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8 de febrero de 2006

Un colegio sin mujeres

Por: Héctor Abad Faciolince

En El payaso interior, una libreta inédita de Fernando González que acaba de ser rescatada, se lee el siguiente aforismo: "No enviéis a vuestros hijos a colegios de religiosos, pues allí solo aprenderán a tener vergüenza". Yo siempre me he preguntado si mi vida (mi personalidad, mi relación con los hombres y con las mujeres) hubiera sido distinta -mejor o peor- en caso de haber estudiado la primaria y el bachillerato en un colegio laico y mixto. Ya sé que no se puede construir nada con base en ese tipo de hipótesis: la respuesta no se sabe, y el ejercicio mental es inane. El caso es que en la lotería de la vida a mí me tocó el dudoso premio de estudiar en un colegio confesional, solo para varones y dirigido por el Opus Dei: el Gimnasio Los Alcázares de Medellín.
El modelo de este tipo de colegio es el seminario, en el caso de los hombres, o el convento, en el caso de las mujeres. Y el motivo fundamental por el que no se deja que estudien juntos los dos sexos es el mismo por el que las monjas y los curas se forman en establecimientos separados: para evitar la tentación del pecado que a la Iglesia más le aterra: la relación sexual sin fines de procreación y entre personas no casadas.
Se podrá aducir que hay otras razones para esta separación: que las niñas hablan antes y mejor, cosa que es cierta, o que los hombres tienen más fuerza y por lo tanto las clases de educación física se complican, o que un hombre de dieciséis años es un niño mientras que una muchacha de esa edad muchas veces es ya una mujer hecha y derecha. No lo niego, y los colegios mixtos, cuando son buenos, tienen en cuenta esas diferencias biológicas. Pero en el colegio donde yo estudié, igual que en los seminarios, la ausencia de mujeres no se debía a disparidades naturales, sino a un motivo muy simple y muy concreto: a la ancestral sexofobia de la Iglesia Católica.
Si se quieren evitar los embarazos juveniles, la precaución de separar hombres y mujeres desde niños es inútil e incluso contraproducente: en los estudios serios sobre comportamiento humano se ha establecido que en general se siente poca atracción por las personas con las que crecemos. En cambio, en mi colegio para hombres, y precisamente con las niñas del establecimiento educativo "hermano" (Los Pinares), que quedaba a leguas de distancia para evitar el contacto, la tensión de la abstinencia y de la prohibición era tan fuerte que hubo embarazos precoces y no pocos matrimonios precipitados por un hijo fecundado de afán en el ascensor, en las escaleras o en el baño.
Hasta aquí mi "elaboración teórica", digámoslo así, de lo que pasaba. Vengamos ahora a mis recuerdos concretos y a las inútiles tensiones creadas por esta obligatoria separación completa entre varones y hembras, y por la absoluta prohibición del sexo (incluso solitario) que pesaba como una nube ominosa sobre todos nosotros:
Nos falta un año para terminar el bachillerato y tenemos dieciséis años. Chorros de testosterona nos envenenan el cuerpo -digámoslo así, aunque en este veneno se encierre también la dicha- y la obsesión por el sexo es la cruz y la delicia de nuestros días y de nuestras noches. No solo entre nosotros, sino también en el caso del padre Mario, el Consejero Espiritual, un hombre joven, calvo y de mente retorcida. Cuando entrábamos a su austero, tenebroso despacho a donde nos citaba a uno por uno cada mes, después de hacernos sentar y de mirarnos fijamente a los ojos con una intensidad que decía "lo sé todo", disparaba la misma pregunta de siempre: "Hijo mío, ¿cómo estás de pureza?".
Con una o dos pajas diarias, más un chorro perpetuo de malos pensamientos, nunca estábamos muy bien de pureza, y para las rutinarias confesiones del padre era muy fácil adivinarlo. El caso es que nuestro Consejero Espiritual no admitía declaraciones genéricas. Quería detalles, más detalles, todos los detalles: dónde, con cuál mano y cuántas veces y con quién, si había un quien, y lo que habíamos sentido de gusto, de dolor, de placer o de remordimiento. Venían luego los consejos (las duchas frías, el deporte hasta caer exhaustos, ni un segundo de demora en la cama, las lecturas de libros piadosos) y las penitencias, que para los que no éramos de la Obra no eran graves, pero para los que entraban consistían en cilicios, cerdas apretadas en el muslo, ayunos y demás mortificaciones salvajes de la carne.
Yo tiendo a creer que los factores genéticos son mucho más importantes que los ambientales para determinar si uno llega a ser homosexual, bisexual o heterosexual. En todo caso para nosotros, con un alboroto hormonal que no nos dejaba ni un día de tregua, cualquier cosa podía representar un foco de atracción. A muchos nos perturbaba, por ejemplo, y sin saber por qué, el culo redondo, saliente y bien formado de un compañero que usaba pantalones estrechos. Al cabo de los años es muy fácil saber por qué nos perturbaba: tenía unas hermosas nalgas de mujer, pero muchos en el grupo nos sentíamos maricas al constatar que ese culo nos jalaba como un imán la mirada.
La ausencia de mujeres no era solo entre los estudiantes. No había ni una sola profesora, ni una empleada de oficina, ni una vicerrectora, ni una secretaria. Miento, había una secretaria, que de inmediato se enamoró y se casó con el macho Alpha del colegio, el mejor profesor y el más valiente: Gonzalo. Después tuvieron trece hijos, si no estoy mal, según esa sabia receta demográfica del Opus Dei (todos los vástagos que mi Dios nos mande) que, si se hubiera aplicado en China, este planeta en que vivimos ya habría desaparecido como sitio habitable.
Gonzalo, el que se quedó con la única mujer disponible, al menos, no nos preguntaba nunca cómo íbamos de pureza. No estaba obsesionado con el sexo, no era un mojigato. Nos hacía sentir las pocas cosas buenas que tienen los grupos cuando están compuestos de machos solos. No el enfermizo encierro falsamente piadoso del convento, sino los retos físicos del macho en estado natural: caminatas de ocho horas seguidas bajo el sol, con los morrales a la espalda, para buscar una cueva subterránea. Peligrosas acampadas a la orilla de un río que se desbordaba con ruido de piedras a las tres de la madrugada. Idas de Medellín a El Retiro, a pie, en toda una noche de sudor frío, de cansancio extremo y de canciones fáciles para llevar el ritmo de la caminata. Noches alrededor de una fogata. Ahí entendíamos, tal vez, ese sentido antiguo de los grupos de hombres solos: una preparación para la guerra y la caza, una competencia física y mental entre nosotros, pero no por los cuerpos de las mujeres, sino para definir quién debe ser el líder de la manada.
Para entender hasta qué punto estaba prohibida la presencia de cualquier mujer, quiero recordar lo que pasaba durante las Convivencias a las que nos llevaban cada año en una magnífica casa de campo, Guaycoral, en el municipio de La Ceja. Allá, por las mañanas y a la hora del almuerzo, veíamos de lejos un pequeño ejército de jovencitas campesinas que desfilaban en uniforme azul. Mientras ellas arreglaban los cuartos y los baños, mientras trapeaban los interminables corredores y barrían la hojarasca, a nosotros nos encerraban en el oratorio. Nadie podía merodear en esa hora por las habitaciones, y luego ellas volvían a su misterioso harén cerrado a calicanto. A la hora del almuerzo entraban con las bandejas y dejaban la comida sobre la mesa. La primera vez que fui a un retiro, tuve la mala idea de mirar a la que nos servía y de decirle "gracias". Cuando ella se retiró, el padre Mario me miró con furia y dijo en tono cortante: "Ya había explicado que no hay que hablar con las sirvientas. No es necesario que les den las gracias. Ellas ya saben que les agradecemos". Solo el padre podía dirigirles la palabra, nosotros nunca, ni para decir gracias.
La tendencia a juntar hombres con hombres y de excluir a las mujeres es una tradición cultural de muchas sociedades. Se usa en los conventos cristianos y budistas; en las madrazas de los musulmanes; en la masonería tradicional; en los clubes más exclusivos de Londres; en el club Rotario; en el pequeño comité de casi todos los partidos; en la cúpula de las Farc, del Eln y de los paramilitares, y en los ejércitos de casi todos los países. Pero cuando yo crecí ya no se seguía esa costumbre en todos los colegios y hoy en día no se cumple ni entre los jesuitas, aunque en los del Opus Dei sigue siendo lo mismo.
Tal vez en algunas partes esta separación tenga sentido, pero en los colegios y en la adolescencia para lo que servía era para hacernos sentir miedo y vergüenza de las mujeres, para intentar postergar hasta el matrimonio nuestro trato familiar con ellas y supuestamente para alejarnos de las tentaciones, como si fuera posible castrar la imaginación. Menos mal que por fuera del colegio nos librábamos de esa dictadura. Pero algunos sucumbieron a la angustia y a la culpa. Yo tengo un recuerdo trágico asociado con esto, y tiene que ver con mi mejor amigo de la adolescencia, Daniel Echavarría. A él en el colegio le hicieron la vida imposible y, "por no tener el espíritu adecuado", lo echaron. Siempre llevó por dentro el peso de esa expulsión.
Daniel era un poeta febril al que le debo en parte mi vocación de escritor. Con él leí mis primeros libros y empezamos juntos, casi al escondido, a escribir poemas de todo tipo, poemas políticos y poemas de amor. Nos inventamos un alfabeto secreto para que los profesores no pudieran leer los mensajes que nos intercambiábamos. El padre Mario sospechaba, detrás de todo eso, un pecado nefando que nunca existió. Si hubiera existido no me daría ni la menor vergüenza confesarlo; si algo tuve de sexual con mis compañeros, lo tuve con los más cercanos a la Obra, los que mejor guardaban las apariencias y los que siempre tuvieron y tendrán fama de santos. Pero a Daniel lo atormentaron con culpas y vergüenzas inventadas.
Al fin, un tiempo después de su expulsión, pero con la angustia intacta, Daniel se tomó entero un frasco de pastillas, y como lo salvaron por la noche con un lavado gástrico, a la mañana siguiente se voló la cabeza de un escopetazo. Recuerdo que al otro día yo llegué al colegio doblado de tristeza y el padre Mario me llamó a su despacho. "Era muy amigo tuyo, ¿verdad?". Yo le dije que sí. "Pues no sigas su ejemplo. Yo no quisiera hoy estar en los zapatos de Daniel. A esta hora ya debe haber atravesado las puertas del Infierno". Eran estos comentarios, creo, los que nos llevaban a Daniel y a mí a una disyuntiva desesperada: o aguantar o matarnos. Él era más sensible que yo y se mató. Yo aguanté para contarlo.