvo rodeado de mucha gente, de amigos que para tomar siempre estaban ahí, de mujeres que iban y venían, lucía ahora como el hombre más solo del mundo. Mi papá se anticipó a esta escena de alguna manera, pues siempre habló de "la filosofía del tamiz", que no era otra cosa que la metáfora de pasar por un colador a tanta gente que uno conoce en la vida, la que pasa y pasa, y la poca que realmente queda. Una metáfora para saber, de verdad, quién está con uno. Tal vez porque su temperamento no es fácil, tal vez porque a esta altura uno no tiene por qué andar con enfermos que no le corresponden, tal vez porque cada uno debe seguir con su vida y sus propios problemas, o por lo que sea, pero la única persona que se ofreció a cuidarlo fue Clara, mi mamá. Después de 18 años de no ser su esposa, ella aceptó encargarse de él en el postoperatorio. La hepatóloga Mónica Tapias le dice a mi mamá ‘Santa Clara‘. Y no es para menos. Me dice que lo hace "porque le nace, porque ella es así". En el tamiz de mi papá, a pesar de él mismo, quedó ella, por encima de cualquier persona.

Desde la primera cita con Idrovo hasta la llamada de ese sábado del enfermero Jorge Pérez pasó más de año y medio. Fue una espera dispendiosa, exámenes todo el tiempo, aquí y allá. La suma de encefalopatías fue deteriorando a mi papá. Cada vez que le daban de alta en urgencias lucía más viejo, más cansado, menos coherente. Meses antes de la operación ya se había vuelto más lento para caminar, andaba encorvado, débil, su coordinación era mínima. Cada paso era una hazaña. Su piel y sus ojos eran totalmente amarillos. A veces las piernas le amanecían inflamadas; acumulaba mucha agua que no podía eliminar. Lo mismo pasaba con su estómago: se inflaba de repente. Ya no veía televisión porque no entendía nada. Cuando quería hacer el crucigrama del periódico —uno de sus pasatiempos favoritos— confundía las palabras. Quería decir una frase y le salía otra. Tal vez por eso repetía tanto las cosas, todo lo que decía, como queriendo asegurarse de que no estaba loco. Y no lo estaba.

En el carro de nuevo predominó el silencio. No sé si fue por verlo así de débil o de indefenso, pero supe ahí —una vez más padre e hijo a solas— que yo no sentía rencores ni resentimientos. Al contrario, añoré todo el tiempo junto a él y, viéndolo ahí, entendí su esencia. La esencia de la que siempre me habló y que él dejó en unos de sus versos: En la fragilidad/ lloro el recuerdo/ de quien creyó en mis versos/ algún día./ Lloro la soledad del alma sola/ y la del corazón atormentado./ Lloro el asunto aquel de haber creído / y, sobre todo, el de haber dudado./ Lloro, en fin, el asunto decisivo/ de ahogarme en las cosas del momento/ cuando todo mi ser reclama a gritos/ esa gloria perdida sin remedio.
 

3.
Han pasado casi seis meses desde la operación y tal como nos lo advirtieron, el postoperatorio no ha sido nada fácil. No importa si el trasplante fue por una cirrosis, una hepatitis B o una hepatitis C, la causa principal de trasplantes de hígado en el mundo; o un cáncer, el de mayor prioridad en las listas de espera. Lo que sigue siempre es complejo, aunque a mi papá le dio más duro que a otros pacientes que han salido adelante con rapidez, tal vez porque ya venía muy mal desde antes de la cirugía. Además de convivir con sondas por todo el cuerpo, los primeros días en el hospital —normalmente un trasplantado pasa una semana en Cuidados Intensivos y luego otra en habitación antes de salir— mi papá sufrió de delirio, "una confusión mental aguda", según los médicos: hablaba incoherencias, mencionaba personas que hace mucho no veía, preguntaba por cosas que no existían y pasaba muy rápido de la efusividad a la depresión. Para mí ese delirio es haber visto toda su vida en pequeños flashes. Un día me dijo que él cometió muchos errores y que nos pedía perdón por todos ellos. Otra tarde lo vi caminar por uno de los pasillos del hospital, con la ayuda de una enfermera, diciendo que quería bailar, pero al siguiente día me decía que nunca se debió haber operado, que se sentía muy mal, que estaba incómodo con su cuerpo, que hubiera preferido morirse. En ese delirio se desorientaba mucho: a veces no nos reconocía, buscaba la manera de quitarse las sondas que tenía en el cuerpo, se quejaba, gritaba. En el hospital, la paciencia de mi papá, que siempre fue mínima, se terminó de agotar esas dos semanas. Solo quería irse de ahí a pesar de que visitas nunca le faltaron, especialmente las de algunas de sus hermanas, sobrinos, su único hermano vivo; Lina, su gran amor; y unos pocos buenos amigos.

A los médicos les pareció normal esa reacción, y cada tanto un psiquiatra venía a visitarlo para darle ánimo, para incentivarlo a continuar la vida. Esas citas con el psiquiatra se repetirían muchas veces más como parte del proceso. El hígado estaba funcionando bien después de esa cirugía, que es considerada la más difícil de todos los trasplantes por los riesgos que implica. Cada paso allí es lento y cuidadoso para conectar venas y arterias, y además las vías biliares con el nuevo órgano que llega al cuerpo. En el caso de mi papá, el anestesiólogo lo preparó desde las 9:00 de la noche, antes de entrar al quirófano tres horas más tarde. Él se encargó de inyectarle varias bolsas de plasma debido a su baja coagulación. Esa pérdida de sangre en alguien que no coagula es uno de los mayores riesgos. La operación, que condujo el doctor Vera, terminó a las 7:00 de la mañana.

Pero después de la operación viene el postoperatorio, que determinará si esa relación de un hígado nuevo metido en un cuerpo viejo y maltratado será buena. El éxito de un postoperatorio depende de controlar la inmunosupresión, que consiste en lograr, con medicamentos, que el cuerpo asimile el órgano, que evite el rechazo. Cuando mi papá salió del hospital nos dieron una cajita plástica transparente, dividida en 12 pequeños espacios. Cada espacio estaba marcado con una hora específica del día y en cada uno había dispuestos varios medicamentos, incluida la insulina pues mi papá también resultó diabético. A las 6:00 de la mañana en punto empezaba la rutina (aquí no vale pasarse 10, 15 o 20 minutos). Y así cada hora hasta las 10:00 de la noche. Si mi papá quería ir a algún lado, debía andar con "la lonchera" que mi mamá le organizaba, pues las drogas eran a esas horas y no a otras. Esa lonchera es una parte más de la vida de un trasplantado. No importa cuánto viva, siempre necesitará esas drogas a la mano.

De no haber tenido a mi papá como beneficiario de la EPS Compensar todos esos medicamentos hubieran costado en promedio cinco millones de pesos al mes, mientras que la sola operación hubiera pasado de los 130 millones de pesos. En Colombia las EPS están obligadas a cubrir los costos del trasplante de hígado y de cuatro más: córnea, corazón, médula ósea y riñón.

El hígado nuevo de mi papá funcionó bien pero, como los carros viejos, le empezaron a salir achaques por todos lados. No controlaba los esfínteres, le daba pereza levantarse de la cama porque "no le daban ganas", se sentía débil y debió comenzar como un niño a hacer planas para escribir de nuevo. Su coordinación seguía regular. Pero, sobre todo, empezó a temblar. Cuando dormía, las piernas le brincaban solas; a veces las manos también. Hasta que unas convulsiones que nunca había tenido, como si se tratara de epilepsia, nos llevaron a internarlo de nuevo en la Santa Fe, bajo la observación de la doctora Tapias. Algo de su sistema neurológico andaba mal. También descubrieron un líquido infectado en su abdomen. Pasó otros 42 días hospitalizado. Allí supe lo que también dijo Ribeyro, y es que uno tarde o temprano termina convirtiéndose en el padre de su padre. Con la ayuda de una enfermera me vi muy seguido cambiándole los pañales, limpiándolo con agua tibia como si fuera un bebé, dándole el almuerzo porque sus manos temblorosas no podían sostener los cubiertos, limpiándole la boca con una servilleta, ayudándolo en el baño. Y pienso de nuevo en el poema de Sabines: No ha habido hora más larga que cuando no dormías,/ ni túnel más espeso de horror y de miseria/ que el que llenaban tus lamentos,/ tu pobre cuerpo herido.

Después de esa hospitalización, la aparición de líquido nuevamente en el estómago lo llevó de vuelta a la Santa Fe. Estamos a un día de Navidad, ya han pasado dos semanas y sigue aquí. Cada vez está más delgado, los huesos se le forran al cuerpo, está desnutrido, sus piernas apenas lo pueden resistir, y otra vez los médicos le están drenando del abdomen ese líquido. La doctora Tapias, el doctor Vera y el resto del equipo hacen lo mejor que pueden. "Estoy cansado", me dice en los momentos en que me reconoce. Vera nos insiste en que lo alentemos y lo acompañemos. Eso hacemos. Me sorprende lo mucho que ha resistido desde que comenzó este proceso hace dos años.

Una vez más conectado a máquinas que no paran de pitar, me estira la mano como si quisiera saludarme (nunca quiero imaginar que es para despedirse). Yo le digo que todo estará bien, y él se limita a cerrar los ojos sin soltarme la mano, asintiendo con la cabeza: y entonces me da por pensar en los momentos más felices con mi papá. Me acuerdo, a pesar de que yo tenía un poco menos de tres años, de lo mucho que me gustaba su carro, un Simca rojo; me acuerdo que me asomaba a la ventana, alegre porque mi papá había llegado, y entraba al apartamento y me alzaba mientras yo sacudía los pies en el aire, sonriente, como me veo en las fotos de los álbumes familiares en donde él me carga. O cuando regresó de uno de sus viajes a Europa y me regaló el Tango, el balón oficial de España 82, y un trencito eléctrico que todavía guardo y que él me ayudó a armar en la sala. O un Mercedes Benz de pedales —las ironías de la vida— con el que jugábamos en el parque. Yo tenía 8 años y pasaba feliz con mi papá. O el día que me llevó al estadio, por primera vez, a ver un partido entre Millonarios y Cali. No se me olvidará el libro que me dio para colorear con la historia de El Quijote de la Mancha y ya cuando era un poco más grande, un ejemplar de Robinson Crusoe, mi primer libro oficialmente. "Nunca dejes de leer y escribir. Eso nunca te dará plata, pero te hará diferente a los demás", me decía. Y me gustaba verlo recitar sus versos, y los de García Lorca y León de Greiff, sus favoritos, y me encantaba oírle una vez más el cuento de cómo Agustín Lara conquistó a María Félix, o cómo Schubert llegó a componer su Serenata. Así lo quiero recordar siempre. Y mientras sigue peleando por salir adelante, yo siento que ha llegado el momento de escribir esta historia, su historia. Y, si es posible, de que él la lea.


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