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10 de septiembre de 2007

Un día con el fotógrafo de El Espacio

Gómez fue el primer fotógrafo en llegar y contemplar un bus del Colegio Agustiniano Norte aplastado por una trituadora asfáltica.

Por: Armando Neira
| Foto: Armando Neira


Truman Capote contaba que lo primero que hizo cuando llegó al poblado de Holcomb, en Kansas, fue ir a ver los cuatro miembros de la familia Clutter, brutalmente asesinados por dos hombres. "Me siento bien después de haberlos visto con el horror en sus rostros". A Néstor Ignacio Gómez Valderrama, el fotógrafo del periódico El Espacio, el hombre que con su cámara ha captado, en primer plano, las caras de mil cadáveres, le ocurre algo similar que al autor de A sangre fría. Llega tranquilo a casa, se siente satisfecho con su modesta vida, que se ve notoriamente mejor si la compara con la situaciones que retrata a diario.

En la noche, siempre, le da un beso a su hijo Néstor Javier, de siete años. Pasa por su estudio donde está cada una de las primeras páginas del periódico, con grandes titulares de color rojo y escabrosas fotos, que él colecciona y guarda como si se tratara de un tesoro envidiable. Y se va a dormir. "Duermo como un bebé". Se acuesta temprano porque tiene que madrugar.

Sabe que la muerte va en una ráfaga, en un clic, que viaja con el ruido de las grandes tragedias. Y que la vida está en la suma, pausada y en ocasiones monótona, de miles de días más sus noches, en una sinfonía, casi imperceptible, de los pequeños detalles. "Por eso, dice, me gozo la vida con serenidad porque allá afuera el ritmo es un infierno".

A ese mundo atroz Gómez ha llegado, en la mayoría de los casos, cuando aún corre un hilo de sangre y el cuerpo del protagonista de su noticia tiene cierta tibieza. Es un lapso muy corto porque si algo sabe él con certeza es que la muerte no da espera. "La rigidez cadavérica empieza a las cuatro horas del fallecimiento. El ser humano tiene en vida una temperatura promedio de entre 36,5 y 37,5 grados —explica el médico de la Universidad del Rosario Hernando Lozano Sánchez—. A partir del momento de la muerte, la temperatura desciende cada hora un grado y la coagulación de la sangre fuera del cuerpo es casi inmediata".

Por eso, hay que llegar en el instante preciso. Son dos hechos los que han disciplinado a Gómez para cumplir esta exigencia: el gusto de los lectores de su periódico por esas fotos y el naciente sistema penal acusa torio que fija reglas estrictas para acceder a la escena del crimen. Aunque parezca increíble antes de la puesta en funcionamiento de este código —el primero de enero de 2004— los fotógrafos, curiosos, periodistas y transeúntes despistados se paseaban con libertad junto a los muertos. Los husmeaban, los tocaban, los retrataban. Ahora se pone una cinta amarilla que veta el ingreso a quienes no integren los cuerpos judiciales de investigación del Estado. "Si traspasamos la línea, el juez puede decir que somos parte de las evidencias y nos pueden judicializar", dice.

Él, por tanto, se hace más lejos aunque para obviar este problema cambió los lentes de su cámara por unos más potentes con los que igual retrata la boca, los ojos, la perforación de la bala o la herida del cuchillo con extraordinaria nitidez. "Si no llego rápido, me jodo".

Por eso, él y todos sus compañeros de trabajo madrugan. De hecho, con excepción de El Espacio, no hay un periódico en Colombia que tenga su consejo de redacción a las siete de la mañana, de lunes a sábado porque los domingos la muerte declara una tregua en su faena. Ese día, lo registran todas las estadísticas, en el país se mata poco.

Pero tras la pausa festiva, el lunes arremete con todo. Una puñalada allí, un disparo más allá, un atropellado en esa acera, un hombre que no encontró trabajo y se dejó vencer por la depresión de otra semana sintiéndose inútil y que sacó las fuerzas necesarias para saltar desde un puente o desde un edificio.

Tras la reunión editorial este hombre de 1,78 metros de estatura y de cien kilos exactos de peso, se sube al carro del periódico con su máquina digital Nikon D-100 y sus tres lentes: un 17- 35 mm, un 80-200 mm y un 300 mm. "Tengo buen equipo, con esto puedo lograr imágenes precisas, muy reales", asegura. Pero, ¿la realidad que él fotografía es la que ocurre a nuestro alrededor? "No solo eso —responde él con cierto tono pedagógico—: es peor, mucho peor". Y concluye: "Trabajito no falta". Y entonces guía al conductor a una ruta que tiene cuatro o cinco destinos predecibles: el Instituto de Medicina Legal, la Unidad de Reacción Inmediata de la Fiscalía en Paloquemao, el comando de la Policía Metropolitana de Bogotá, el vasto y árido sur y los cerros desde donde se extiende amplia, desordenada, impredecible y ruidosa la ciudad.

A pesar de su tez morena, su hablar desparpajado, Gómez es un bogotano puro. Nació en esta ciudad el 16 de junio de 1967 y hoy se precia de conocer como pocos los 15 mil kilómetros de vías que hay en Bogotá, sus 54 mil cruces, sus calles más alejadas, los recovecos más tenebrosos y los basureros más inmundos donde malviven las ratas, los chulos y los olvidados de Dios. Conocer esta urbe como la palma de su mano es una obligación laboral. "Cuando hay un caso, toca llegar en cuestión de minutos". Esa habilidad para moverse por entre el denso tráfico le ha permitido arribar a los sitios de la tragedia en momentos en que aún se escuchan las expresiones de "Dios mío, hagan algo, llamen a alguien, miren cómo quedó".

Eso le ocurrió, por ejemplo, el miércoles 28 de abril de 2004 pasadas las tres de la tarde. Recién había salido de los entrenamientos de Santa Fe —"la otra cosa que más les gusta a nuestros lectores es el fútbol"— en dirección al periódico, en la avenida El dorado. Lo llamaron por el radioteléfono para anunciarle de un accidente al otro extremo, en la avenida Suba, en el noroccidente.

Su aspecto es pesado y tiene las manos gruesas, pero sus movimientos son rápidos. "¡Vamos, vamos!", le gritó aquel día al neófito conductor. Este aceleró mientras el fotógrafo pedía por el transmisor más detalles: "Fue un accidente de un bus con una cantidad de niños adentro". En esas, el fotógrafo escuchó la sirena de una ambulancia que se abría paso detrás de ellos. La dejaron pasar y ordenó: "Péguesele, péguesele". Sacó por la ventanilla su equipo de comunicaciones y con su pinta de agente secreto, los demás conductores del caótico tráfico creyeron que debía ser un investigador por lo que también le abrían paso. En un momento dado, la ambulancia se lanzó en contravía por la avenida Suba. El chofer del periódico dudó: "¡Hombre, carajo, le dije que se le pegara!". Nadie entendía qué pasaba al ver los dos vehículos correr así, pero sorprendentemente todos en ese momento creyeron que algo muy grave había ocurrido en esta ciudad de tragedias, por lo que les abrían el espacio para seguir.

A las 3:25 de la tarde, Gómez fue el primer fotógrafo en llegar y contemplar un bus del Colegio Agustiniano Norte aplastado por una trituradora asfáltica de 50 toneladas de peso. Él empezó a disparar su máquina, pero pronto se dio cuenta de lo que estaba tomando: las manos de los 21 niños muertos, esos rostros sorprendidos por la tragedia. En ese momento —es la única vez que le ha pasado en su trabajo— sintió que las piernas le fallaban. Estaba temblando y asustado. "Aquí pasan cosas feas y cada vez peores. Pero no pasa nada porque la gente cree que eso es problema de otros. Ese día me dio pánico: pensé que un niño de esos había podido ser mi hijo". Entonces se salió de la escena. Esperó a que llegara la Policía y que esta pusiera una frontera para que los periodistas hicieran su trabajo, y él se hizo allí con ellos, como si acabara de llegar al sitio.

Ese día llegó destrozado a casa. Como siempre conversó con Luz Amanda Romero, la mujer con la que comparte la vida, y su hijo. Cuando madre y niño se durmieron, Gómez lloró por lo que había visto. Y observó las fotos exclusivas que tenía. Empezó a eliminarlas. Una, dos, tres, las diez que alcanzó a tomar. "Es la única vez que no fui capaz de entregar un trabajo. Creo que nadie hubiera soportado la publicación de esas escenas".

Desde entonces, jamás ha dejado de ir una jornada a recoger a su hijo. Este fotógrafo es uno de los pocos periodistas colombianos que tienen el privilegio de salir religiosamente a las cuatro de la tarde. Al fin y al cabo, con seis años de trabajo en el periódico puede reclamar el título del más experimentado y adjudicarse para sí el turno de día y dejar a los demás las jornadas nocturnas. Todas las tardes lo espera a la salida del colegio. Se va con él y mientras en cualquier otra parte de la ciudad alguien estará planeando una muerte, él estará leyendo y jugando con su pequeño, sumando esos pequeños detalles que hacen la vida, lenta y placentera.

Jamás olvida que la muerte va deprisa. Se aparece de repente sin saber a qué horas. Como aquella noche fría de junio cuando un hombre sorprendió a su ex esposa en el sur de Bogotá con una serenata de mariachis. La mujer salió somnolienta en compañía de su hija de diez años a la sala de la casa, orgullosa del halago y de la que creía una bonita reconciliación tras una pelea trivial de celos. Entonces el hombre les pidió que le cantaran aquella inolvidable canción de Pedro Flores: "Perdón, vida de mi vida / perdón, si es que te he faltado, / perdón, cariñito amado, ángel adorado / dame tu perdón". Los músicos iban en aquella estrofa cuando él sacó un revólver le disparó a ella en la cabeza tres veces y luego se suicidó con un tiro en la sien.

Cuando Gómez llegó al sitio de los hechos, al día siguiente, la nota era de interés para sus lectores: "Le dio una serenata con plomo", se imaginó el titular. Sin embargo, le faltaban las fotos porque ya habían levantado los cuerpos y los familiares se habían llevado a la menor. Entonces les tocó recurrir a la publicación de lo que en su periódico llaman "los muertos vivos". Es decir, fotos de documentos o de actos sociales que es lo usual en los diarios y revistas tradicionales por respeto a los lectores y a los familiares. "En el caso nuestro no, porque a los lectores les gusta ver el muerto muerto". Ojalá con la sangre abriéndose paso.

En su caso, tiene pocos problemas para conseguir las fotos de "los muertos vivos". Esto porque en los estratos uno, dos y tres en donde el Estudio General de Medios dice que el periódico vende la casi totalidad de sus 70.000 ejemplares diarios —es el segundo rotativo en ventas después de El Tiempo— son muchas las personas que les suelen colaborar. "Los pobres no tienen problemas para expresar su dolor", dice el periodista Carlos Guevara, quien usualmente acompaña a Gómez en los trabajos. Por eso, casi siempre cuando llegan al sitio en donde ha ocurrido una tragedia, los familiares les sacan todas las fotografías que tienen a su disposición. Y también en algunos casos objetos personales porque al difunto nunca le tomaron una foto. En cientos de lugares del sur profundo hay personas que ni siquiera tienen para sacarse la foto de la tarjeta de identidad o de la cédula. En tiempos del facebook, muchos la única foto que logran en su paso por este mundo es la que les toma Gómez antes de que los lleven a la tumba.

En estos estratos hay mucha gente que cuenta todo y quiere leer todo sobre lo que les pasó a sus vecinos. Por eso, en las crónicas abundan los detalles. Reales o imaginarios. Porque una buena fuente es el rumor. Cada crónica puede tener en promedio 8.000 caracteres cuando en la prensa tradicional ese espacio es un privilegio para grandes firmas. "Aquí tenemos espacio para todas las fotos y todas las historias", anota Gómez.

Sin embargo, en todos los sitios no es bienvenido. Ni él, ni sus compañeros. En algunos han intentado matarlo, lo persiguen, lo acusan de chulo, de ave de mal agüero. él puede ser uno de los fotógrafos más agredidos e insultados de la prensa colombiana. Sin embargo, su caso no es de interés para ninguna organización defensora de periodistas. Y eso que rara vez él toma fotos de paramilitares, guerrilleros o narcotraficantes. Es decir, de aquellos en los que en el imaginario nacional y de los centros de poder está concentrada la violencia. No faltaba más. Solo se necesita ir cualquier día a ‘El Palo del ahorcado‘, en el punto más lejano, al sur de Bogotá, que ni siquiera sale en los mapas de la ciudad. Está a dos horas en carro del parque de la 93. Es un monte pelado en donde aún se hace la crucifixión en vivo durante Semana Santa, distante de las calles amarillas, de casas de tejas de cinc y paredes de cartón, del último barrio de Ciudad Bolívar. En ese madero empotrado son frecuentes los suicidios. ¿Los motivos? Casi siempre son los mismos: las penas de amor, las traiciones, los celos y los problemas económicos. Allí Gómez ha hecho algunas de sus más impresionantes fotos.
Para él, son fotografías de una parte de la realidad del país. "Cada día veo cosas tan tenaces, que no se necesita retocar las fotos". Eso lo sabe él, desde aquel viernes 15 de marzo de 2002 cuando tomó su primer muerto. "Fue en el pabellón de las monjas. Un sitio abandonado en lo que hace años fue un importante hospital". En esa ocasión entró con la ayuda de la Policía, que le facilitó el trabajo. "Yo disparé la cámara y me salí. Después, con el periódico impreso, fue que me di cuenta de la textura de la piel, del color morado de los labios, de las manos color cal". La foto es uno de sus máximos orgullos y la guarda con celo en el estudio de su casa.

Desde entonces, Gómez dejó de ir a cine comercial. "Me gusta el cine francés. Esas películas donde el protagonista dispara, no se le acaban las balas, jamás lo hieren y nunca se despeina, no se las cree nadie". Lo dice él, que para lograr solo una foto se ha arrastrado, se ha ensuciado, se ha sumergido en los lodazales y ha sido testigo de buena parte de la violencia subterránea en la que naufragamos.

Se trata de un periodismo criticado y al mismo tiempo exitoso. El Espacio es el único medio en Colombia que vive, con muy buenas cifras económicas, de la sola venta de sus noticias porque lograr que alguien ponga un aviso allí es muy difícil. "Es lógico, dice el catedrático de historia William Ramírez Tobón —uno de los estudiosos de la historia del periodismo nacional—. Es amarillismo que denota la ausencia de educación en el país. Se aprovechan de la ignorancia de la gente. No es la crónica roja que han cultivado con estética y absoluto rigor Felipe González Toledo, Ismael Enrique Arenas o Gabriel García Márquez. No. Es la deformación de la realidad". Para este analista "lo más grave es que para allá también va la televisión".

Gómez no se detiene en las críticas. Para él, su trabajo es tan normal como el de cualquier medio. "Cuente las fotos: muertos, sexo y goles. Esos son los temas que yo retrato. Lo que le gusta a la gente en este país". Es más, él considera que su trabajo y su producto es igual a SoHo. "La diferencia está en el papel y en la clase social de los lectores". De hecho, recuerda que su primer trabajo en El Espacio, el primer domingo de febrero de 2001, fue ir a la ciclovía a tomar a las muchachas que tuvieran los escotes más pronunciados. "La gente paga por comprar medios en los que aparezcan tetas", le dijeron. Ese día le fue bien porque había mucha luz. Contrario al oscuro trabajo en un laboratorio que hasta ese momento había desempeñado durante diez años.

"Estaba cansado de la oscuridad. Vi la oportunidad y la acepté. Descubrí que hay gente que vive muy mal. Corrijo, que muere muy mal". Antes de dormir piensa en lo bueno que ha sido la vida con él. Es de noche, titilan las luces en los cerros de los barrios populares y allí mismo alguna vida se estarán apagando para siempre. Atrás quedaron los años de inocencia de esta ciudad en los que el poeta y periodista Porfirio Barba Jacob tuvo que inventarse un tenebroso depredador urbano ante la ausencia de noticias policiales. Las cosas han cambiado dramáticamente: "Trabajo no me faltará".

Armando NeiraFotografíaHistoriazona crónicaCrónicas SoHo