19 de agosto de 2009
Un bárbaro en Corea
Si usted ya leyó el resumen de las cosas curiosas que vivió Andrés Felipe Solano durante 6 meses en Corea del Sur, no se pierda la crónica completa.
Por: Andrés Felipe Solano
-¿Qué
carajos dice la letra?-luego suelta una risotada y me pega un palmadón en la
espalda.
Con la
vida que ha llevado no podría ser otra cosa que escritor. El recuento de su
existencia es un mapa perfecto para leer la historia de su país durante los
últimos cincuenta años. Hwang nació en Manchuria, a donde su familia se mudó
luego de que Japón a principios del siglo XX apaciguara su hambre colonial
anexándose a Corea. Durante cuatro décadas los japoneses les prohibieron hablar
a los coreanos su idioma, los obligaron a cambiar sus nombres y les quedó
tiempo de montar un sistema de prostitución para que sus soldados se
desestresaran con las locales antes de iniciar las rondas. Todavía frente a la
embajada de Japón en Seúl se ve a un grupo de abuelas protestar para que se
reconozca la violación a la que fueron sometidas un día si y el otro también,
muchas veces con la complicidad de sus compatriotas, que las vendieron o
regalaron para congraciarse con los colonizadores. Hwang y su familia regresaron
a la península coreana cuando los japoneses empacaron y se fueron al término de
la Segunda guerra mundial, y se trasladó al sur al estallar la pelea entre las
dos Coreas. A los quince años empezó una vida como jornalero en los campos
devastados -obrero vagabundo dice para hacerlo sonar más romántico, menos
doloroso-, ayudante de cocina en un templo budista y más tarde soldado en la
guerra de Vietnam, a la que Corea del sur envió hombres para apoyar a su
aliado, Estados Unidos. Por tres años Hwang se encargó de la limpieza, que no
era otra cosa que borrar las huellas de masacres contra los civiles y de
enterrar a los muertos. Luego fue activista estudiantil y tuvo que refugiarse
en la Isla de Jeju, donde nos vimos por segunda vez a finales de la primavera.
Jeju es
el balneario donde las parejas de recién casados de China, Japón y Corea
celebran su luna de miel. Es una tierra extraña en su vegetación comparada con
el resto del país. Hay palmeras, los inviernos son menos inclementes, las
mandarinas se caen de los árboles y por supuesto no cuestan diez dólares la
media docena como en cualquier supermercado de Seúl. La gente es recia, quizás
por aquello de que fue ocupada por los mongoles durante tres siglos. Hwang se
refugió en Jeju cuando lo estaban buscando por oponerse a la primera dictadura
que gobernó a Corea después del final de la guerra y aún están en pie algunos
de sus escondites preferidos, como un restaurante familiar a escasos metros de
la orilla del mar donde me contó que almorzó con Jean Marie Le Clezio, el
recién nombrado premio nobel. Le Clezio pasó un año en Corea, tiempo suficiente
para hermanarlos. El francés lo llamó en
persona para contarle que se había ganado un premio con el que por fin iba a
poder pagar todas sus deudas. Ahora es tu turno, agregó.
-Aquí
venden un sashimi de un pescado que solo encuentra en las aguas de esta isla.
Pidámoslo-dijo aquella vez.
Esa
tarde Hwang le sugirió a la dueña que lo sirviera a la manera tradicional.
Después de varias botellas de Soju, el plato llegó con la cabeza del pescado en
la mitad de la bandeja. Arruyado por el licor me quedé mirándolo. Sus agallas
se abrían y se cerraban en cortos intervalos. Sabía que los coreanos sienten
especial debilidad por comprobar la frescura de los alimentos que van a comer.
A veces las cosas llegan más allá. En Busán, puerto al sur de Seúl, comí
pulpito vivo. Tomar uno de los pequeños y resbalosos tentáculos que se
retorcían sobre el plato y sumergirlo en un tazón de salsa picante fue mi
graduación en el uso de los palillos, que en Corea casi siempre son de metal.
El pescado mitad vivo, mitad muerto, parecía que quería decirme algo pero Hwang
me devolvió al mundo con otra de sus risotadas y una copita en lo alto para un
brindis.
Más
tarde nuestros acompañantes nos arrastraron cerca de un volcán extinto para
apreciar las montañas. El escritor los dejó adelantarse por unos senderos
floreados y me dijo bajo un cielo surcado por cuervos que coreaban su nombre,
Hwang, Hwang, Hwang.
-A mí
me interesan muchos más las personas que los paisajes. Los paisajes van a estar
ahí por siempre. Qué se jodan los paisajes- y aprovechando la ausencia de los
otros me acabó de contar su vida.
En
1989, con varios libros publicados, tomó un avión a Pyonygang en un rodeo que
lo llevó primero a Tokio y luego a Pekín. El viaje era un desafío a la Ley de
Seguridad Nacional que prohibe a los surcoreanos tener cualquier clase de
contacto con Corea del Norte y, claro está, pisar su suelo a riesgo de ser
encarcelado. Hwang viajó para promover un intercambio entre la Asociación
Surcoreana de artistas y la Federación Norcoreana de Literatura y al terminar
sus amigos le dijeron que no podía volver al país, de lo contrario sería
apresado. No tuvo otra alternativa que escoger el exilio voluntario que lo llevó
a vivir en Berlín, Londres y Nueva York. Cuatro años después los mismos amigos
le sugirieron que regresara y en caso de que lo retuvieran harían una gran
manifestación. El escritor, debilitado por no poder hablar su lengua, tomó un
avión hacia Seúl. En el aeropuerto fue arrestado y condenado a siete años de
cárcel.
-¿Sabes
quién me mantuvo vivo? Márquez, no miento.
Tardo
un poco en entender. Hwang se refiere a García Márquez por su segundo apellido
como sucede en muchas partes del mundo.
-Leí
Cien años de soledad cinco veces.
Quizás
a muchos ya no les diga nada aquel libro pero para un prisionero en
confinamiento solitario sus páginas son alimento espiritual de primera clase.
-No
todo fue tan trágico. Conocí a varios mafiosos que me cogieron cariño por las
huelgas de hambre que hicimos para que nos mejoraran las condiciones de
reclusión. Hace poco me encontré a uno de ellos en la calle. Me saludó con un
abrazo y me entregó una tarjeta. Me dijo: este es mi club. Preséntala y lleva a
todos los amigos que quieras. Pasé como tres días allá.
Hwang
cumplió cinco años de los siete a los que fue condenado. En ese tiempo aprendió
definitivamente a lidiar con su Han, la cuota de dolor que todo coreano carga
por culpa de un pasado cruento, una forma íntima de darle sentido a todo el
sufrimiento e injusticia que pesan sobre un pueblo.
Escribir
o cantar en un noraebang pueden ser una de las mejores formas de sobrellevarlo.
Desde su asiento Hwang pide que programen Bésame mucho y me pasa el micrófono.
-Súbete
a la mesa. Ahora te toca a ti- y ríe una vez más.
-Mekju,
juseyo.
La
mayor me trae cinco botellas de cerveza. Le trato de explicar que una es
suficiente pero ni las señas sirven para hacerme entender. Parece que el
consumo mínimo por fuerza debe ser el principio de una borrachera. Mi capital
solo alcanza para dos cervezas, así que me paro y me voy. Total, solo venía a
preguntar cuanto marca el sexo por hora, no a tenerlo. A la salida del burdel
de bolsillo me cruzo con un hombre que se tambalea. Sus pasos enredados lo
llevan con fortuna a la mesa que acabo de dejar libre. Un náufrago de la noche
que se aferra al primer madero que se le cruza. Mis cinco botellas no
completaron el viaje de vuelta hacia la nevera. El tintineo de su argolla
matrimonial contra un cenicero de metal las trae de regreso. En Corea el
adulterio está castigado por ley con penas que pueden llegar a los dos años de
cárcel, aún así el 70% de los hombres admite que le ha sido infiel a su mujer
según un reporte de la BBC. El año pasado Ok So-Ri una conocida actriz de televisión
fue condenada a ocho meses de prisión por haber engañado a su marido con un
cantante de pop. La corte al dictar la sentencia enfatizó que la ley sobre el
adulterio está hecha para proteger el estricto orden social heredado del
confucionismo que llegó desde China a la península coreana hace siete siglos.
Sin embargo, el país a mediados de los años ochenta contaba con seiscientas mil
mujeres que prestaban servicios sexuales, el mismo número de miembros de las
fuerzas militares. Un ejército de prostitutas literalmente dispuestas a abrigar
entre sus piernas a los machos de un país donde los matrimonios arreglados
siguen siendo moneda corriente. Vale decir que por cada siete hombres adúlteros
una mujer ha confesado serlo. Para practicar la infidelidad sin excesiva culpa
están los burdeles y por supuesto los moteles. La competencia es tan fuerte que
ya no basta ofrecer una habitación con proyector, conexión a internet ilimitada
y dispensadores de juguetes sexuales en los pasillos. Los moteles en Corea han
optado por emular a los parques temáticos. Algunos ofrecen habitaciones con
motocicletas de alto cilindraje o terrazas con telescopios, otros permanecen
con renos y arbolitos de navidad los 365 días del año. Mientras asistía a un
festival de cine en Busán me quedé dos noches en el Inca Motel, una réplica de
una casa de muñecas bastante inquietante. Los cuartos venían equipados con
mesitas para servir el té y un tocador con cepillos y hebillas de todos los
tamaños. La segunda noche traté sin suerte de cambiarme al Drama Motel, al otro
lado de la calle (en Corea a las telenovelas se les conoce como dramas). La
persona que me habló del sitio me dijo que las habitaciones hacían las veces de
locaciones de televisión, con cámaras, cables, cajas de maquillaje y escenografía.
El sexo llevado a escena. Me pregunto si llegan incluso a los dramas
históricos, muy populares en el país. Sería curioso vestirse con el complicado
hanbok -el traje tradicional- para luego tardar otros veinte minutos en
quitárselo.
Dejo al
hombre con las botellas y las prostitutas y regreso a mi habitación. A la
mañana siguiente me lo encuentro al frente de una iglesia, con la cara verde.
Debe haber vomitado toda la madrugada. Es domingo y se ha ofrecido como
voluntario para ayudar a parquear los carros de los feligreses. Los misioneros
protestantes que llegaron al país a finales del siglo XIX hicieron bien su
trabajo. El cristianismo es la religión con más fieles en Corea, aunque los
evangelizadores jamás previeron variables como la Iglesia de la Unificación
creada por Sun Myung Moon, que se autoproclamó el nuevo Mesías y aún así tiene
dentro de una multitud de industrias asociadas a su culto a Kahr Arms, una
fábrica de pistolas 9 mm.
En su
oficina, un cuarto sin ventanas forrado por estanterías llenas de folletos que
comparte con otros dos veteranos, me hace entrega oficial de su tarjeta. La
recibo con las dos manos como exige la etiqueta del caso. Después de vivir seis
meses en Corea tengo 86 tarjetas de presentación diferentes. Unas llevan la
foto del portador, otras complicados escudos de universidades o logos de
empresas. Un poeta me entregó una con un dibujo de su autoría. Tal cantidad de
tarjetas no quiere decir que haya llevado la vida social de diplomático. Las
bussiness cards no son un capricho esnobista en Corea. En una sociedad regida
por las jerarquías en la que siempre hay alguien por encima, donde la cadena de
poder y el respeto ciego pasa por el presidente, el militar, el policía, el
jefe, el profesor, el padre, el hermano mayor y la suegra, en el caso de las
mujeres casadas, las tarjetas sirven para saber qué terreno se pisa. Qué
dignidad, grado o título tiene la persona recién conocida y el trato que se le
debe dar. El respeto que me produce el veterano no depende de su tarjeta. Basta
saber que llevó una vida paralela al cabo Ortiz. Los dos nacieron en pueblos
pequeños y llegaron al ejército antes de los 20 años, después de terminar el
colegio. La pobreza los arrastró a las filas. Ambos hicieron parte de un
escuadrón de comunicaciones y prefirieron no despedirse de sus novias cuando
llegó la hora de ir a combatir. Yi perdió en la guerra la falange superior de
su índice izquierdo y Ortiz el ojo derecho. Juntos supieron de la compasión en
mitad de la nieve de aquellos días. La intérprete que me acompaña me explica
que al final de la guerra el sargento casi pierde los dedos de los pies,
congelados por un frío de menos 18 grados C, pero una prisionera norcorena se los
salvó. La mujer pasó una noche entera con ellos entres sus manos. Al
despedirnos el sargento y los otros veteranos quieren una foto conmigo. Hace
medio siglo no veían a un colombiano, me dice la intérprete, que se ha
convertido en mi madrina en Seúl.
En el
segundo piso del Memorial War Museum en el centro de Seúl hay una sala
destinada a los quince países aliados de Corea del Sur durante la guerra. El
maniquí de la vitrina que corresponde a Colombia está pintado con un tono ocre,
como de piel bronceada y tiene un bigote grueso, erizado. Lleva un uniforme
sencillo de campaña, austero, muy diferente al exotismo del uniforme turco o el
ostentoso del belga, compañeros de palco. Al lado, en un televisor se puede ver
una secuencia de tres minutos en blanco y negro. El corto muestra a los
primeros soldados colombianos que desembarcaron en Busán, cuando todavía era
primavera. Salen felices, marchan en desorden y ríen para la cámara. Otra toma
muestra una improvisada becerrada sobre la cubierta de un acorazado norteamericano,
cerca a Hawaii. Uno de ellos se acerca y dice algo. Es muy joven y lleva
bigote, no tan rebelde como el del maniquí. Un compañero le tumba la gorra y
sale corriendo. Puede ser Juan Domingo Varón. Su nombre está grabado a las
afueras del museo en una placa. Fue uno de los 69 colombianos desaparecidos en
combate.
La
intérprete ha decidido que es hora de que experimente uno de los deportes
favoritos de los jóvenes coreanos, el Sogeting o cita a ciegas. Tanto a su
amiga como a mí nos dio coordinadas precisas: deben encontrarse a la salida de
la estación de Hongdae, una zona frecuentada por las tantas hordas
universitarias que habitan la ciudad. Parte de Seúl ha tendido a organizarse
comercialmente alrededor de las grandes universidades. El resultado:
cañaduzales de neón, toldos callejeros que abren a las once de la noche y
cierran a las cinco de la mañana y centenares edificios donde pueden convivir
un café, un restaurante vietnamita, un noraebang de lujo, un bar de jazz
especializado en vinilos y un almacén de condones de diseño.
Después
de un corto y tímido saludo de mi parte, su belleza es tan indiscutible como el
poder destructor de una bomba nuclear, Soo me propone que vayamos a comer a un
restaurante que funciona en una casa antigua con techo de tejas de barro. Al
entrar nos quitamos los zapatos y los dejamos en un locker de madera. Debe
calzar 255. Mi talla según la costumbre coreana de medirla en milímetros es
265. Guardo la llave en un bolsillo y presencio un instante que le subiría toda
la sangre a Luis Buñuel, aquel director de cine que daba la vida por el
pronunciado arco de un pie o unos dedos con las justas proporciones. Las
piernas de Soo están libres de medias y terminan en unos pies aterradoramente
perfectos. Intuyo largas sesiones en un salón de masajes y pedicure, tan
comunes en Seúl como las ventas de empanadas en Bogotá.
Nos
sentamos sobre unos cojines rojos y de inmediato la mesera trae una botella de
te de maíz helado. En la mesa contigua una pareja de adolescentes vestida con
una camisa a cuadros idéntica come Samgyeopsal. Es común ver por las calles de
Seúl a quinceañeros vestidos de la misma forma o con gorras iguales. Lo hacen
para dar a entender que son novios. Con las mangas arremangadas y perfecta
sincronía doran los trozos de tocino sobre una parrilla emplazada en el centro
de la mesa, los sumergen en salsa soja, los coronan con una lámina de ajo asado
y los envuelven en hojas de lechuga. En pocos minutos desaparecen la orden y piden
una nueva. Ruego porque Soo se anime a pedir el barbecue de cerdo -muchos de
los platos coreanos va al centro de la mesa y se comparten- pero me suguiere
que ordenemos noodles fríos para contrarrestrar el calor del verano. Por
supuesto es más que una invitación, es una orden que imparte bajo la supuesta
la infalibilidad de su belleza, que para mi gusto se desmorona a la luz del
restaurante. Mientras llegan los platos me entero de que estudia derecho en la
Ewha Womans University, la institución privada para mujeres más antigua de
Seúl. La Ewha, que significa la academia del pero en flor, tiene fama de ser un
escampadero para aquellas que aguardan por un marido adinerado y poderoso, todo
lo que no soy. Cuando le informo que trabajo como periodista y que no habría
llegado a Seúl de no ser por una invitación, una mueca de desconsuelo cruza su
cara, de una perfección conseguida en un quirófano de Apjeong, la zona con más
clínicas de cirugía plástica por metro del sudeste asiático. Las agencias de
viajes de Taiwan, Japón y China suelen ofrecer paquetes médicos para tener un
rostro diferente en un solo día. Los ojos de Soo no tienen nada de asiáticos.
Sin duda un médico les hizo un pequeño corte para convertirlos en dos ojos
redondos, grandes e inexpresivos. Así como muchas adolescentes colombianas le
piden a sus padres de regalo de quince años sendos implantes de silicona, las
coreanas optan una intervención para alargar sus párpados y verse como
occidentales. La comida llega. Un tazón para cada uno con noddles en un caldo
de vegetales y trozos de hielo nadando. Comemos concentrados. El silencio se
corta con una pregunta:
-¿Qué
tipo de sangre eres?-La intérprete ya me había instruido sobre esta curiosidad.
Muchos coreanos creen que la sangre determina el carácter de una persona. Así
que respondo B positivo como habría podido responder "mi signo zodiacal es
acuario" al otro lado del mundo. Una nueva mueca, esta vez más
destemplada, descompone su cara. Según la creencia el hombre tipo B positivo es
mujeriego y reacio a los compromisos.
Soo me
cuenta que ha empezado una nueva rutina de ejercicios. Yo le digo que jamás
había visto una librería tan grande como Kyobo. El local subterráneo que
frecuento se asemeja al piso de un gran supermercado. En lugar de la góndola de
los lácteos están las estanterías de biografías y el mostrador de la carne lo
ocupan los libros de viajes. Corea es el séptimo mercado editorial del mundo y
Kyobo es solo un ejemplo. A las afuera de Seúl se construyó Paju, una ciudad
entera que vive de los libros. El sitio preferido de Soo para hacer compras es
Lotte, una tienda por departamentos. No ha comido helado de fríjol en el
Palacio de Deoksu, ni ha puesto un pie en el mercado de pescado de Noreyagin,
donde se consiguen cangrejos tan grandes como un gato adulto, ni siquiera ha
subido a la Torre Namsam para comprobar la cursilería de los enamorados que
dejan sobre un cable de acero dos candados entrelazados y botan las llaves a un
abismo.
El
interés mutuo decae a medida que se acaban los noodles. Mis sospechas al ver
sus pies perfectos se confirman. Creo que Soo sufre de una epidemia conocida
como Kyung ju pyung o enfermedad de la princesa, un término común para definir
a cierto tipo de coreana obsesionada con su figura. Ayer me pareció haber
detectado un ejemplo contundente en una estación de metro, donde a propósito
hay espejos de cuerpo entero a la entrada de las rampas. Me subí al tiempo con
una veinteañera con un pelo brillante y negro como ala de cuervo y maquillaje
de salón de belleza. Entre estaciones la joven se grababa con la cámara de su
celular y se retocaba unas pestañas tiesas de maniquí o movía un milímetro un
mechón de pelo. Repitió la operación varias veces. Si pudiera andar envuelta en
una cápsula de polietileno transparente sin duda lo haría.
La cita
a ciegas agoniza y no hago mucho por darle siquiera los primeros auxilios.
Pagamos en la caja y tomamos nuestros zapatos. Esta vez sus pies me parecieron
de yeso. Nos despedimos a la entrada del metro. Su línea me servía pero me
inventé una excusa para no tomarla. Me habría deprimido ver a Soo sacar el
celular y grabarse solo para ir a casa. Regresé al restaurante y pedí una plato
de Samgyeopsal y una botella de Soju como un coreano más. Por supuesto Soo no
bebe. Beber engorda. La mesera que me atendió tenía los ojos como dos finos
cortes y sus pies estaban vivos. Me pareció preciosa y le debo haber agradado
porque regresó con mi licor sonriendo y una vez llenó mi copita me espolvoreó
un polvillo de oro. Para la buena suerte, me dijeron en inglés los enamorados
de las camisas idénticas, que todavía seguían comiendo.
Nadie
sabe si el hombre se quedó a ver cómo las llamas consumían la puerta de
Sungnyemun, el principal tesoro nacional de Corea, o simplemente roció con
disolvente la estructura construida en el año 1395, le prendió fuego con un
encendedor y luego tomó un bus hasta su casa, en una isla al occidente de Seúl.
Nadie sabe cómo y donde pasó esa noche el anciano Chae Jong-Gi, si cenó una
sopa de pescado en el mercado de Namdaemun, con la puerta ardiendo a sus
espaldas, si fumó un cigarrillo tras otro escondido entre la multitud mientras
se caía a pedazos la construcción en madera más vieja del reino, la que alguna
vez protegió a sus habitantes de los tigres que rondaban a Seúl hace siglos. El
11 de febrero de 2008, un día después del incendio, el viejo Chae fue capturado
con la escalera que usó para escalar la puerta y el tarro de disolvente a la
mitad. Antes las cámaras de televisión, con un tapabocas y la cabeza gacha, le
pidió perdón a su familia por haberlos humillado. No quiso confesar que había
hecho después de prender el encendedor.
Los
coreanos se definen así mismos como fuertes de temperamento. Chae sin duda lo
es hasta llegar a la locura incendiaria. El hombre de 69 años se vengó del
gobierno al no recibir suficiente dinero por un terreno de su propiedad que más
tarde los constructores convirtieron en un horrible conjunto de torres
multifamiliares hechas del más ordinario hormigón. Combatió cemento con fuego.
Se cobró del delirio urbanizador quemando una de las pocas reliquias de la
dinastía Joseon (1392-1910) que sobrevivieron a la guerra que destruyó su país.
Por su acto recibió diez años de cárcel. Cada nación incuba una forma
particular para que los hombres manifiesten su ira. En Colombia un hombre en
silla de ruedas y su hijo secuestraron un avión con 25 personas a bordo armados
con una granada de fragmentación para protestar por una indemnización que les
negó la Corte de Estado. El hombre perdió la movilidad después de un tiroteo en
el que participó la policía.
Para
calmar los ánimos invito al profesor a un café. Decidimos tomarlo en una banca,
detrás de la facultad donde enseña. Cuando nos asomamos dos estudiantes que
fuman se paran asustadas y hacen seña de que van a botar sus cigarrillos.
Muchas jóvenes aun se sienten obligadas a no fumar frente a hombres mayores, en
especial profesores y jefes, un vestigio mas de la rígida etiqueta derivada del
confucianismo. Jang es un hombre de avanzada y las conmina a que sigan
disfrutando de sus cigarrillos sin problemas, una de las razones por las que es
bastante querido entre los estudiantes de la Universidad Nacional de Seúl, la
mejor del país. Millares de coreanos luchan todos los años por pasar los
exámenes de admisión. Asegurar un pupitre en ella significa más adelante tener
medio trasero en un puesto de trabajo bien remunerado. Para conseguirlo deben
los estudiantes deben pasar literalmente por una carnicería durante el colegio.
Corea al no tener grandes recursos naturales previó que la única forma de que
el país saliera de la ruina después de la guerra era a través de un rígido
sistema educativo, que con los años convertiría al país en un enclave
tecnológico. Cosa que sucedió. ¿Su televisor, aire acondicionado, nevera son
LG? ¿Su celular o la pantalla de su computador es Samsung? ¿Su carro es Daewoo,
Kia o Hunday? Sin tener conciencia todos estamos rodeados de artículos Made In
Corea. El precio a pagar por ser una potencia mundial fue grande. Que lo digan
los estudiantes de colegio, a los que siempre se les ve ceñudos o mal encarados
con justa razón. Su jornada arranca a las ocho de la mañana y termina a las
cinco de la tarde y después vienen las horas de estudio voluntario hasta las
once de la noche. Voluntario claramente es un decir. En su vida todo está
dispuesto para que pasen el Sooneung o Exámen nacional. El puntaje que alcancen
determinará si pueden entrar a una de las universidad top del país. De 600 mil
estudiantes que presentan el examen pasan 10 mil a la Universidad Nacional de
Seúl y a las dos que le siguen en la lista. "En el colegio no tuve amigos,
solo competidores. Mi vida empezó cuando pasé a la universidad", me dijo
una amiga coreana. Una de sus conocidas ha desarrolado una extraña patología:
ha tratado de entrar por diez años seguidos a la Facultad de leyes y aún sigue
luchando. Vive sola en un cuarto y estudia para el examen durante once meses.
Dice que su vida estará asegurada si pasa. Entre tanto una década se le ha
escurrido entre las manos. La universidad representa un corto verano de alegría
porque después las cosas se tornan igual de complejas. Corea del Sur, según la
OIT (organización mundial del trabajo), es el país donde la gente trabaja más
horas al año. El profesor Jang ha sabido escoger. Su trabajo es bien pago,
tiene prestigio y unas vacaciones que todos los demás envidian. Quizás por eso
vive sin afanes. Después de la charla me invita a tomar en un bar Makkoli,
bebida tradicional coreana parecida a la chicha, tan común que se vende en
botellas etiquetadas en los supermercados. En la puerta del sitio mira su reloj
y le dice a su amigo, el que lo ha llamado Yucateco: "Bueno, creo que es
hora de que te vayas, tu mujer te espera". Jang además es soltero.
-¿Cómo
escapó de Corea del Norte a China?
-Caminé
dos días y crucé el río Doo Hang en la noche. Los cazadores no se dieron
cuenta, estaban celebrando el Chusoeok (día de acción de gracias coreano)
-¿Cazadores?
-Si,
hombres que cazan a los que tratan de cruzar la frontera. Les pagan por cada
uno que maten.
-¿Dónde
se alojó en China? ¿En qué trabajó?
-Trabajé
en una granja, en una fábrica de chicles, en un restaurante y en una fábrica de
acero. Primero viví en una cueva. Muchos de los que escapan viven en cuevas,
luego me pasé a una bodega de unos amigos de mi madre. Ella nació en China.
-¿Y por
qué se tuvo que ir de China? ¿Cómo llegó a Corea del sur?
-Alguien
me denunció. Escapé a tiempo a Mongolia y la crucé en una carroza hasta llegar
a Tailandia. En Bangkok fui a la embajada y ahí me mandaron a Seúl. Llegué hace
tres años. No me acostumbro todavía a los carros. Vivo solo.
-¿Qué
era lo peor de vivir en Corea del norte?
-El
sistema del triángulo. Usted tiene que vigilar a una persona, esa persona a
otra y esta última lo vigila a usted. Lo peor es el triángulo se da en las
familias. A mi me tocaba vigilar a mi mamá.
-¿Cómo
es Pyongyang?
-Sólo
estuve una vez. Está llena de casas de mentira para que los turistas las vean
de lejos. No hay nada dentro de ellas, son de madera. También los mercados son
falsos. Me acerqué a uno y las frutas que se ofrecían era de plástico.
-¿Extraña
algo?
-La
leche y los huevos. Aquí no saben a nada.
No
había estado tan cerca de sus aguas milagrosas, que han engendrado una que otra
pesadilla en el afán coreano por la modernización. En 1994 el puente de Songsu
se vino abajo. La soldadura de sus bases se realizó bajo el grito que gobierna
muchas de las actividades del país: pali, pali (rápido, rápido). A veces, en el
metro, veo como la bruma cubre el río y apenas puedo adivinarlo a pesar de que
mide un kilómetro de orilla a orilla. Son las ocho y apenas está anocheciendo.
El instituto que me invitó a pasar seis meses en esta península que permaneció
aislada por decisión propia cientos de años, ha organizado un corto recorrido
con cena incluida por el río a bordo de un barco de dos pisos en el que se
celebra un matrimonio. Me acompañan, una poeta de Túnez, una escritora
palestina y nuestra intérprete. Antes de pasar al buffet oímos cantar a un
imitador coreano de Frank Sinatra, un viejo que dobla perfecto Fly me to the
moon para los invitados a la boda. La palestina y yo pedimos cerveza y una vez
terminamos de comer salimos del salón principal y vamos a fumar afuera, con el
viento de la noche, que ya ha llegado. Estamos rodeados de hombres y mujeres
asiáticos embrujados por el humo de los cigarrillos, una constante en este
santuario donde tarde o temprano vendremos a vivir todos los fumadores del
mundo. En las películas coreanas todavía los protagonistas fuman con pasión,
sabiendo que en ello se les va la vida.
Terminado
el cigarrillo nos asomamos a la boda, el acontecimiento más importante en la
vida de muchos coreanos. Aquí el amor tiene poco que ver. Un matrimonio es un
contrato y por eso aquel que haga una falsa promesa puede ir a la cárcel.
Muchos buscan su compañero a través de agencias especializadas o de un
Chomjaengi, adivinos a los que los coreanos no solo acuden con fines
matrimoniales. La compra de una casa o incluso una decisión de estado puede
pasar sus servicios. Lo asombroso de una economía de primer orden en manos de
una cultura profundamente animista. Los salones de bodas son quizás las únicas
construcciones que rompen con la monótona arquitectura de Seúl. Una tremenda y
dolorosa mezcla acabó con las construcciones tradicionales: los colonizadores
japoneses destruyeron la mayoría de templos y palacios. La guerra borró lo que
los japoneses no tocaron y los bulldozers que iniciaron la reconstrucción
arrasaron con lo que quedaba. La fiebre no cede. Una de las primeras imágenes
que guardo de la ciudad es el antiguo estadio de béisbol de Dongdaemun. En
menos de seis meses desapareció. El sitio donde quedaba ahora es un cráter
lunar a la espera de los pilares de un nuevo centro comercial. La intérprete se
une con su cigarrillo en la mano y de la nada nos dice que ella también se va a
casar a pesar de que sus padres no estén de acuerdo. Se va a casar por amor,
una rareza, una excentricidad. Me disculpo para ir al baño. Una mujer sin país
y otra probablemente sin familia se quedan mirando el río Han, que estuvo desde
el principio, fue testigo del milagro y seguirá su curso cuando todos nos
hayamos ido.