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14 de mayo de 2009

Una consulta con Armando Martí

Por: María Jimena Duzán
| Foto: María Jimena Duzán

Llevo cinco minutos en el consultorio oyendo el mantra de Swami Brahmdev, uno de los maestros de la meditación que sigue Armando Martí, el psíquico que saltó a la fama hace unos años, por haber sido contratado por el fiscal Mario Iguarán para que prestara sus servicios psíquicos e hipnóticos a ver si por esa vía se desarticulaba un supuesto complot que se estaba urdiendo en su contra. La energía que percibo es placentera, así este consultorio evoque historias tan desbordadas que parecen sacadas de la imaginación y no de la realidad —¿qué país serio permite que el fiscal general contrate a un psíquico para destapar la corrupción interna?

Lo cierto es que aunque cueste creerlo, hasta aquí, hasta este consultorio ubicado en un edificio del Polo Club de Bogotá, vino varias veces el fiscal Iguarán en busca de ayuda espiritual, siguiendo los pasos de su antecesor, el ex fiscal Osorio, otro asiduo paciente de Armando Martí.  Pero no solo vienen políticos extraviados de la talla de Moreno de Caro ni poderosos

funcionarios que no pudieron con el peso de sus responsabilidades. También lo frecuentan los  familiares de secuestrados por la guerrilla o por los paras que en algún momento se han sentido desahuciados por el Estado. Todos vienen a este consultorio con la esperanza de que Martí les diga si sus seres queridos siguen vivos o muertos.  Desde hace casi un año, Martí se convirtió además en adivinador prediciendo lugares comunes: que se iba a morir un columnista, y se murió D‘Artagnan; que se iba a morir un guerrillero muy importante, y se murió ‘Tirofijo‘;  que el mundo se iba a sumir en una crisis económica, y se cayó Wall Street;  que iban a surgir

pandemias, y, purrundum, en México surgió el virus del la gripa porcina.

También avizoró que Uribe sería reelecto, predicción que valga sea la verdad, se puede hacer sin necesidad de ser psíquico. Ante la lentitud de las investigaciones de la fiscalía, puede que Martí termine contratado de nuevo por la fiscalía de Iguarán para que le averigüe quién es el misterioso y esquivo Montesinos que está chuzando a magistrados, periodistas y políticos de la oposición.

En un país serio, un psíquico como Martí no pasaría de ser un charlatán bien educado que se lucra de uno que otro incauto. En un país como Colombia donde la impunidad pesa más que el imperio de la ley, los psíquicos terminan convertidos en oráculos todopoderosos. Y yo que no creo en nada de estas cosas,  vengo a ver cuál es su gracia, si es que la tiene. Mientras espero en su consultorio, mi vista se recrea: en una pared veo la foto del Dalái Lama.  En los portarretratos que hay en las mesas de la sala se ven fotos del fiscal Mario Iguarán. Un objeto de apariencia fálica suspendido en un pequeño pedestal retuvo mi atención por un momento hasta que llegué a una biblioteca de videos de películas no propiamente proclives al entendimiento y a la meditación: Dirty Harry, Batman, la última, y Tales From The Crypt, por nombrar solo algunas de las que recuerdo. Cerca de la entrada a la cocina, veo un sombrerero antiguo lleno de zurriagos y presidiendo la chimenea, una imagen de Frida Kahlo. Un hombre que tiene en su sala al Dalái Lama, al fiscal Iguarán y a Frida Kahlo, tan cerca, debe ser un hombre sumamente ecléctico, me dije a mí misma.

La espera termina y el psíquico aparece. Todo en él parece hindú, incluidas sus ojeras, aunque en realidad sea oriundo de Popayán. Dice que todo lo que sabe lo ha estudiado a fondo: es un experto en logoterapia, en hipnosis —dice que también es periodista— y en lo referente a lo de las profecías, explica que desde los 13 o 14 años desarrolló una capacidad de observación similar a la de las mujeres que le permitió tener un "sexto sentido". A esa edad, él sabía quién lo iba a llamar antes de que sonara el teléfono. Después conoció a un maestro que lo metió en la meditación y ese ha sido el camino que le ha permitido desarrollar esta destreza.  "A través de la meditación empiezo a ver imágenes que me asaltan y que me sorprenden. Luego selecciono las más persistentes y de ahí salen mis predicciones", me dice como si eso de hacer predicciones fuera un proceso tan normal como el que permite convertir la caña de azúcar en azúcar refinada.

Me explica que ese consultorio está dedicado a lidiar con pacientes con problemas de pánico, de estrés y de adicciones. Con una locuacidad que embolata, afirma que él practica una escuela fundada por un judío que estuvo en un campo de concentración y que desarrolló la teoría de que todos los hombres tenemos un inconsciente espiritual que nos impulsa a ayudar al otro así estemos en las peores circunstancias. Suena muy convincente hasta que me explica su experiencia en los viajes hipnóticos, aquellos en los que sus pacientes logran establecer comunicación con sus seres queridos que están

secuestrados, como el que realizó con Yolanda Pulecio. Ella recurrió a sus servicios en el colmo de la desesperación para ver si su hija Íngrid Betancourt seguía viva. Según Martí, Yolanda Pulecio logró en ese viaje hipnótico conversar con su hija y darle fuerzas para que siguiera viviendo, semanas antes de que se produjera la Operación Jaque.

Aunque él no me lo haya dicho, sé que no todos esos viajes hipnóticos le han salido bien a Martí. Una familia cuyo hijo lo había secuestrado el paramilitarismo acudió a él para que les dijera si estaba aún vivo y él les respondió que sí lo estaba, pero que no quería saber nada de ellos. Al poco tiempo de esta

cita, los paras les informaron que ellos lo habían matado. Por no hablar del viaje hipnótico que le hizo a la esposa del entonces ministro de Salud y Trabajo Juan Luis Londoño, en el que, según cuenta Martí, el funcionario pudo hablar con ella a través de un celular imaginario que de patentarlo acabaría con el negocio de Comcel. Fue en esa comunicación que Juan Luis le habría hecho saber a su esposa las coordenadas donde se encontraba estrellada la avioneta en la que él mismo pereció.

Mientras él me cuenta sus hazañas que lo dejan como a un verraco, me conduce a otro cuarto en donde está el famoso diván. "Te voy a hacer el mismo tratamiento que le hice al fiscal. Recuéstese, por favor".  Acto seguido, Martí pone de nuevo el mantra de Swani Brahmdev, su maestro de la meditación. "Lo que le voy a hacer es una sesión que permite quitar el temor a hablar en público". Lo miré y le dije que ese no era precisamente el temor que más me preocupaba. Hizo caso omiso a mi petición y siguió: "Mira al frente detenidamente —cosa que hice—. Veo una pantalla con colores que se funden en formas sugestivas —me dice que oiga su voz. Yo la oigo—: pon los ojos en los círculos y no los muevas. Siente cómo la música penetra espacios y pliegues a los que nunca habías llegado. Entiende que tú eres una persona que cuando se propone algo lo consigue.  ¡Tú puedes!... ¡Tú puedes!... Eso, mira fijamente y dilo: ¡TUUUÚ PUEEEDES!".  En esa exaltación me tuvo casi diez minutos, y debo decir que en algún momento casi me pierdo entre tantos movimientos circulares.

Volvía a oír su voz: "Eres consciente de lo que te estoy diciendo. Mira fijamente los círculos y cuando oigas un sonido moverás los ojos". Sobra decir que los abrí antes. En algún momento me sentí como si estuviera en una sesión de autoayuda de esas que pasan por la televisión a las 12:00 de la noche y en la que convencen a los mudos de que pueden hablar y a los lisiados de que son capaces de subir montañas. Noté que su voz estaba sintonizada con el movimiento de los círculos. Me levanté del diván para pasar a otra sala en la que me hizo unas preguntas ya más personales.  "¿Con qué color dirías tú que identificarías tu vida privada: con el rosa o con el púrpura?". Yo le contesté que con el púrpura, desde luego. Desarrollé una aversión a todo lo

que es de color rosa por culpa de la Barbie. "¿Si pudieras hacerla, qué locura harías en este instante?"… Mientras Martí me hacía esas preguntas yo me devanaba los sesos pensando en las respuestas que le habría dado el fiscal Iguarán a este interrogatorio.

"Eres una persona normal", me dijo finalmente, conclusión que recibí como todo un cumplido. Luego sacó el péndulo y me dijo que si quería saber de qué estaba enferma. Yo le dije que

no, que no era una mujer masoquista y que preferiría vivir en la ignorancia. Él insistió y terminé con un reguero de males que nunca me había imaginado que tuviera: tengo problemas serios de alergias, enfrento una infección peligrosa en el pericardio, tengo problemas de colon, no se me fija el hierro, en fin. De lo único que puedo estar tranquila es de que, según Martí, no tengo

cáncer. Luego puso el péndulo en cuatro recipientes llenos de agua de diferentes colores y me dio el púrpura. "Este va contigo —sentenció—. Tómate todas las mañanas esta agua pensando que te va a dar la posibilidad de hacer todo lo que tú te propongas en la vida".  "Sí, mi querido saltamontes", me provocó responderle. Al minuto me entró a otro cuarto, me puso otro mantra para la meditación y apagó la luz. "Esto sirve para cuadrar los chacras", me advirtió. Al cabo de diez minutos una asistente entró, prendió la luz y me dio una cucharada de miel. "La están esperando en la terraza", me dijo.

En esta última sesión, me explicó Martí, al paciente se le pregunta qué sintió a lo largo del tratamiento. "¿Quieres decir algo?", me preguntó. Le respondí que no tenía mayor cosa que manifestar, aunque en realidad sí hubiera querido decirle que todo esto me parecía una farsa muy bien montada. "Si quieres expresarlo de otra forma puedes tomar estos guantes y golpear esta bolsa de boxeo", me agregó. Yo tomé los guantes y le di unos golpes al bulto y de nuevo me imaginé al fiscal pegándole a esa bolsa como un desaforado. No fui capaz de decirle lo que pensaba en ese momento, pero se lo digo ahora: no me descrestó. Lo único envidiable es su labia.