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9 de marzo de 2005

Un día en la perrera

El escritor Gonzalo Mallarino acompañó a los hombres que se encargan de capturar los 40 mil perros callejeros que tiene Bogotá y estuvo con los animales hasta que les practicaron la eutanasia.

Por: Gonzalo Mallarino - Edición 60
| Foto: Gonzalo Mallarino - Edición 60

"En el hombre hay mala levadura (.),
pero el alma simple de la bestia es pura".
Rubén Darío
Por gonzalo mallarino


"Maní", mi perro labrador, tiene 14 años. Por tanto tiene 98 años humanos. Hemos ido juntos al mar. Nos hemos metido en los bosques y por los cerros. Hemos montado juntos en avión. Hemos visto atardecer desde el parque entre los pinos y los eucaliptos. Él estuvo cuando empezaron a caminar los niños. Él duerme a mi lado todas las noches de mi vida. Ahora está sordo y muy ciego. Pero sabe desde las telarañas de los ojos y desde los vestíbulos oscuros del olfato dónde estoy cada segundo. Ahora, ¿cómo le explico lo que vi? ¿Lo que hice hace unos días? Tengo vergüenza con él. Siento indignidad al acercármele.

Hace unos días estuve en un operativo de recolección de perros callejeros organizado por el Centro de Zoonosis de Bogotá. Por la perrera municipal. Salimos en tres vehículos. Un camión recolector con cinco operarios del Centro. Una unidad de la policía de la localidad con dos efectivos. Y un auto donde iban los funcionarios de saneamiento del hospital de Engativá. Íbamos hacia el occidente. Entramos al Minuto de Dios. El camión empezó a andar despacio. Los operarios miraban para todos lados. Pronto vimos un perro pardo. Mediano de tamaño. Sucio. Echado en el andén. El camión se acercó a unos diez metros y uno de los operarios que venían en los estribos del camión se botó al asfalto en plena marcha. Corrió hacia el perro. El perro no hizo nada porque no se dio cuenta de qué estaba pasando. El operario llevaba en las manos un palo largo. Que terminaba en un aro con una malla gruesa y ancha. Llegó por detrás y le echó la malla por encima al perro. Lo levantó y el perro empezó a dar tarascazos y a ladrar y mover las patas tratando se salirse de la malla. El operario se llamaba Dávila. Empezó entonces a dar vueltas con el perro entre la malla. Varias vueltas con la vara extendida y el perro por el aire entre la malla. El perro se mareó y dejó de luchar. Dávila se acercó al camión y le pasó la vara a uno de los operarios que iban en el platón. A los que llaman "ascensoristas". El perro se despabiló y empezó a gemir y a ladrar. El operario lo alzó y lo botó entre el platón cerrado con tablas y barras de hierro como una jaula. El animal se golpeó con una punta de la jaula y empezó a botar sangre. Camilo, el fotógrafo, y yo lo miramos por la ventanilla de la cabina. Yo pensé en "Maní".

Dos horas antes en las oficinas del Centro de Zoonosis el director nos había dicho que íbamos a tomar parte en un operativo de recolección. El Centro tiene además de las oficinas administrativas y técnicas 256 jaulas para los perros. En un día cualquiera puede haber 400 perros en Zoonosis. La población perruna de Bogotá se estima en 650.000 perros. Lo que da una relación de 1/11. En Bogotá hay un perro por cada once habitantes. De los 650.000 perros, 40.000 son callejeros. No tienen hogar. Ni dueño. Ni collar. Ni nada. Van por las calles de la ciudad. Vagan. Se buscan la vida. Muchos logran vivir un tiempo. Sobrevivir en un mundo magro. Pero tarde o temprano les llega su momento y los levantan de la calle y los llevan a Zoonosis para sacrificarlos. Uno los ve llegar y advierte en sus caras muchos días de hambre y persecución y patadas.
El operativo. Siempre hay un juego de mallas libres de modo que la cacería nunca se interrumpe. El asunto es ir mirando bien en dónde están los perros callejeros. O aquellos a quienes sus amos sacan sin cadena en contra de lo que manda el código de la policía. Volteamos por una esquina y vimos a una niña de pelo negro con un labrador grande a su lado. Lo tenía agarrado con su correa mientras el animal orinaba. La niña descuidó otro perrito que tenía. Uno blanquito. Pequeño. De esos que llaman falderos. El perrito se apartó de ella sin la cadena. Miguel se tiró rápidamente del camión y lo alzó con la malla. "Ay no, ay no", gritó la niña, "ese perrito no es de la calle, es mío". Pero nada. Ya lo tenía el operario entre la malla dándole vueltas. Se lo pasó a uno de los "ascensoristas" y lo echaron al platón. La niña empezó a perseguirnos. A seguir al camión corriendo y llorando. "Hijueputas", nos empezaron a gritar desde las ventanas de una casa, "¿se les acabó la carne en la casa o qué, malparidos?". Don Guillermo, el conductor, le gritó a la niña por la ventana que fuera a Zoonosis. Que tenía tres días para reclamar su perrito.

La enfermedad animal que puede contagiarse al hombre se llama zoonosis. El Centro de Zoonosis funciona en Engativá desde comienzos de los setentas. Cuando lo establecieron allí, Engativá era casi un pueblo. Hoy no. Alrededor de las instalaciones del Centro hay casas. Calles. Negocios. Colegios. El Centro está en el límite entre el barrio El Muelle y otros dos llamados Centauro y Villagladis. Para llegar allá es más fácil bajarse por la calle Ochenta o Autopista a Medellín. También se puede llegar por Álamos.

La redada. Pasamos por un sector con negocios y muchos puestos de vendedores ambulantes. Al frente de una fundición había un rottweiler echado. "Ese es de los bravos", dijo Daniel, otro de los operarios, "vayan ustedes aquí por este lado y yo por el otro". Se bajó toda la cuadrilla y acorralaron al perro. El animal empezó a ladrar y a mostrar los colmillos blancos y brillantes. Dávila fue el que finalmente le echó la malla y lo sacó para una glorieta. Allí le empezó a dar vueltas pero el rottweiler no se mareó ni se apaciguó. Rompió la malla y se salió y echó a correr. Daniel y Miguel lo cerraron y otra vez lo metieron entre la malla. El perro era tan grande y tan fuerte que hubo que echarle dos mallas más. Quedó por fin atrapado. El amo salió entonces del negocio y se le botó encima tratando de sacarlo. Con los dientes trató de romper las mallas para sacarlo. Los agentes de la policía que venían con nosotros se bajaron y se le fueron encima al dueño del perro. Uno de ellos lo levantó y lo empujó apartándolo del perro. "Ese perro estaba suelto", le dijo el agente, "ahora le toca ir a reclamarlo a Engativá". "Yo ese perro no lo dejo perder ni por el divino", contestó el señor de la fundición con los ojos llenos de lágrimas, "téngalo por seguro". Fue muy difícil levantar al animal para echarlo entre el camión. Con semejante tamaño. Más todas las mallas enredadas. "Ya una vez que caen en la malla", dijo en voz baja en la cabina Guillermo, "toca llevarlos para Zoonosis".

El Centro de Zoonosis tiene que matar semanalmente 400 perros. De lo contrario, la población de estos animales aumentaría sin control. Los barrios que se vieran amenazados reaccionarían violentamente. Estaríamos en una especie de sálvese quien pueda. O ley de la selva. Todo el mundo matando perros. Corriendo para agarrarlos o para que ellos no los mordieran. Los niños. Las mujeres embarazadas. Las heridas en los brazos y las caras. Los colmillos mojados. Los gruñidos y los ojos feroces. Una epidemia de rabia sería un enemigo colosal. "Todos los animales de sangre caliente", dijo el director esa mañana, "pueden transmitir la rabia". El director afirmó con satisfacción que en Bogotá no hay un caso de rabia en humanos desde mediados de los ochentas. Que en el Centro de Zoonosis no hay un caso de rabia en perros desde hace tres años.

¿Cómo se matan 400 perros?
Hace nueve años hubo un informe periodístico sobre el Centro de Zoonosis que produjo gran escándalo. Las imágenes en la televisión mostraban cómo se sacrificaba a los animales entonces. Se metían los perros a unas jaulas mojadas y se electrocutaban con una carga de 220 voltios. Muchos perros morían al cabo de tres o cuatro minutos de estertores y convulsiones. Pero otros no. Era necesario rematarlos con una carga complementaria aplicada directamente en el cuerpo de cada animal. Muertos los perros se echaban en unas bolsas y se llevaban al botadero Doña Juana. Esto fue así durante años de modo que en el subsuelo del basurero debe de haber decenas de miles de esqueletos caninos. Esta práctica produjo el despido de casi todo el personal del Centro y desde entonces todo está en manos del nuevo director. Llamado señor Navarrete. Con su advenimiento se estableció el procedimiento médico de eutanasia individual. Se construyó un horno especial para incinerar a los miles de perros que son sacrificados.

"¿Si les parece", nos dijo el director en la oficina, "pasamos para que miren el sacrificio de los animales?". Claro. Nos levantamos y salimos en fila hacia allá. "La doctora Piedad", dijo Navarrete, "está a cargo hoy". Nos dieron unas máscaras y nos hicieron las últimas advertencias sobre los olores e infecciones a los que íbamos a estar expuestos. Nosotros íbamos pensando en que era irónico que quien matara a los animales se llamara Piedad. Llegamos. Vimos un mesón de aluminio. Vimos las paredes de pedernal frías y manchadas. Vimos las primeras jaulas en un patio. Yo miré a un perro que me miró. Era grande. Viejo. Gris. Lleno de pelos y lanas. Con la cabeza enmarañada. Era enorme y dulce. Tenía sus patas cubiertas de pelos largos y los ojos brillantes y negrísimos. Me miró y yo pensé en "Maní". Sentí dolor. Sentí con angustia a centenares de perros ladrando. Gimiendo. Asesando. "Háganse aquí a este ladito", nos dijo la doctora Piedad, "ahí donde están no porque por allí entran los animales". Dos operarios trajeron dos perros en un carrito de metal de dos pisos. En cada piso o bandeja venía un perro. Gracias a Dios ninguno era todavía el "lanetas".
El operario cogió el primer perro del pellejo. Por el cuello y las ancas. Y lo puso sobre el mesón de aluminio frente a la doctora Piedad. El perrito estaba muy dormido. Unas horas antes le habían puesto una inyección de Tranquilán y no sentía nada. No sabía nada. No tenía miedo de nada. La doctora Piedad simplemente le puso en el vientre una inyección. A los tres segundos el animal estaba muerto. La sustancia que le aplicaron se llamaba Eutanex y le produjo la muerte cerebral apenas entró al organismo. Después le causó un paro respiratorio. Una muerte clemente. Rápida. Indolora. Yo pensé en ese minuto para mis adentros que yo la quisiera para mí llegado el momento. Si estuviera muy enfermo y con mucho dolor. O si me fuera a quemar o a ahogar. O si me fueran a someter durante mucho tiempo a algo degradante. "Hemos estimado que cada eutanasia", dijo la doctora Piedad sacándome de mis pensamientos, "le cuesta al Estado alrededor de 150 mil pesos". Algunos animalitos se orinan y sueltan mucho pelo. La doctora y los operarios usan botas. Overol. Una máscara especial. Una y otra vez salieron los operarios al patio que llamaban "central" y volvieron con el carrito que traía dos perros desgonzados. Con los hocicos amarrados con cabuyas. Listos para ser sacrificados. Pero ninguno era el "lanetas". Gracias a Dios.

El operativo de recolección. Recogimos más perros. Hasta veintitrés. Unos que estaban dormidos. Otros que corrieron. Otros que estaban ahí simplemente. Mirando las burbujas de la mañana. Bajamos hacia el sur y otra vez llegamos a una zona de casas. En una esquina una muchacha de bicicleteros muy pegados se acercó y un desgraciado desde una ventana gritó algo. "No alcen solo a los perros", gritó, "llévense también a las perras". Seguimos. En un solar vimos tres animales echados al lado del cambuche de un "desechable". Detuvimos los tres carros. Dos operarios se acercaron para agarrar a los perros. Dávila con uno de los agentes empezó a desmantelar el cambuche para ver qué había adentro. Al cabo salió un mendigo que estaba durmiendo y cinco perros más. "Déjenme aunque sean los chiquitos", dijo el mendigo con lástima, "esos me calientan por la noche". Pero no. Los alzamos a todos y seguimos. El mendigo se quedó mirándonos. Se quedó mirándome. "¿Qué mal les estaban haciendo los animalitos?", dijo, "muchas gorroneas". Yo miré para otra parte. Volví a mirar al platón. Ahí estaban todos los perros en silencio. No peleaban entre ellos. Estaban hermanados. Pensé en la niña de pelo negro. Pero no pude ver su perro chiquito entre los demás. Pensé que si "Maní" fuera con ellos yo me botaría también con las uñas y los dientes a sacarlo. "La cuota es 60 perros", dijo en ese momento Guillermo el conductor, "sin esa cantidad no nos podemos aparecer en Zoonosis".

En Zoonosis el director nos había dicho antes que donde hay más perros abandonados es en los barrios pobres y donde están los "desplazados". Todos los pobres tienen perros. Si a una familia la sacan a la brava de su parcela, por ejemplo. La "desplazan" para usar el eufemismo. Con seguridad se vienen para Bogotá con varios perros. Los perros siempre vienen con la gente. "Un perro no se vendría solo para Bogotá", dijo el director esa mañana, "desde el Chocó o Los Llanos". Salimos al patio "central" y vimos los perros en las jaulas. Una a una miramos las jaulas atestadas de perros. El "lanetas" seguía allí. Los perros tenían los ojos apagados como pepas de corozo. Estaban entristecidos. Respirando los últimos sorbos de aire. El Centro era su última etapa. Ahí estaban. Eran varios en las jaulas. Muchos. Muchísimos perros solos. Sentí que estaba en la parte de atrás. En el establo de la vida. En el sótano de Bogotá. Pensé que nosotros habíamos atraído a estos animales. Los sedujimos con caricias en el lomo y en la frente. Ellos eran salvajes, andaban en manada. Podían defenderse. Nosotros los privamos de eso y los convencimos de que se vinieran para nuestras casas. Y los vendimos así.

"Si quieren", dijo el director, "pasamos para que miren el horno". Salimos por otra parte y yo miré otra vez le jaula del "lanetas". A 20 metros. Allí estaba él pero ya no me miró. Llegamos al horno. Vimos dos cámaras que arden a 870 grados centígrados y convierten en cenizas los cuerpos de los perros muertos. Un operario los traía en una carretilla y los iba echando en la candela. Alcanzaba a traer varios en cada viaje. Vimos cómo las patas se ponían rígidas y negras mientras ardían. Por cada cien kilos de peso salen cinco de ceniza. No hay humo. No hay contaminación para las casas vecinas. Hay un técnico vigilando cada vez que va a haber quema. Vigila el horno y un tanque de 1.500 galones de gas propano que sirve de combustible. Nunca ha pasado nada. En ese instante llegó un operario con la carretilla. Esta vez no traía varios perros. Traía una sola bolsa negra y enorme. Yo me agaché y abrí la bolsa y miré. Era el "lanetas" ya. Yo miré para un papayuelo que salía de un patio vecino. Me sentí miserable. Por no haberlo sacado al "lanetas". Por no haberlo ayudado. Hubiera sido fácil. El "lanetas" hubiera hecho buen equipo con "Maní" y los niños. Lo hubiéramos podido llevar al fútbol los sábados. "Maní" lo hubiera recibido bien. Me dieron ganas de ponerme a llorar. De vomitar. De vuelta del horno pasamos por un patio que tiene pasto y un corralito. Ahí había unos pocos perros sanos. Jugando. "Estos los hemos separado", dijo el director, "para darlos en adopción". Algunas familias siguiendo la ruta inversa vienen a Zoonosis en busca de un perrito. El Centro se los entrega esterilizados. Vacunados. Desparasitados. Se cobran 80 mil pesos por perro.
La redada. 60 perros de cuota. Camilo y yo sentimos que pronto íbamos a ser presas del atavismo. De la sed de violencia arcaica y sangrienta de la cacería. "Nos faltan", pensé, "treinta animales por lo menos". Cuando sentí el impulso de empezar a delatar. A buscar. A señalar el siguiente perro. Cuando sentí eso les dije que pararan. Que nos dejaran bajarnos. Pararon y nos bajamos. Nos despedimos a toda prisa y nos subimos a un taxi con el rabo entre las piernas.

En el camino me fui pensando en cómo sería una redada de estas en un barrio de ricos. ¿En el parque de la 93? ¿En la T? ¿En el Lineal el Virrey? Ahí me acordé otra vez de "Maní". Lo vi. Nos vi. Caminando por el parquecito frente al edificio. Me puse a pensar en qué le iba a decir a "Maní" al llegar a la casa. Y esta es la hora en que no le dicho nada. Tengo vergüenza de acercarme a mi perro.