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21 de julio de 2010

Zona Crónica

Una visita a los actores olvidados

El escritor Andrés Burgos estuvo un día en la casa de la Fundación para el Artista Mayor. Un recorrido por este lugar que alberga a hombres y mujeres que hicieron historia en la televisión y que ahora intentan sobrevivir al olvido.

Por: Andrés Burgos/ Fotografías: Joaquín Sarmiento © 2010
Una visita a los actores olvidados | Foto: Andrés Burgos/ Fotografías: Joaquín Sarmiento © 2010

Preproducción

En un pasado quizás no tan remoto, ellos vivieron en millones de casas. Muchas más de las que físicamente habrían podido habitar. La televisión les dio salvoconducto para colarse en los hogares de los colombianos que no tenían otras opciones de entretenimiento audiovisual gratuito. Es decir, se nos metieron al rancho a casi todos. El nuestro era un país al que le sobraban la mayoría de los botones del control remoto.

Ahora estos actores no tienen adónde ir. Llegaron a esta casa porque el libreto de la vida es veleidoso, porque el destino se porta como un cabrón o porque uno mismo abre a veces puertas que debería dejar quietas. Da igual. Su techo lo resume una residencia con el número de la dirección escrito a mano, en uno de los costados de un grupo de construcciones humildes arrinconadas por el acoso progresivo de edificios modernos y caros en las laderas de los cerros bogotanos. La casa de la Fundación para el Artista Mayor es una metáfora en sí misma.



La locación

Después de golpear con insistencia la pintura envejecida de una puerta metálica, consigo que alguien me haga pasar. Si la fachada es el rostro de una diva cansada, el interior asemeja una boca relativamente sana pero nada fotogénica, un espacio funcional que no está para un comercial de dentífrico. Adentro tiene lugar un pulso a tres pisos entre las limitaciones y la dignidad. No hay recepción ni oficina central. Cada rincón ha sido aprovechado para acondicionar un cuarto. La casa tiene la estructura de una pensión y la atmósfera aletargada que exudan los hogares de viejos que conviven soportándose o ignorándose. Tienen mínima interacción. Varias cocinetas magras y baños limpios, aunque un poco desvencijados, garantizan independencia de neurosis y necesidades cotidianas.

Esta sería la locación ideal de una aparente comedia costumbrista que en realidad esconde un drama: un proyecto de serie que nunca sería aprobado por los directivos de un canal, pero que mantiene intacta la esencia de unos personajes perdurables.



Casting

El villano: No importa que haya actuado de cura, de peluquero gay y hasta de Alí Babá en años prehistóricos del Teatro Experimental de Cali. Para los televidentes Humberto Arango siempre será un hampón a quien jamás le han hecho falta efectos de audio que subrayen su carácter de antagonista.

—Con esta pinta se sabía que galán no iba a ser —ironiza.

Para él resulta normal que le cuente que mi mamá y mis tías lo han odiado "toda la vida"; se lo toma como un piropo. Su sentido del humor y calidez son evidentes. Aun así resulta extraño que el hombre que me hacía temblar de terror me ofrezca, hospitalario, un café que luego compartimos en su habitación estrecha, de armarios sin puertas. El televisor, casi pegado a los pies de una cama sencilla, pasa gran parte del día encendido. El repaso de películas clásicas le ayuda a llenar vacíos de calendario en espera de que lo llamen a trabajar. Los lapsos se han ido estirando hasta el punto de traerlo acá.

Con fluidez de actor de grandes matices, abandona la perplejidad que le produce la carencia de ofertas para aterrizar en la risa maliciosa. Es el arma con la que afronta el reto de escoger al más ruin de los personajes que ha interpretado. Tiene que pensarlo un rato para darle el trofeo a Pedro de Hungría, sacristán en Los pecados de Inés de Hinojosa, ese hito donde Margarita Rosa de Francisco y Amparo Grisales, topless en escenas lésbicas, programaron a una generación entera para tener erecciones cada vez que alguien conjuga el verbo ungir.

—Nadie ha pagado tanta cana como yo en este país —la sonrisa de Humberto deviene carcajada cuando trata de poner en números el total de las condenas que ha ido acumulando en su carrera. Bastaría su participación en Caso juzgado, en la década de los setenta, para completar varias cadenas perpetuas. Cada dos capítulos le daban 30 años. Es que buenos malos no se hacen de la noche a la mañana. Al igual que a muchos personajes públicos del país, le deseo prontas y nuevas sentencias.

La guía: La memoria de la casa que alberga la Fundación para el Artista Mayor es Inés Correa. Lleva 14 años aquí. Se dice y se nota acomodada en un cuarto amplio, que podría denominarse el penthouse, donde cuelgan de las paredes recuerdos tan disímiles como carteles de teatro, alguna imagen religiosa y un balón de microfútbol. Fumadora empedernida con voz de fumadora empedernida y la dulzura que el cliché no les otorga a las fumadoras empedernidas, se ayuda para sus puchos y gastos con papelitos pagados en videos de estudiantes. Cada inquilino debe responsabilizarse por la cuenta de los servicios y su propia alimentación. Por eso, si usted necesita una abuela, para lo que sea, se le tiene. Me habría gustado verla en Lejos del nido actuando al lado de una María Cecilia Botero que daba vida a sus primeros papeles. A cambio debo conformarme con sus comentarios desparpajados de octogenaria paisa que se entregó a las tablas cuando el oficio teatral aún olía a nuevo.

Es ella quien me cuenta que de las ocho personas que habitan la casa actualmente, hay algunos que no son actores. Ahí está una señora tan mayor como enferma, que fue bailarina y poco sale de su cuarto. También tenemos al "mago". Pongo las comillas porque del tono que emplea sobreentiendo que duda de las capacidades de su vecino para el sortilegio y los trucos con naipes. Sopeso la alternativa de hablar con él. Un "mago" puede significar actos fallidos, con palomas apuñaladas por accidente, el riesgo de una modelo partida en dos y cosas así, muy al estilo de lo que sucede en Recursos humanos, la novela de Antonio García. En últimas desisto. Para no romper la magia, será mejor limitarnos a los actores.

El dandi: Carlos J. Vega es, ante todo, una gran voz atrincherada en poco más de 1,60 m con porte de galán. Su ropa y peinado hablan de un esmero de calígrafo. Fue hombre de radio y actor televisivo destinado a pararse siempre unos pasos detrás del protagonista. Vive en la planta baja. Cuando se aventura a los pisos superiores, las escaleras irregulares no demuestran amabilidad alguna con sus dificultades motrices. Con saña caprichosa, le hacen un par de atentados que su bastón contiene el tiempo requerido para depositarlo de nuevo en sus dominios. Su territorio es el garaje transformado en un apartaestudio de dos espacios: un dormitorio con cama ancha y una oficina. Tiene línea telefónica independiente y un computador donde guarda el archivo visual de su carrera.

—Mucha gente se acuerda de Carlos Muñoz como el padre Pío en San Tropel, pero ¿quién tiene presente al gobernador de la provincia que robó pantalla durante 40 capítulos? —es una pregunta retórica porque él lo recuerda, se acuerda en sus limitaciones, concede una sonrisa anecdótica y concentra su orgullo en el presente. Con la inventiva de un rebuscador de ocho décadas, a quien todavía delatan los ademanes del seductor, ha encontrado en la cuentería un nicho generoso. Los domingos bogotanos, armado de gabán y sombrero en el parque de Usaquén, retuerce la historia nacional con relatos condimentados, como La verdadera historia de la fundación de Santafé de Bogotá o la demostración de que Gonzalo Jiménez de Quesada era gay.

Si un insulto le espetara que él ya es historia patria, bien podría responder afirmativamente con ironía de dandi inmarcesible.

El ladrón: Rey Vásquez, a pesar de haber hecho cientos de papeles y mantenerse vigente, siempre será recordado por el ratero que encarnó en Don Chinche. Ladrón por antonomasia en un país de ladrones, quizá su personaje caló tanto porque nunca logró hurtar nada. Su torpeza o mala memoria impidieron siempre que abandonara la escena con el cuerpo del delito, que pronto volvía por golpes de la casualidad a su dueño. Fue y sigue siendo uno de los ejemplos paradigmáticos de la televisión bienintencionada y parroquial, irrepetible, que hoy alimenta muchas nostalgias y agita las conversaciones de Twitter cuando en Señal Colombia pasan Dejémonos de vainas o N.N.

En la sala de la casa, un espacio de muebles heterogéneos e inconexos que fue y podría volver a ser habitación en cualquier momento, a Rey se le anegan los ojos mientras recita en voz alta parlamentos que recuerda. Es un tipo sensible y solidario. Cuando no está esforzándose por mantener aceitada su carrera con papeles secundarios, como un chino al que le da vida en una telenovela que aún no sale al aire, hace todo lo que está en sus manos para apoyar a María Eugenia Dávila, su gran amiga y el nombre con más pergaminos en este cartel de luminarias en pausa.

La protagonista en fuga: Resultaría ingenuo imponerles horarios restrictivos a personajes cuya fuerza creativa a menudo está fincada en su carácter libertario. Dentro de ciertas reglas básicas de cohabitación, los actores van y vienen a su albedrío. Así lo hace María Eugenia Dávila, quien encuentra la forma de esquivarme continuamente. Que acabó de salir, que entró pero se encerró en su habitación, que es mejor no tocarle la puerta cuando está encerrada con sus demonios… Es un espectro que llena el espacio con su ausencia.

Después de una de mis emboscadas fallidas, me dicen que dijo que tenía que trabajar y no tenía tiempo para hablar conmigo. Rememoro las escasas oportunidades que me ha dado la televisión para verla últimamente. Una de ellas fue actuando de moribunda en una serie médica, donde no recuerdo si tuvo un parlamento o fue mi deseo el que le asignó una cuota insuficiente de un par de líneas. En fin, el caso es que el tiempo pasa y mi acecho no tiene ningún efecto. Debo resignarme a abandonar la casa sin cruzar nuestras trayectorias. Le dejo como mensaje lo que me habría gustado decirle personalmente: nunca he oído a alguien mencionar su nombre, ya sea como evocación admirada o comentario de sus vicisitudes, sin hacer referencia inmediata a su inmenso talento.

Créditos finales

María Eugenia Dávila resume la prevención inicial que todos insinuaron en algún momento: la posibilidad de entrar al catálogo de una exhibición del infortunio como sujetos de feria. El problema es que mi trabajo consiste en sacar de paseo sus cuitas para argumentar por qué en Colombia se necesita proteger a los artistas y creadores desde la legislación. Espero haberlo hecho con altura.

Para Rey, Humberto, Inés, Carlos Jota y María Eugenia no tengo más que palabras de agradecimiento por haberse colado alguna vez en mi casa y en las de los míos. Distrajeron al niño traumatizable que fui en ese Medellín ríspido de los ochenta. Consolaron al papá de mi amigo después de que lo abandonó la mujer. Le dieron apoyo a mi vecinita cuando sucedió esa tragedia que la tuvo meses con temor al silencio. Ustedes fueron refugio de muchos. Fueron burbuja, atalaya y madriguera. Nos hicieron la vida más fácil paliando una realidad que no podíamos cambiar. Por eso deseo, de todo corazón, que el futuro les depare un giro arbitrario de telenovela, que la vida empiece a tratarlos de nuevo con guante de seda y el destino les otorgue pronto el papel soñado. Muchas gracias y mucha suerte.

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