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19 de octubre de 2009

Una batalla a 5000m de altura

Dos provincias del Cuzco que durante todo el año viven en paz, tienen la oportunidad de odiarse a muerte por un día. Sus habitantes se citan para combatir como animales sin importar las consecuencias.

Por: Daniel Titinger
| Foto: Daniel Titinger

Mañana es la batalla de Tocto y he puesto todas mis esperanzas en que haya un muerto. Al menos uno. Aquí todos saben que en el 2001 murió un combatiente, y que esa tragedia, esperada o no, anticipada o no, podría ocurrir de nuevo. Me han dicho que en el 2006 algunos luchadores perdieron los ojos, y que al año siguiente una bala perforó el corazón de un caballo color almendra que no merecía morir. "No se usan armas de fuego —intentaron explicarme—, no sé qué pasó allí".

Lo cierto es que las probabilidades de que mañana corra sangre son muchas: la vida es frágil y se acerca la batalla. "¿Te vas a la lucha de Tocto?, huy, allí se matan como animales", me advirtió una mujer con los ojos encendidos. No hay espanto, solo ansiedad. Hoy es una mañana luminosa y helada en el distrito de Quehue, a unas siete horas de Tocto, a pie. La altura es perversa si vienes de un lugar con vista al mar. ¿Siete horas a pie no es como morir un poco? Pero esa incertidumbre recién será mañana y entonces he puesto todas mis esperanzas en que haya un combatiente muerto. Hay que ser fríos y despiadados y políticamente incorrectos: un periodista va a la guerra y confía en que las armas hagan su trabajo; que el protagonista de su historia —en este caso, Benedicto Cayllo, 28 años, natural del distrito de Quehue, provincia de Canas, departamento del Cuzco— sea derribado por el enemigo.

—¿Y no tienes miedo de que te pase... algo? —interrumpo a Benedicto Cayllo en un restaurante de Quehue, donde almuerza un estofado de gallina junto a otros campesinos.

—No, pues, yo voy a pelearles también a ellos, para hacerles lo mismo.

—¿Has matado a alguien, Benedicto?

—No, pues.

Las tres mesas del restaurante son tablones de madera, con cuatro patas que podrían quebrarse de un soplo. Las paredes de adobe. El techo es un plástico celeste sujetado con piedras y el piso es de tierra seca, como el aire que uno respira. Afuera, una placita principal en medio de ese paisaje previsible, con una iglesia cerrada, un colegio sin niños, una municipalidad sin funcionarios, la modorra natural de un pueblo chico a la hora del almuerzo, y en el restaurante, distraído con el estofado de gallina, a Benedicto Cayllo no le preocupa la batalla.

—¿Primera vez que vas a pelear en Tocto?

—Hace diez años voy, desde que tenía 18 —sonríe y come.

Benedicto no tiene ni 30 años y puede morir mañana. No es exagerado pensarlo. La misma mujer que antes me había dicho que en Tocto se matan como animales sabe de una persona que murió unos días después de ir a la lucha. "Los del otro bando le habían arrancado las orejas, la lengua y los dedos de los pies", dice. Tener miedo es una enfermedad grave a la que aquí se le dice animu qarqusqa, alma espantada, y la culpa la tienen los espíritus malignos.

—Yo no siento que sea guerra —dispara desde su mesa Benedicto Cayllo, quien hace unos años regresó de Tocto con una fractura en un pie que lo tumbó seis meses en una cama—. Es como un juego.

Las reglas del juego son claras. Cada año, en tres fechas distintas —8 de diciembre, 1.° de enero y el segundo jueves de febrero—, dos provincias cuzqueñas que viven en paz, una al lado de la otra, tienen la oportunidad de odiarse a muerte por un día. Mañana, segundo jueves de febrero, será la última lucha de la temporada. Fuera de la batalla (del juego), los combatientes no se matan. Canas versus Chumbivilcas son los vecinos perfectos hasta que llega una de las fechas en las que tienen que derribarse a pedradas. Para ello han elegido un lugar neutral y limítrofe, Toqtopata, "el andén que explosiona", una quebrada casi inaccesible con truenos, rayos, granizo y unos cinco mil metros de altura. Hasta allí llegarán cientos de combatientes de cada bando. Desde Quehue, donde estoy ahora, no irán muchos, quizá veinte o treinta hombres que se juntarán en el camino con hombres de otros distritos de Canas: Yanaoca, Langui, Ch‘eqa, Kunturkanki, Chimpactocto, treinta, cincuenta, cien, doscientos combatientes, quizá más, que se enfrentarán a los distritos de la provincia de Chumbivilcas. No habrá jueces ni turistas. La vida, es decir, la posibilidad de no perderla, es una tautología de la que todos tienen conciencia: el que muere, muere.

Aunque el objetivo sea otro: ahuyentar al adversario disparando piedras con unas hondas de lana de llama —a pie o a caballo— o combatiendo cuerpo a cuerpo con unos látigos que terminan en puntas de metal. Si te golpean en la cabeza, se termina la batalla: se acaba el juego. No sobrevives. ¿Por qué pelean? Canas y Chumbivilcas son dos provincias del Perú, pero desde una visión occidental, urbana y pequeñita, parecen otro país. Incluso otro planeta. Aquí se cree, por ejemplo, que la sangre de los heridos y de los muertos regará la tierra —la pachamama— y así el año siguiente será próspero y fértil. Que los dioses esperan como ofrendas las almas de los caídos. Que los vencedores, en tiempos inmemoriales, bebían chicha, ese alcohol fermentado del maíz, en el cráneo de los vencidos. Que a esos perdedores les espera una pobre cosecha hasta la siguiente batalla. "El guerrero que cae —escribió una periodista cuzqueña— no es llorado por sus familiares porque su sangre riega los surcos y los fructifica". No es jugar por jugar.

—¿Odias a los de Chumbivilcas, Benedicto?

—No, pero si les cae una piedra mía, no siento nada, igual a mí me cayó.

***

El gobernador del distrito de Quehue se ha remangado el pantalón para mostrar su cicatriz. Nadie se lo ha pedido, pero las heridas de guerra son trofeos que uno debe lucir. La herida es de hace cinco años y ahora tiene el aspecto de un lunar de carne. Feísima. Del tamaño de un botón. Leopoldo Puma es el gobernador de Quehue y recuerda que en el ardor de una lucha sintió un golpe seco a la altura del tobillo. No le dolió a muerte sino hasta un rato después, cuando cayó derribado como un saco de papas. Mala suerte, o quién sabe qué. Que te pegue una piedra tal vez sea un mensaje de los dioses. Son cientos de personas luchando en medio de la nada. La nada es inmensa. ¿Cuál es la probabilidad de que te caiga una piedra? Si fuera tan fácil dar en el blanco disparando con una honda de lana, entonces Canas y Chumbivilcas serían provincias repletas de lisiados. Aunque la lucha puede complicarse y, de pronto, dos enemigos se encuentran cara a cara.

Son las dos de la tarde y Puma se ha sentado frente a la puerta de la iglesia de Quehue, bajo un arco de adobe que produce la única sombra a la vista: el sol puede dejarte la piel como una tostada y es preciso tomar precauciones. En la lucha es distinto. Dicen que te olvidas hasta de quién eres, o como me contó un antiguo combatiente, "al cuerpo le entra una emoción que llega al hueso".

Antes de los incas, este fue el territorio de la nación K‘ana. Dicen los cronistas que los k‘ana eran guerreros temibles, adoradores de las fuerzas telúricas, "de naturaleza indómita", los definió Alfonsina Barrionuevo, una periodista del Cuzco. "El k‘ana —escribió ella— cree en la profunda relación que hay entre el hombre y la tierra. Por eso, cuando alguien muere en la lucha, se alegra".

—Los Apus se alimentan del derrame de sangre de la gente —trata de explicar el gobernador.

Los Apus son los cerros sagrados. Se pelea por ellos, frente a ellos.

—Toda una vida los de Canas hemos ganado —dice Puma—, pero cuentan que los de Chumbivilcas se han reforzado para este año.

Los combatientes de uno y otro lado beben mucho antes de pelear, y el alcohol le suma violencia a la violencia. Otra mala noticia: el gobernador no irá mañana. Ha pedido que el pueblo de Quehue designe a una persona para que nos acompañe. Luego levanta unos centímetros el cerquillo que le cubre la frente y ostenta una segunda cicatriz, obra de una piedra que casi le perfora un ojo.

—¿Estás llevando casco para protección? —me pregunta ahora el gobernador de Quehue.

—Sí. No quiero terminar como usted.

—Pero no —se acaricia el botón de carne—, no vayas a creer que estas heridas son del Tocto.

El gobernador habla y se viste en perfecto español: zapatos negros de cuero, un pantalón de sastre, una casaca marrón sobre la camisa. Leopoldo Puma dice que ha peleado en Tocto muchas veces pero que las marcas en su piel no son de allí. Hay otras luchas similares, a eso se refiere. Sus cicatrices, por ejemplo, son trofeos del Chiaraje, que es el nombre de una pampa cercana a Quehue donde la pelea es cada 20 de enero, por el día de San Sebastián, ese mártir cristiano que murió azotado por los romanos.

Yo había leído acerca de esta otra batalla ritual en un diario de Lima. "Batalla deja al menos sesenta campesinos heridos en Cuzco", decía el titular. "Para los campesinos de Canas, no es un encuentro más, sino un rito ancestral que practicaban los incas", se leía en el artículo. Pero el inicio de la guerra es un misterio. Ambas luchas son tan antiguas que ni los actuales combatientes pueden precisar su génesis. Los españoles, cuando llegaron a esta esquina del mundo, descubrieron con espanto que se adoraba al Sol, a los cerros y a la tierra, y no tardaron en imponer su propia divinidad. San Sebastián, el santo que murió azotado, debió llegar en esa nueva camada de devociones, y entonces los indios, quienes ya jugaban a pedradas desde antes de la conquista, modificaron su calendario bélico de acuerdo a costumbres menos blasfemas. Se empezó a luchar por el Día de Compadres, por San Sebastián, por Carnavales. "Juego bestial de hondazos y piedras", se horrorizaban los paisanos de Pizarro. La tierra, sin embargo, siguió siendo sagrada, y había que ofrendarle más sangre.

Pero si en Tocto el combate es entre provincias vecinas, la batalla de Chiaraje es de una violencia más doméstica. Canas versus Canas. Como no es una pampa alejada, hay turistas y curiosos. El Chiaraje tiene tanto de sangre como de feria, y mientras los combatientes arrojan sus piedras en el campo de batalla, en los cerros vecinos se vende comida y alcohol, y se disparan muchos flashes. El Tocto, sin embargo, mantiene su violencia en estado puro. En Arequipa, Puno, Ayacucho y Apurímac, otros departamentos del Perú, hay combates similares. Se lucha también en Bolivia, en Ecuador, incluso en el norte serrano de Chile y en Argentina.

El gobernador ha caminado ahora hasta su oficina. Empieza a anochecer. Cada cierto rato, el pueblo retumba con unos truenos cercanos. Desde inicios del 2007, más de cuarenta campesinos de Chumbivilcas han muerto al ser alcanzados por rayos. Los dioses también son violentos. Me explota la cabeza por culpa de la altura. Puma ha pedido que nos hagan una cama al lado de su oficina. El frío penetra la habitación-congeladora.

—Van a ir con el que cuida la antena del pueblo —nos dice sin mucho preámbulo.

—Ya, ¿y cómo se llama?

—Benedicto Cayllo —contesta.

***

—¿Qué soñaron? —nos pregunta Benedicto cuando apenas estamos subiendo la primera colina de la mañana.

A nuestros pies, la última panorámica de Quehue (5:50 a.m.) son casitas de techos a dos aguas, corrales para chanchos, una antena parabólica y una cancha de fútbol recién cercada. Benedicto Cayllo, preocupado por los sueños, se ha vestido con unos botines negros, un jean oscuro, una camisa a cuadros y un sombrero de vaquero andino. Su armamento está a la vista: lleva en el cuello una honda de lana y, amarrado en la cintura, un zurriago mortífero del que cuelga una tuerca de hierro. Dice que no tiene la intención de matar, y que no amaneció pensando en su propia muerte.

Por ahora avanzamos entre cerros donde solo crece el ichu (7:30 a.m.), ese pasto sin gracia que a veces es la única vegetación cuando la altura es, peligrosamente, muy alta. Además de piedras (cada una, la posibilidad de un proyectil) y de la tediosa alfombra de ichu, no hay nada a la vista. Es de mala suerte interponerse en el camino de un combatiente. Una vez, cuenta Benedicto, su esposa le rogó que no fuera a Tocto. Fue en esa lucha, hace ya algunos años, que una piedra perdida le fracturó el pie.

El día avanza y cruzamos el río Apurímac, enredado en sus propias piedras. Nos acercamos a la comunidad de Huinchire (9:00 a.m.), desde donde saldrán al menos cincuenta hombres. En su mayoría van armados con hondas de lana y con zurriagos de los que cuelgan tuercas deformes, resortes de camiones, tuberías de metal.

A los de Chumbivilcas les dicen chuchos, y los de Canas se van armando de valor coreando arengas en contra del enemigo (11:00 a.m.). El paisaje, conforme uno se acerca a Toqtopata, se va llenando de guerreros con trajes bordados de colores, con inscripciones al dorso como "El rebelde caneño", "Las águilas negras", "Retroceder nunca". Hace un frío casi intolerable. Llevan ponchos y chullos, esas gorras en forma de cono que protegen las orejas y casi les cubren los ojos.

—Hay que tomar para darnos fuerzas —dice un hombre, y compra una de esas botellas de alcohol que cargan las mujeres.

La etiqueta dice Anís, dos soles, algo menos de un dólar. En pocos minutos, unos veinte luchadores han formado un círculo humano y van pasándose la botella hasta no dejar una gota. Luego una segunda botella, y después acabarán la quinta. Beben de un vaso rosado de plástico, como una copita de vino, un trago directo a la garganta y el otro a la tierra (12:10 p.m.), a la sagrada pachamama.

Seguimos entonces en medio de la nada (12:40 p.m.). A lo lejos, en un cerro vecino, se distinguen las figuras de al menos cien hombres, todos avanzando en el mismo sentido: Toqtopata. Allá vamos. Se ven jinetes montando caballos, choqchis, les llaman, sacudiendo en el aire unas boleadoras de tres puntas, que bien arrojadas a las patas de un caballo enemigo pueden causar heridas importantes. He leído que antes de ensillar su caballo el jinete le cuenta al oído lo que soñó la noche anterior y pide porque estén juntos hasta el final. El frío penetra hasta las piedras (1:20 p.m.). Llegamos.

Toqtopata son muchos cerros pedregosos, lagos, quebradas, casi cinco mil metros de altura y, si no eres de aquí, solo te quedan fuerzas para tumbarte moribundo en una ladera. La pelea será lejos. En otro cerro se distinguen las sombras enemigas. Benedicto Cayllo me pregunta si puedo quedarme solo, si todo está bien. Le digo que sí, que vaya a pelear, que mucha suerte. Entonces Benedicto se desamarra el zurriago de la cintura y hace chau con una mano, sonriendo sin algunos dientes. Llegar hasta donde están los chumbivilcanos le tomará al menos quince minutos. Ayer pensé en que podía morirse, pero hoy solo quiero que regrese a salvo, y es casi en lo único en que puedo concentrarme. El camino terminó para mí. En pocos minutos solo quedarán algunas mujeres con bolsas llenas de comida y más botellas de alcohol, esperando a que sus hombres regresen. Me siento junto a ellas y se ve, a lo lejos, lo que parece que sucede: al filo de los cerros vecinos, las sombras de los guerreros se mueven en desorden, van y vienen, como si retrocedieran para atacar, mientras se oyen muchos gritos que hacen un eco macabro, o al menos es lo que siento en este instante que ha empezado a granizar y hay que cubrirse con cualquier cosa: un plástico, puede ser, o una casaca. Los truenos y rayos llegan en el momento preciso y el espectáculo es de otro mundo, pum, pum, sobre nosotros, pum, y siguen gritándose allá donde todo parece estar sucediendo, aunque desde aquí no se distingan las piedras que seguro se están lanzando. Todo eso ocurre, pienso, antes de que me quede dormido.

—No murió nadie —me dicen de pronto.

Han pasado unas dos horas.

Ya no cae granizo y el cielo está en paz. La ladera que estaba casi vacía ahora parece una fiesta: los combatientes regresaron y se ponen a cantar en quechua y a beber tanto alcohol que la euforia se torna peligrosa.

—Esos chuchos de mierda —dice uno— siempre se corren.

Benedicto Cayllo regresa sonriente y cansado.

Hay jinetes de Chumbivilcas que se asoman por la ladera de otro cerro. Pero ahora solo es tiempo de beber, incluso para Benedicto Cayllo. Ya no nos va a cuidar. Un combatiente de negro me dice que si quiero entrevistarlo tendré que pagarle. "Aquí yo soy el jefe, carajo", dice sacudiendo una mano en el aire y escupiendo cada palabra. Su mensaje es claro: hay que salir de aquí pero, ¿cómo? La respuesta está en un hombre alto y flaco que acaba de aparecer en la ladera. Tiene una casaca roja, lentes sin marco y una filmadora. Se pasea entre los hombres con naturalidad, así que debe ser alguien importante del lugar.

Su nombre es Humberto Romero y es el fiscal de Canas. Aunque hoy no ha venido como fiscal, sino como documentalista aficionado: el fiscal Romero ha filmado luchas rituales desde el 2005, y cuenta que ya tiene cuarenta horas grabadas de batalla, con todo y heridos. "Lo de hoy no ha sido nada", comenta. El fiscal tiene un auto esperándolo a pocos minutos de aquí y ofrece llevarnos de regreso. El último recuerdo de Toqtopata es un campesino viejo y alcoholizado con una herida en la frente. Hace tanto frío que la herida le ha dejado de sangrar y parece una cicatriz.

El auto se aleja con rapidez. El fiscal habla con una pasión casi descontrolada, y he aquí la ironía: si la tarea de un fiscal es hacer cumplir la ley, ¿qué hace el doctor Romero investigando batallas donde la ley no existe?

—Es que estamos en otro país, se habrá dado usted cuenta —dice.

—Pero ¿y si muere alguien? —le pregunto.

—Es otro mundo —continúa—, la lucha es su desfogue, su catarsis.

—¿Desfogue de qué? —le digo.

El fiscal espía mi ignorancia por el retrovisor y responde como si estas batallas tuviesen mucho sentido.

—Todos tenemos cargas emocionales.

***

Han pasado dos meses desde la lucha de Tocto y el fiscal de Canas, Humberto Romero, está de visita en Lima, donde su hijo estudia Psicología. Es sábado, último día de marzo, y nos encontramos en un café de un distrito moderno y bullicioso. Dice que hay una noticia que le ha cambiado la forma de pensar. "Ese día, después de que nos fuimos, mataron a un combatiente". Hoy ha traído el borrador de un documento de su fiscalía, donde resuelve, según se lee, "ampliar la investigación en torno a la muerte del que en vida fuera Francisco Ccahuana Huancahuire".

—La ley no puede permitir muertes —dice ahora el fiscal—. Yo antes veía todo esto como una cosa lúdica, pero el muerto me ha cambiado todo el esquema.

¿No era necesaria la sangre para alimentar la tierra? ¿No se peleaba para contentar a los Apus? ¿No servía la violencia como un desfogue? Francisco Ccahuana tenía 37 años y, en realidad, no murió en la batalla, sino unas horas después. Ahí el detalle.

El rito ha sobrepasado sus límites. Los hechos, luego de nuestra partida, se cuentan así: los caneños se quedaron tomando en la ladera y, al poco rato, ya que los chuchos seguían asomándose por los cerros, "en evidente señal de provocación", decidieron regresar a pelear. Pero en esa segunda incursión, lograron quitarles dos caballos, y eso parece que molestó mucho a los de Chumbivilcas. Ccahuana, el muerto, era de Canas, y había estado tomando alcohol desde antes de ir a Toqtopata. Al regreso, como a las seis de la tarde, un grupo de chuchos se lo encontró perdido en el camino, "y lo masacraron". Murió después, "en brazos de uno de sus hijos", dice. Ni siquiera pudieron llevarse al muerto hasta el día siguiente, ya que era muy tarde, y tuvieron que dejarlo envuelto en una frazada "en el lugar de los hechos". Dice que a Ccahuana lo enterraron sin que intervinieran la policía ni los médicos legistas.

Ahora tendrá que regresar para exhumar el cadáver y encontrar culpables. Entonces uno piensa que el fiscal es de un pueblo muy cercano a la lucha, pero que Tocto nunca había sido parte de su mundo.

—Tengo filmadas cuarenta horas de batalla y recién voy a tener que ver un muerto.