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15 de junio de 2004

V. Gula

Sorprende en un primer momento que san Gregorio hubiera colocado la gula, en apariencia tan inofensiva, un escalón por encima de la terrible envidia en su tabla de pecados fundamentales.

Por: Antonio Caballero
| Foto: Antonio Caballero



Sorprende en un primer momento que san Gregorio hubiera colocado la gula, en apariencia tan inofensiva, un escalón por encima de la terrible envidia en su tabla de pecados fundamentales. Pero es que la gula solo es inofensiva en apariencia. Lo sabía muy bien el santo, que antes de ser elegido Papa había sido monje benedictino: en una comunidad cerrada, el hecho de que alguno de los miembros coma más que los otros puede conducir muy fácilmente a la catástrofe. Y en esas mismas circunstancias el exceso de alcohol es también peligrosísimo, pues tendemos a pasar por alto que el pecado de la gula se refiere tanto a la comida como a la bebida.
Pero no es solo la experiencia personal de san Gregorio la que lo llevó a dar tanta importancia a la gula: ya desde muchos siglos antes esta había sido considerada individual y socialmente peligrosa, dañina para el cuerpo y para el espíritu. San Pablo, en su Epístola a los Filipenses, censura con severidad a "aquellos cuyo dios es su propio estómago". Tertuliano había señalado que van juntas la gula y la lujuria, como lo demuestra el hecho de que "las partes pudendas están pegadas al vientre, y no en otra parte del cuerpo". Y tenía gran boga en la Edad Media una fábula edificante referida a un santo ermitaño a quien tentó el demonio disfrazado de ángel. Se presentó ante él para ordenarle, diciendo que venía directamente de parte de Dios, que cometiera un pecado, y le dio a escoger entre tres: emborracharse, acostarse con una mujer o asesinar a alguien. El santo ermitaño, aterrado, optó por la borrachera, que le pareció menos grave que las otras dos posibilidades. Se emborrachó, pues. Y, en su embriaguez, violó a su propia hermana -una santa ermitaña- y después, desesperado, la mató.
La gula es traicionera.
A la vez, sin embargo, la comida y la bebida son necesarias, lo cual plantea el problema de la proporción. Proporción en la cantidad, y también en la calidad. La Iglesia -a ella volvemos siempre en esto de los pecados- condena la excesiva calidad de los manjares, su 'delicadeza', que considera pecaminosa. Pero la expresión "comer como un obispo" es lo bastante elocuente como para que no haya que tomar esa opinión eclesiástica demasiado en serio. Por lo demás, el primer milagro que hizo Cristo, de acuerdo con el evangelio de san Juan, fue justamente un milagro de calidad. Cuando en las bodas de Caná convirtió el agua en vino, el vino resultó tan bueno que dejó boquiabierto al maestresala, el cual le llamó la atención al novio diciéndole: "Todos ponen primero el vino bueno, y cuando (los invitados) están bebidos, el peor; tú has guardado el vino bueno hasta ahora". Y más notable todavía resulta en este caso el aspecto de la cantidad. Jesús, en efecto, hizo llenar de agua "hasta arriba" nada menos que seis tinajas de piedra, con capacidad de "tres metretas" cada una. Una metreta equivale a unos cuarenta litros. El total, pues, da nada menos que 120 litros de vino del bueno, a los cuales hay que sumar todo el "malo" que los invitados habían bebido antes, hasta agotar las reservas de la bodega. Así que en fin de cuentas la historia de las bodas de Caná parece, más que una crítica, un elogio del pecado de la gula.
Con la gula sucede hoy lo mismo que con los demás pecados que hemos venido estudiando: ha perdido su prestigio espiritual -bueno o malo- para convertirse en un fenómeno exclusivamente material. Loable desde ciertos ángulos: el puramente mundano de la gastronomía, o el de la simple vanidad: resulta chic saber de vinos o preparar bien un daiquiri. Y condenable desde otros; pero no por razones morales, como en otro tiempo, sino meramente físicas, e incluso fisiológicas. La gula ya no es un pecado, sino una enfermedad. Y una enfermedad que conduce, no a otros pecados del espíritu, sino a otras enfermedades del cuerpo. La bulimia lleva a la obesidad, que lleva a trastornos cardiovasculares. Hoy no son los confesores quienes aconsejan comer con moderación, sino los médicos.
Pues se da la paradoja de que vivimos una época hedonista, que nos impulsa a satisfacer sin freno todos nuestros apetitos, pero a la vez está obsesionada por la salud y la belleza, que nos impone la necesidad del autocontrol e incluso del sacrificio. Estamos crucificados entre la obligación de ceder a todas las tentaciones del consumo y el rechazo a sus consecuencias, que son la enfermedad y la muerte: intolerables ambas. O, más aún: impensables. Queremos conservar eternamente la juventud, y además vivir para siempre.
Eso desemboca, entre otras cosas, en la nouvelle cuisine, que permite combinar las exigencias contradictorias de la salud y de la ostentación: permite comer a la vez poquísimo y carísimo. O contentarse con una simple ensalada, pero en el restaurante más costoso de Nueva York o de París, de modo que a la cuenta hay que sumarle el precio del pasaje. (Y, si es el caso, el de la liposucción).
Además resulta que esta época ha expandido el ámbito tradicional de la gula, que se refería solamente a la comida y la bebida. Ahora incluye también las drogas. Drogas de toda índole, tanto medicinales como alucinógenas, tanto legales como prohibidas. Analgésicos, tranquilizantes, somníferos, excitantes, sedantes. Aspirina, antibióticos, jarabes para la tos, éxtasis, hongos, cocaína, heroína, prozac, tabaco, café, marihuana. A todo lo largo de la historia humana se han consumido drogas, claro está, pero nunca en la frecuencia y el volumen de nuestros días. Porque, con la excepción del alcohol, nunca las drogas habían sido un consumo de distracción o de entretenimiento. Ni siquiera el tabaco. Antes de que su siembra extensiva fuera emprendida en América del Norte por los colonos ingleses y holandeses, y luego por los "Padres Fundadores" de la revolución americana, el tabaco era fumado por los indios de América solo en ocasiones sagradas y especiales, para declarar la guerra o firmar la paz. El "fumar en cadena" fue una conquista comercial de las grandes tabacaleras norteamericanas, auxiliadas por las películas de Hollywood.
El tabaco se fumaba, digo, sólo en ocasiones especiales, y no por todo el mundo: solamente por los ancianos de la tribu o los sacerdotes. Como los hongos alucinógenos. Como el yagé de la cuenca amazónica. Como el soma de los antiguos arios en tiempos de Zoroastro. Las drogas eran sagradas, o, al menos, sacralizadas, y en consecuencia controladas. Fue su norteamericanización, en los años sesenta y setenta del siglo XX, lo que las masificó con la contracultura hippie de California y con la guerra de Vietnam; y fue su prohibición, por parte de los gobiernos de los Estados Unidos, lo que las hizo incontrolables. Exactamente como había
sucedido, si bien se piensa, con todos los pecados capitales.