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14 de agosto de 2007

Un día cortando caña

En el Valle, los cañaduzales son parte permanente del paisaje. Y allí, centenares de hombres trabajan diariamente en el duro oficio de cortar caña. Antonio García estuvo con ellos en una jornada laboral en la que no hay tiempo para desfallecer.

Por: Antonio García
| Foto: Antonio García

 
Rumbo hacia el norte, el Valle del Cauca fluctúa entre fábricas, pueblos y ciudades intermedias, guaduales, infinitas praderas donde las vacas se distraen viendo pasar carros, sembrados de trigo, maíz o millo, pero sobre todo cañaduzales. A veces, el viajante descubre tramos en que la carretera se acortina con el verde filoso y tupido de las cañas.

La entrada al ingenio es una simple caseta central con una vara de retén que controla el ingreso y otra vara de retén para la salida. Luego, se llega a un inmenso planchón donde están las máquinas del ingenio, la mesa de caña, los enormes trenes cañeros que harían sonrojar a una tractomula. Desde aquí parten carreteras rectas que dan giros de noventa, destapadas, de esas con polvaredas que vencen la exigua resistencia de las ventanillas cerradas. Son las cinco de la mañana y hay tres buses viejos parqueados en una de estas carreteras, al borde de un corte crecido. Otros tres buses están llegando. Despuntan las seis de la mañana y en la carretera aledaña hay un Supervisor de Cuadrilla llamando a lista: Delgado Javier, Sánchez Remigio, Ramos Freddy…, y le va dando a cada uno un papelito.

Hay algo castrense en la terminología laboral. Un Coordinador de Corte es responsabe de un frente, cada frente tiene entre 450 y 500 hombres subdivididos en 60 corteros que le responden a un Supervisor de Corte. Y también hay algo militar en sus actitudes, en sus ritos. Se van sentando a la orilla de la cuneta, unos a desayunar, otros a abrocharse la canillera metálica, a calarse la gorra aprisionando el dulceabrigo bajo ella, ponerse guantes de cuero, amolar los machetes refilones —cuadrados y con una curva en el contrafilo—, las bambas —iguales pero más gruesas y con un pequeño gancho en la punta— y los australianos —doblados como palustres— para que desgajen la caña de un trazo. Se preparan para una guerra contra miles de tallos flexibles y tercos, que se las arreglan para dificultar el corte, para vengarse desviando el machete y enviándoselo de filo al cortero, sobre todo si se trata de caña acostada o la caña «borracha», que se inclina desordenadamente en todas las direcciones. Hay cañas de cañas: cortar la verdelimpia es un suplicio; la Mallarina o la Venezuela son más rendidoras. A esta de hoy la llaman Matahombres. Un corte es un inmenso rectángulo sembrado de caña. El Supervisor de Corte cuenta los surcos sembrados y encuentra la mitad, luego se designa el encargado de medir el corte, este toma una caña de aproximadamente dos metros, llamada «palo», y se interna abriendo una brecha en el corte mientras va contando los palos que mide hasta el otro lado. Ochenta y dos palos de ancho. En la mitad del corte, en el palo número 41, el cortero agrimensor clava una estaca. Hecha esta medición, empiezan a distribuirse los tajos. Un tajo comprende seis hileras de caña que tienen una profundidad de 41 palos, y si el palo tiene dos metros, estamos hablando de seis surcos de caña con una profundidad de 82 metros.

El cañaduzal, antes de la intervención segadora de los machetes, es inexpugnable. Su interior es tibio, los tallos caídos parecen moverse sutilmente para hacer zancadillas, el suelo tiene una gruesa capa de ceniza que se pega a los zapatos y al pantalón, los tallos tiznan la cara y las ramas se alborotan como dardos que quieren sacar los ojos. Dentro del cañaduzal se puede sentir uno solo y perdido en el vientre de un animal gigantesco. La supuesta brecha que el cortero abrió cuando cortó los palos es indiscernible. Un olor a hollín dulzón inunda los pulmones, producto de la quema hecha el día anterior. Al quemarse las hojas secas se facilita el corte, pues así, de un golpe flamígero, se despeja la parte baja de todas las cañas dejando en su lugar un tallo amarillento y ennegrecido en los nudos, como atigrado. La quema también garantiza la desaparición de alacranes, tábanos y culebras que harían aún más riesgosa la labor del cortero (el dulceabrigo, además de proteger del sol, impide que algún animal se cuele dentro de la camisa). La antorcha que utilizan los quemadores consiste en un tubo que tiene una estopa en la punta y que se mantiene encendida gracias al tarro de ACPM que se le atornilla en el extremo opuesto. El quemador debe tener en cuenta la dirección del viento y que este tenga una velocidad de entre 1,5 y 5 metros por segundo, pues de lo contrario la caña se quemaría más de la cuenta o el incendio podría saltar de un corte a otro, incendiando zonas que no estaban listas o no debían prenderse, como la verdelimpia, que se agrega al proceso de elaboración de azúcar para compensar el sabor de la caña quemada. El viento es un aliado o un enemigo, por eso hay una estación meteorológica dentro del ingenio a la cual se consulta siempre antes de realizar una quema. "Cuando está oscuro se ve muy bonito, las llamas alumbran y salen unos candelazos hacia el cielo que ¡ah!", suspira don Libardo Gamboa, cortero durante veinte años y quemador desde hace siete, con una mirada de artista o de pirómano, o ambas cosas.

Todavía hay tiempo por delante. El sol es un tirano que aún brilla sin ira, los corteros de los bordes cuentan que a veces queda faltando una hilera y ellos solo cortan cinco por el mismo pago, pero a veces sí les tocan las seis, con el agravante de que las cañas del borde son más duras, más gruesas, más resistentes al machete. Se hablan entre ellos, hay quienes cantan y se hacen chistes, pero la mayoría está concentrada en bolear machete abajo y arriba, recoger, amontonar, un trabajo repetitivo, mecánico, casi zen, que quizá se preste para una especie de trance que les permita seguir y seguir cortando ese bosque infinito, esa acumulación de tallos como barrotes. Pronto, todo este ejército de corteros empieza a derribar tallos y a decapitarlos, dejando los cogollos a un lado y apilando los palos de tres hileras en un solo montón al que llaman chorra. Cada cortero, al final de su jornada, tendrá dos chorras, que vistas de lejos parecen los diques que construye el castor en el lecho de un río. Los corteros parecen venidos de una mina de carbón. "Tengo la camisa negra, porque la tengo llena e' mugre", parodia uno de ellos a Juanes, mientras de todos lados emana una euforia controlada, medida para no gastar las fuerzas, pues en este oficio se entra a las seis de la mañana, pero no se sabe la hora de salida, que puede extenderse hasta el momento en que el sol arroja el último fulgor. Los corteros que terminan más rápido su tajo pueden pedir más caña para cortar y así mejorar el jornal. Los que se atrasan, en cambio, terminan perdiendo dinero, pues les quitan parte de lo asignado para dárselo a otros. Al final se pesa todo el corte y, según la superficie que cada cortero haya tumbado, se pagan los honorarios.

"Lo bueno de este sistema es que uno mismo se pone su sueldo", dice Jesús Reyes, quien durante doce años trabajó como oficial de construcción y apenas lleva cuatro meses como cortero. "Otra cosa positiva es que nadie está encima de uno jodiéndolo. Le entregan a uno su tajo y listo, hágale, no se meten con uno para nada". Pero no todo es color de rosa para el novato: "Al principio me iba muy mal, me demoraba un montón, me quitaban parte del tajo, me quedaba sin plata. Casi lo dejo todo botado, pero un día un cortero de acá me enseñó lo trucos, que no cortara de surco en surco sino tres surcos de una, para ir armando la chorra, y que no cortara la caña de frente sino desde el lado opuesto donde está acostada", dice, y sonríe mientras toma agua y chupa un poco de panela. La caña enhiesta, que se eleva como una lanza hacia el cielo, es más fácil de cortar, mientras que la caña que está acostada es más difícil porque hay que agacharse para cortarla y amontonarla, el machete pega contra el suelo y pierde filo rápidamente, hay que volver a afilar. Y ni hablar de la caña "borracha", que acaba con la paciencia de cualquiera. En la repartición de tajos la suerte determina qué tan derecha está la caña, qué tan fácil de cortar. "Ahora no soy de los más rápidos, pero tampoco de los últimos", concluye Jesús, con una sonrisa blanquísima que rompe la oscuridad de su tez. "Yo trabajé en riego y en fumigación, pero ahí uno puede demorarse hasta la madrugada del otro día y pagan menos. La construcción era buen negocio antes, cuando se veía la plata. Yo trabajé de obrero en la mansión que hicieron los Rodriguez Orejuela; en esa época pagaban hasta por sonreír", recuerda Jesús, "pero ahora toca moler", y muestra orgulloso las nueve ampollas que tiene en cada mano.

Ya casi es mediodía. La muralla impenetrable de la caña ha comenzado a ralear. El sol cae a plomo sobre los corteros. De vez en cuando resuena un armónico entre el chasquido opaco del corte, una nota aguda que produce el vibrato del metal, mientras aquí y allá se van amontonando las chorras. Algunos han construido un rudimentario refugio con cuatro cañas y un techito, otros abren una sombrilla y se disponen a devorar el almuerzo que han traído desde sus casas. No se toman mucho tiempo, pues de ellos depende terminar temprano para que les asignen más trabajo y ganar un extra.

Se paga todos los viernes. Un cortero gana entre 180 mil y 200 mil pesos en una buena semana. Si le va mal, entre 50 y 80 mil pesos semanales. Antes se trabajaba de lunes a sábado, pero la nueva política del ingenio es que los corteros también trabajen los domingos; el que no vaya puede recibir sanciones económicas, ser suspendido o a la larga perder su trabajo. Cortar caña todo el día, todos los días, es algo parecido a la esclavitud. Quizá no sea azaroso que se vean tantos corteros de raza negra —según los coordinadores, son más fuertes— descendientes de esclavos que habían venido cinco siglos antes allí mismo para cultivar la caña que Colón había traído en su segundo viaje a las Indias, en 1493. Tierra pródiga donde, según don Fernando Colón —hijo del Almirante—, las estacas que había sembrado en la ciudad de la Isabela nacieron solo en siete días. La caña de azúcar llegó al Valle del Cauca en 1940, procedente de Santo Domingo y a través del puerto de la Buena Ventura. Su cultivo prosperó espléndidamente en los campos vecinos de Cali y Buga. Sin embargo, la población de indios quimbayas que se utilizaba para su cultivo pronto se vio diezmada, lo cual dio pie a la introducción de esclavos negros. Numerosos grupos provenientes de Senegal y Guinea Conacrí fueron introducidos al Chocó a través del río Atrato y de allí llegaron al Valle, a trabajar en los cañaduzales y los trapiches donde se producía azúcar en terrón y panela, en condiciones mucho peores de las que sus descendientes, obligados a trabajar el domingo, deben soportar. "Llevo dieciocho años cortando caña, estoy acabándome aquí, esto es un matadero. Mis sueños no terminan aquí, en este cañal; ¡no, mi amigo!", me dice uno de los corteros, se queja, y manda el machete con más fuerza sobre los tallos que se arrinconan frente a él.

Cae la tarde. El azul del cielo se opaca y las montañas lejanas se ensombrecen. El corte es un descampado ocre lleno de chorras, más grande que un campo de fútbol, y resulta casi inconcebible que aquel fortín de cañas que había por la mañana haya sido derribado en su totalidad. Salvo unos pocos rezagados, la inmensa tropa de espadachines ha envainado sus armas. Vuelven las bromas, las conversaciones. El sol es un rey vencido que volverá por sus fueros al día siguiente, cuando vengan, muy temprano, a librar batalla contra el cañaduzal.