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12 de diciembre de 2006

Un fin de semana con los harlistas

Un periodista de SoHo se embarcó en una caravana con un grupo de motociclistas para conocer de cerca un estilo de vida que es más serio de lo que parece. Una crónica sobre ruedas, entre Bogotá y Puerto López.

Por: Andrés Felipe Solano
| Foto: Andrés Felipe Solano

La siguiente historia está compuesta por un señor bajito con un chaleco de cuero, tres perros, una ciénaga, una canadiense, un periodista, varias cruces blancas, un enjambre de Bombus terrestris, una calavera de cuatro metros hecha en hormigón, un director de orquesta, un poema, otro hombre al que se le llamará Daniel Boone y una canción de Los Hispanos que dice: "Tus besos son, son como caramelo, me hacen llegar al cielo, me hacen hablar con Dios".

El escuadrón de diez motos rompe la bruma que baja del páramo. Un hombre de 1,65 cm de estatura comanda la caravana que viaja en fila india hacia Villavicencio. Lleva como parrillero a otro hombre, mucho más joven, al que le tuvo que explicar a la salida de Bogotá, en la última bomba Terpel de la ciudad, las mínimas normas de seguridad que se deben respetar: "Ni se le ocurra poner los pies en el suelo. Para mantener el equilibrio haga fuerza con las piernas cerrándolas. Las manos van sobre las rodillas. Si ve que nos vamos a caer al suelo, suelte la moto, déjese ir". Después bajó la visera del casco y arrancó en su Harley Davidson Sporter 883 del 2004, que se tanquea con quince mil pesos y es quizás las más versátil de las motos creadas por la marca nacida en Milwaukee hace un siglo. El hombre joven, que resulta ser un periodista, se acomodó sobre la marcha en un pedazo de silla de 20 x 20 cm y subió las solapas de su chaqueta negra de cuero, que perteneció a un lejano pasado punk de un amigo. La llevó con dos intenciones: protegerse del helaje y tratar de impresionar a los extraños con los que iba a pasar el fin de semana. Se los imaginó hoscos y malolientes, con manchas de aceite en los jeans y barbas vikingas, arrastrando cadenas como verdaderos Hell´s Angels, la pandilla de motociclistas californianos que en los años 60 fueron acusados de vandalismo, violaciones, tráfico de estupefacientes y armas. La chaqueta cumplió solo con el propósito de repeler el frío. El de afirmarse como un ángel del infierno criollo no fue necesario. El periodista se encontró un grupo de motociclistas con colonia y afeitados, con atuendos que pueden facturar más de $2.000.000.

En la tienda oficial de Harley Davidson, una chaqueta de colección cuesta $1.444.000, las botas se consiguen desde los $400 mil, los cascos están entre los $500 mil y el millón cien. Hay guantes de $305 mil y las perneras de cuero que van encima de los pantalones cuestan $604 mil. Y bueno, están las motos, que van desde los $28 hasta los $80 millones.

Era de esperarse que durante los 45 minutos que duró la rodada, el periodista no fuera capaz de poner las manos sobre las rodillas. Con todas sus fuerzas se agarró de las costuras del sillín y llegó al inmenso Llano con las piernas tiesas y un leve lumbago. Aunque vale decir que vivió escenas que le sacaron una sonrisa. Por ejemplo, en el primer sobrepaso se sintió como un prófugo, a 80 kilómetros por hora sobre el asfalto brillante, con el viento colándose por los pliegues de su chaqueta. También experimentó una infantil alegría cuando el hombre menudo asustó a dos perros huesudos que salieron despavoridos al sentir el ronroneo de la Sporter, y el alma se le puso ligera durante la curva en la que vio aparecer el río Negro, que bordea el tramo entre Cáqueza y Quetame. Entre el filo de las montañas y las aguas embravecidas, tuvo un brote de orgullo patrio que sofocó a tiempo, ayudado en parte por un Renault 9 que los cerró y lo hizo pensar en aquello de dejarse ir. No lo tuvo que hacer gracias a una maniobra de su conductor, que porta un chaleco repleto de escudos y un parche cosido en la espalda con la leyenda Colombia Chapter South America-HOG-Harley Owners Group. El habilidoso tipo es un policía con el corazón de un bisonte que responde al nombre de coronel Guevara y maneja moto desde que tiene uso de razón. No es una frase, Luis Alberto Guevara, uno de los creadores de los escuadrones motorizados en el país, aprendió a conducir a los nueve años. En dos décadas instruyó a 17 mil hombres y obtuvo 42 condecoraciones. Ahora puntea la caravana de motos que alborota las calles de Villavo, le da la vuelta a una glorieta entre la mirada atónita de los niños que no entienden por qué todos van vestidos de negro como para un funeral y mucho menos por qué uno de ellos tiene por cara una calavera.

Parte del grupo descarga en el Hotel del Llano, cuatro estrellas. Nada de posadas de mala muerte. En ese hotel, sobre el piedemonte llanero, alguna vez se hospedó Leonardo Fabio. En una hora saldrá para el punto de encuentro donde los esperan 150 motociclistas, un número modesto si se tiene en cuenta que representan apenas el diez por ciento de todos los harlistas colombianos. Después de reunirse en la estación de servicio Los Pavitos, donde mostrarán sus motos y mujeres customizadas (término que usan en lugar de engalle) rodarán juntos hasta Puerto López por una larga recta que pondrá, ahora sí, a trabajar las agujas de sus velocímetros.

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Salimos de Bogotá, íbamos soplados para Bucaramanga —dice el negro. Antes de llegar a Tunja no alcancé a coger una curva. Me abrí a destiempo. Cuando lo hice, una tractomula venía directo hacia mí. Tuve que irme contra un muro. Quedé tirado sobre el piso. Cuando abrí los ojos no sabía dónde estaba. Miré alrededor y vi pasto y cruces blancas, de esas que ponen al lado de las carreteras. Mierda, estoy en el cementerio, pensé.

—¿Y qué pasó? —pregunta el periodista.

—Un amigo me cacheteó y regresé del más allá. Mandamos la moto en grúa y cogimos carretera de nuevo. Llegamos a Bucaramanga y me llevaron al hospital. Tenía la pierna astillada. Me enyesaron y nos fuimos de rumba esa noche.

—Menos mal que se dejó ir, ¿no?

—Sí, de no soltar la moto me habría pegado una matada la hijueputa, como la de un muchacho que se incrustó contra una mula. Se fue tan duro que le partió el radiador en dos.

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El cabecilla de los Hell´s Angels aún vive. Se llama Sonny Barger y le dio la siguiente definición de amor al escritor Hunter S. Thompson: "Es el sentimiento que tienes cuando te gusta alguna cosa tanto como tu motocicleta".

Los orígenes de esta tribu a la que Marlon Brando le dio cara en The Wild One, pueden rastrearse a finales de los años 40, cuando cientos de ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial se negaron a retomar sus lazos familiares, sus trabajos mediocres, sus vidas pasmosas y enfermos por la angustia de posguerra decidieron convertirse en judíos errantes motorizados, con los bares de carretera por casa y el desierto de Mojave por baño.

De la estirpe de Barger quizás solo queda el tupido candado de Chucho, un paisa arrojadizo al que los vientos que vienen del Caribe y entran en los mangles muertos de la Ciénaga Grande, lo han obligado a manejar inclinado en un ángulo de 45 grados con respecto al pavimento. También está Wílmer, que subió a una mochilera canadiense en Bogotá y la depositó en Santa Marta, luego de tortuosas horas bajo el sol del Magdalena medio. Y hay que nombrar a Daniel Boone, un fortachón de bigote salido de Zipaquirá, con el pelo graso, chaleco y gorro de piel con una cola de castor hasta el cuello, al que las mujeres miran con temor y asco. Un verdadero ángel del averno que despertó en el periodista una secreta veneración, tanto, que no le quiso hablar. No fue capaz de desmentir su imagen de curtido buscapleitos. No se arriesgó a preguntarle por su vida y obtener una respuesta del tipo "soy el dueño de la panadería más grande del pueblo, sacamos 300 roscones de arequipe al día". Prefirió imaginarlo durmiendo sobre un descosido sleeping bag en la profunidad de las minas de sal, devorando trozos de conejo que ahúma a la vera del camino, despachando cervezas en siete segundos y tomando del brazo a la mesera más bonita de los billares en los que se detiene.

La verdadera caravana arranca. A las Fat Boy, Road King y Touring se les pegan algunas motos señoriteras. Un comunicador mofletudo documenta con su cámara el recorrido desde el puesto trasero de una Suzuki FZ-50 manejada por un muchacho con un leve retraso. Las motocicletas dejan Villavo y se abren paso por las llanuras. Suenan como un enjambre de millones de abejorros Bombus terrestris. A su paso, los viejos de Alto de Pompeya se levantan despelucados de sus mecedoras y las inalterables vacas que pastan al lado del camino mugen enloquecidas. En el kilómetro 23 los saluda un grupo de bañistas que chapotean en un antiguo balneario. Los gritos son ahogados por los ciento cincuenta motores, culpables de estremecer a los pericos de los árboles y destemplar las cercas. Para ejemplificar su ensordecedor poderío, lo mejor es citar una historia de Chucho. El motocilista estaba tanqueando en una bomba que los HOG eligieron como punto de encuentro. Llegó antes que sus compañeros, pero supo que venían en camino por el ruido como de turbina de avión que empezó a sentir. Gracias al efecto doppler los oyó quince minutos antes de que aparecieran y, después de irse, los bomberos se quedaron quince minutos más con el ruido vibrando en el oído.

A mitad de camino la caravana se detiene. Los de la punta debieron pisar un perro rabioso. No hay tal. Un desfile de muchachitas de piernas flacas aparece con bandejas llenas de piña. Las rodajas son cortesía de los organizadores del encuentro, que ya amenazaron con un almuerzo de ternera a la llanera. Lo servirán en un planchón que les dará a los viajeros una vuelta por el río Metica, afluente del Meta, justo cuando el sol caiga. En la noche los espera la discoteca Quarzo de Villavicencio.

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Ayer dejaron al periodista tirado al lado del puerto fluvial del Metica, cuando la noche ya se había instalado y el chillido histérico de las chicharras reemplazó el ruido de los motores. Vio desfilar a todos, menos a Wílmer, con quien iba. De últimas pasaron el gordo y el oligofrénico de la FZ, que no aguantaron la risa ante la orfandad del hombre joven. Su fotógrafo se fue muy orondo en una Road King, con radio incluido, se clavó un par de guaros en una tienda con algunos harlistas y vio correr raudo, como un látigo que le saca chispas a la carretera a Daniel Boone. Eso le contó cuando llegó al hotel, luego de echar dedo, tomar un colectivo y después un taxi. Comieron en silencio un Filef Mignon, grafía llanera para este corte de nombre francés, y se durmieron entre explosiones de exhostos. Pero hoy es la revancha, se clausura el encuentro en Los Capachos y el periodista quiere vengarse de la noche anterior y los motociclistas, de una tarde pasada por lluvia y barro que los llevó a velocidad controlada hasta San Martín.

Después de pasar el detector de metales del sitio, un galpón gigante dividido en tres ambientes, periodista y fotógrafo, reconciliados, piden cerveza y observan a un grupo de hombres panzudos y mujeres escotadas con pañoletas y atuendos de cuero bailando canciones tropicales. Ya lo dijo Thompson en su libro: "Un Ángel del Infierno a pie se ve bastante ridículo". Deciden asomarse al ambiente llanero después de amortiguar con una botella de ron la patética visión de los danzantes. Cuando se asoman encuentran a un grupo que toca Predestinación, el mayor éxito de Aries Vigoth, que el fotógrafo empieza a repetir bajito hasta que termina cantando con la garganta brotada, los ojos cerrados y el brazo sobre el hombro del periodista. La canción se termina y los HOG los saludan con un trago de aguardiente en copita plástica que los deja listos para robar una moto y emprender la huida hasta el Cabo de Hornos, pero es imposible cometer la fechoría, los tipos dejaron sus motos en el parqueadero del hotel por aquello de la conducción responsable. El negro pide otra botella. Llega congelada, como si hubiera estado enterrada en el Polo Norte. Parado en una silla se da cuenta quién necesita un trago. Como un director de orquesta, mantiene a todos sus músicos arriba, no los deja desfallecer: más trago para los vientos, les falta un poquito a las violas, que el fagot se calme, hasta que toda la mesa resulta parada, en espléndido concierto cantando Besos de caramelo. El periodista voltea la cabeza y ve entrar a Daniel Boone, con su pelo más sucio que nunca, los ojos rojos y una sonrisa rotunda, y aunque saca a bailar a su esposa, una señora también tapizada en cuero, lo perdona y decide que si lo invitan a su funeral leerá un poema de Tomás González sobre la muerte de un Ángel del Infierno: "Otra vez resonó fuerte el cilindraje/ y el muerto siguió yendo a que la nada/ la dulce nada, compasiva/ como el mar a los cascos de botella/ le limpiara su rencor/ sus impotencias/ su afición por la violencia, su aspereza/ sus probables recuerdos espantosos, su arrogancia sombría/ sus tatuajes".

En un instante de sobriedad, el periodista intuye que mañana la resaca será insoportable. El ruido de los motores no tendrá gracia y la alegría de un puente rociado con gasolina, alcohol, puesta de sol llanera y camaradería será chupada por las plomizas nubes bogotanas. Lo mejor es abrazar al bueno del coronel Guevara y cruzar los dedos para que suene otra vez Predestinación.