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10 de junio de 2003

Un intelectual en el gimnasio

Por: Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

 

 

La blancura lechosa del amanecer se deshilachaba en jirones de niebla. Las calles de Bogotá, por un momento, parecían limpias, sin ondulaciones ni huecos. Llevaban directamente hacia mi trágico destino: hora y media de bicicleta estática. O para usar los términos requeridos: spinning a las cinco y media de la mañana.



Veinticuatro personas en una hermética cápsula de vidrio, varios metros por encima de la realidad, se montaban sobre sus piafantes potros de acero. Mujeres y hombres: tenis y viseras. El poeta, fatigado y acezante por haber subido varios pisos, intentaba ajustar su desbordada masa corporal a ese frágil galápago de bicicletas. Nada más falso: era duro, inclemente y perforaría poco a poco nuestras entrañas con el sólido hierro de su rigor gimnástico.



Botas Skechers Sport-Trail, que no calzaban en los pedales; brazos que intentaban asir los remotos manubrios, y una sensación cierta pero indefinible de hacer el ridículo. Movía además un botón que permitía graduar la resistencia del mundo contra la frágil humanidad del corredor. Se trataba de equilibrar la muy sutil pero exacta relación entre piernas que pedalean, manubrio que aferra, glúteos que no ajustan y botón que nos concede deslizarnos en un liso paseo por el campo o erige implacables, altísimas cumbres que es necesario vencer, sin remedio.



En ese momento la voz, tan seductora como enérgica, inundó todo el ámbito con su muy concreta fuerza: "¡No vinimos a pasear!". "¡Quiero intensidad!".



Sonreí confiado y pensé que también en esta ocasión, tramposo consuetudinario, lograría sostener las mentiras que inventaba para eludir la atroz verdad: 55 años, 150 kilos de peso.



Así que muy orondo miré a mi izquierda en busca de la traviesa complicidad y vi el milagro de una gacela morena que, con un cuarto de siglo y solo 54 kilos de peso, me sonreía, riéndose de mí, en un demoledor relámpago de dientes perfectos.



Era la promesa. El incentivo de un día único. Pero no por ello dejaba de pedalear con armónica seriedad. Ella se fugaba inalcanzable y yo debía seguirla de inmediato en una persecución que no tendría fin.



"Juiciosita", como me repetiría muchas veces, me dejaba solo enfrentado a terribles letreros: HASTA EL LÍMITE, mientras la voz, didáctica pero insobornable, superaba el avasallador ímpetu de la música con su mensaje:



"Está sucediendo, en todos los órganos.



Conscientes, de cada parte de su cuerpo: hombres, brazos, pechos, abdomen?".



Decidí conocerme por fin a mí mismo. Interiorizar las consignas, con sumisión de neófito:



"Este es un ejercicio inteligente. Visualice su objetivo".



Vi así cómo las espaldas vecinas comenzaban a perlarse de sudor mientras yo me ahogaba y los pulmones sofocados repetían, con el redoble cada vez más agudo de la música, algo que ya no alcanzaba a distinguir bien: ¿palabras en el aire o letras en el muro?



"Máximo esfuerzo: libera tu mente. Quiero resistencia. Los esfuerzos ya no serán subjetivos".



Solo que mi apaleada subjetividad comenzaba a renegar de su lastre: arepas con mantequilla, paté y bife de chorizo, fabadas y callos. Todo un alud de grasa transpiraba la camiseta y enturbiaba la vista.



Acezante, en busca de una fraterna mirada de aliento, volteé a la izquierda y solo percibí un finísimo hilo de plata encima del labio de la Diosa Egipcia quien concentrada en sus deberes de atleta golpeaba los pedales con la determinación de un General de la Santa Alianza rumbo al Medio Oriente.



Estaba solo, no hay duda, pero su entrega era mi aliento. La música se suavizaba y la voz sugerente parecía deslizarse en las recalentadas circunvoluciones de sangre del cerebro:



"Ojo con la cadencia. Manténgase ahí. Pilas. Pilas".



Pero mi ritmo ?temblor, calambres, palpitaciones? se descoyuntaba por todos lados y caía en un enredo inenarrable de pies que se zafaban y botón que no conseguía recordar si había que girar a la izquierda o la derecha mientras la profesora, dulce verduga, entrenadora global, se secaba el sudor (¿era humana?) y decretaba una efímera pausa para refrescarnos con un sorbo de agua.



Primer enigma: ¿Por qué ella bebía una pócima anaranjada? ¿Sería este el elixir de la tenacidad infatigable?



"Fuercen esos glúteos. Piensen en sus piernas. Estabilicen el abdomen. Quiero resistencia, veinte segundos más".



Sí, debía ser digno de mi adorada rival. Cumpliría con esos veinte segundos más, y esto me conferiría un relativo prestigio para mirarla a los ojos y preguntarle, infartado pero aún erguido: "Hola, ¿tú eres modelo? Yo soy el poeta".



Craso error. No era posible parar, ni mucho menos hacer preguntas estúpidas. Nunca habría un después. El inmenso reloj de la pared me arrojaba su mazaso brutal: había pasado apenas dieciocho minutos treinta y cuatro segundos de una clase que duraba exactamente una hora treinta minutos sin modificación alguna. ME DERRUMBÉ.



Los ángeles vuelan



Escupí sobre esos dos farsantes, el ego y la voluntad, que pretendían convertirnos en adictos psicorrígidos del esfuerzo personal. Del estado físico ideal. Comencé a divagar. Pedaleaba con indolencia y me preguntaba qué objetivo fascinante determinaba la vida de esta mujer que a mi izquierda se paraba sobre los pedales y comenzaba a volar. Volaba, sí, con los ojos cerrados y una levísima arruga en el ceño, que apenas si rubricaba su obstinación. Volaba, desprendida de la ley de gravitación universal. El esfuerzo se había vuelto gracia y la alegría interna de quien cumplía con su propósito ya la aureolaba con una corona de gloria. Había vencido la nada. Era, no hay duda, una triunfadora, y junto con ella, por toda la cápsula espacial, 48 ruedas giraban enloquecidas en un concierto psicodélico de tensa unanimidad. Ya no se distinguían las peludas piernas de los erguidos seres. Tan solo había perfiles aguzados por la ambición. Algo, en el aire sobresaturado, parecía factible e inminente: un templo remoto abriría, por fin, sus puertas para entregarnos el tesoro que tantas voluntades juntas serían capaces de conquistar: juventud y vitalidad.



La música de Mike Oldfield en The songs of distant earth, el agua con vitamina C de las transparentes cantimploras, todo, incluida la voz extraterrestre de la entrenadora, no eran más que vulgares apoyos para esa cruzada mística: la exaltación del cuerpo. El sentirse bien, energizado y dinámico. El espíritu brotaría, como no, de la materia, y así todos marcharíamos juntos hacia el porvenir uniformado. 131 gimnasios registrados ante la Secretaría Distrital de Salud confirmaban la fuerza avasalladora de estas brigadas blancas de Bogotá. Un barrio: un gimnasio.



Fingidor absoluto, pretendía interesarme por ese mágico mundo al cual había ingresado de refilón. Con mi libretica en la mano y una cojera muy explícita en mi pierna izquierda, dejé mi potro y me arrastré, escaleras abajo, para explorar en detalle el Edén. La atleta nubia, sin dejar de pedalear, apenas si guiñó, de modo casi imperceptible, el almendra perfecto de su ojo derecho: ya había comprendido quién era yo. UN DESERTOR. UNA GRAN DESILUSIÓN.



Gimnasia y paraíso



Como el de Dante, este infierno también tenía varios niveles, según me lo reveló otro letrero: Tae-bo (arte marcial arábico), tai-chi (teatro controlado), árabe (danza del vientre), aeróbico (coreografía de baile), streching (estiramiento), yoga (relajación), rumba (bailable) y new step (gimnasia rítmica en tabla). Las torpes explicaciones que ponía al lado de cada término desconocido me las daba un gentil y práctico coordinador. Por cualquiera de esas vías era factible llegar al cielo. ¿Sería aquello lo que algunos llaman multiculturalismo? No me atreví a preguntar. Ya me dibujaba el target (¿por qué no podrán decir perfil?) de ese amplio, hermoso, y elitista conglomerado, estrato cinco y seis.



Rozagantes ancianos de setenta años que parecían renovados viejos de sesenta. Sugestivas matronas de cuarenta y cinco que eran, sin maquillaje, musculosas pesistas de cuarenta y dos. Orondos ejecutivos de treinta y cinco que muy pronto cambiarían la fuerza viril de Rambo con la sagaz inteligencia de Silvester Stallone. Pero no valía la pena recurrir a las tontas ironías de un gordo frustrado.



Había otro mundo, que ignoraba por completo, y que solo por un millón de pesos al año modificaría mis 1.93 metros convirtiéndolos en una flexible y a la vez férrea estructura ósea recubierta de músculos como bielas bien aceitadas. Solo tendría que recurrir, en clase de cincuenta y cinco minutos, a una maquinaria selectiva, donde trotadoras, elípticas y escaladoras, para lo cardiovascular, y pesas, para la resistencia, me permitirían mantener y fortalecer mi tono muscular. Sin olvidar, por cierto, que no estaba solo: el 20 por ciento del target oscilaba entre los 55 y los 60 años. ¡Qué alivio! No quise saber más de mi base aeróbica, así que preferí que me tomaran la tensión (121-74) acordándome de no haber desayunado aún. Subí de nuevo, elástico y renovado, para vivir vicariamente la última explosión de fuerza, en una sonora apoteosis final.



Los esclavos del endemoniado ritmo arribaban a su meta con un jubiloso alzar de brazos y una postrera exhalación, felices de reconocer el talento con que aquel verdugo femenino les había extraído lo mejor de sí. Esa domadora que los alzó hasta el éxtasis y que ahora, fraterna y coloquial, los acompañaba en su frugal desayuno de frutas frescas. Fue en ese instante cuando los 1.74 metros mejor equilibrados del mundo se me acercaron con sosegado ritmo y formularon el ‘ábrete sésamo‘ celestial: "Buenas. Soy Denis. ¿Quieres desayunar?".



¡Denis!, ¡Denis! Claro que quiero desayunar. Las campanas cantaban en mi corazón. Solos, los dos, ante la envidia de los machos curiosos que ya no eran deportistas en sana competencia, sino perros de presa en feroz rebatiña. No importaba: la palabra, una vez más, había vencido a la fuerza bruta y el ejercicio que había hecho de mí otro hombre, dinámico y palpitante, se entregaba a esta imprevista (y merecida) felicidad.



Los nuevos alimentos terrestres consistían en Mioplex, una rosada leche malteada batida en agua, que absorbí en éxtasis, mientras Denis, nada menos que Denis Ruiz, exitosa modelo profesional, me explicaba a mí, y solo a mí, cómo aquella rosada ambrosía de los dioses equivalía a una pechuga de pollo de 42 gramos. Acepté sin ningún cuestionamiento tan fundamental verdad y fui registrando, como tesoros únicos, otras revelaciones prodigiosas: había nacido en Cúcuta, estudiaba sicología y amaba los micos de peluche.



Pedante, como siempre, cité a Freud, al amado Jung y al imposible Lacan, pero ella me aclaró de antemano que su orientación era conductista: estímulo físico, emoción corporal, respuesta fisiológica. No interpretación. Apenas manipulación. Me apasionaba el tema y las perspectivas que abría, pero como siempre: no había tiempo. Había que salir volados para la segunda etapa de nuestro itinerario. Aquel Spa donde combatiríamos los nudos del estrés.



Cambio integral de piel



Si no cupe en los tubos-sarcófagos de la resonancia magnética, tampoco hube de caber en los sarcófagos-tubos para broncearse, y eso que eran alemanes. Así que subimos directamente a los pequeños cubículos donde manos prodigiosas me desnudaron en un momento y dejado en calzoncillos (calzoncillos: no bóxers) me ofrecieron la más larga y ancha bata de la casa. Resultó ser un chalequito de torero para mi cuerpo de gladiador. Impúdico exhibicionista, me asomé al hall, ante el pasmo de la dueña, las risitas de las masajistas y el fotógrafo febril que disparaba sin tregua,seguro de chantajearme con los negativos.



Dichoso por el éxito de mi aparición, quedé ciego, sordo, mudo, rígido y helado, cuando Denis, elegantísima, se deslizó con su diminuto bikini, y picaresca se me acercó. Era el más adorable infierno conocido hasta entonces. Ansiaba pecar. Fue entonces cuando la hipertensión me afectó de modo instantáneo.



Resultó necesario suspender la sesión fotográfica (EL POETA Y LA MODELO) mientras me recostaba en la alta y a la vez diminuta camilla de hierro e iniciaban una rápida terapia de relajación.



Pero mi mente forzaba a mi cuerpo a levantarse, para atisbar a Denis, muy cerca, toda ella recubierta de barro, como aquellas deidades prehistóricas que originaron la feminidad. Sentí, sí, que podía hacerlo, ya mejor, hasta que desde la estrecha y frágil camilla vi el espejo. En realidad, fue el espejo quien me miró con ojos de inquisidor. Sin bata y con apenas una sucinta toallita me había convertido en un emperador romano de la decadencia, en un obsceno Buda de Malasia, en un rubicundo príncipe elector de la baja Baviera pintado por Pedro Pablo Rubens. ¿Qué diría Denis de mí? ME DERRUMBÉ DE NUEVO.



Pero ahora tenía el consuelo de unas manos de hada con crema exfoliante que suprimían todas mis células muertas ?el Ave Fénix resurgiría de sus cenizas? y un aceite de uvas me hidrataría hasta el último resquicio de una piel que ardía renovada. Volví a ser otro hombre.



Una hirviente ducha de ocho chorros terminó por volatilizar todas mis equívocas ensoñaciones ?solo tocaría, de ahora en adelante, la realidad? y me arrastró tambaleante hasta un sofá donde vi surgir, Venus que nace de las aguas, fresca y esplendorosa, el cutis terso y la mirada brillante, la cabellera al viento, a Denis Ruiz, niña-modelo-psicóloga-eterna musa de mi padecer.



Me consoló por mi percance y sugirió una diminuta galletica light para terminar mi recuperación pues teníamos que irnos, volando, hacia el Bogotá Fashion, donde debía desfilar. Otra carrera. Otro agite. Nuevo estrés.



Pensé diluirlo, en una deliciosa compañía, mientras llegaba la hora, pero maquilladores crueles espesaron sus cejas, subrayaron sus párpados, alzaron sus pómulos y volvieron a la versión morena de Boticelli una tigresa oriental.



"En bombas", como dijo su amiga, para indicarme la rapidez de la metamorfosis. En todo caso, me tocó deambular errático por los camerinos, y ver las mezclas imprevisibles entre Extravaganza y Urbano Chic, admirar, ya ascético, a las otras modelos que corrían semidesnudas, de un lado para otro, a la espera de su turno, o jugaban cartas en el piso, entregándose, felices y despreocupadas, tan ajenas a mí, a sus rituales infantiles con amigas.



Ya no sabía qué hacer: tenía hambre, sed, y a pesar de los salutíferos efectos del Spa, cemento en los pies. No había dónde sentarse.



Me dirigí a la peluquería donde el pulcro cabello de Denis era atacado por nubes de laca, tiránicos aerosoles, bálsamos y espumas, revolviéndolo como un cubil de fieras. Ya no era mía: me la habían cambiado. Ahora resultaba más alta, más inaccesible, más despeinada, mientras cruzaba el negro túnel de la pasarela, de la oscuridad al brillo enceguecedor de los fotógrafos, en tres minutos únicos de gloria. Tan riguroso día para tan efímera inmortalidad, pensé para mis adentros, ansioso de citar a Baudelaire: "La moda, máscara de la muerte".



Estaba triste, pues me había mentido, muy ‘perruncha‘ ella, asegurándome que me enviaría un beso, al desfilar, pero su profesionalismo fue superior a su coquetería. ¿En qué quedaría, entonces, la cena con sushi, la fiesta bizarra, la noche interminable? Ella, mucho más tarde, tendría otro desfile más y yo el consuelo quizás de los 20 mil volúmenes de mi biblioteca. Pero SoHo solo me había pedido un día con la modelo. Abrí el maravilloso Diario de André Gide y allí, antes de evadirme pensando en Denis Ruiz, hallé este apunte, del 22 de julio de 1930.



"X. me dijo que había encontrado recientemente en Berlín a Franz Blei. Este viejo bohemio se conserva, a lo que parece, extraordinariamente joven. Como X. lo felicitara por ello, Blei se inclinó hacia él y le susurró al oído: Voy a decirle mi secreto: ¡nada de deportes!".