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8 de febrero de 2006

Viaje al fondo de la memoria El Vietnam de mis 60

Desde hace tres años, Enrique Santos Calderón, para muchos el mejor periodista de Colombia, no había vuelto a firmar un texto con su nombre. Lo hace de nuevo para SoHo, en esta primicia periodística de su viaje a Vietnam, a sus años de juventud y al género de la crónica, en el cual es un maestro.

Por: Enrique Santos Calderón

¿Qué diablos voy a hacer a Vietnam? Es un poco tarde para preguntármelo, cuando, tras 22 horas de vuelo, se vislumbra la cadena montañosa de Truong Son y ya pronto iniciaremos descenso hacia Hanoi. Y tal vez absurdo, cuando se trata de un viaje hacia al fondo de la nostalgia, o la memoria, a un país que siempre quise conocer y que me intriga desde los años 60. País donde, además, cumpliré 60 años. Yo no había llegado a los 20 cuando el nombre de este remoto rincón del sureste asiático se convirtió en un símbolo generacional y político. El de la protesta contra una guerra injusta y cruel. El de la lucha de un pueblo de campesinos descalzos contra la primera potencia militar del planeta. Los nombres de ciudades y sitios de Vietnam que he repasado en el mapa durante el vuelo -Da Nang, Hue, Hanoi, Mekong, Saigón...- me evocan todas esas imágenes que tanto sacudieron la conciencia del mundo: la niñita quemada por napalm que corre aterrorizada por la carretera; el coronel survietamita que ejecuta en una calle de Saigón a un guerrillero del Vietcong; los B-52 que vomitan bombas y defoliantes sobre selvas y ciudades; las gigantescas manifestaciones estudiantiles contra la guerra; el último despavorido helicóptero de Estados Unidos que despega del techo de su embajada con gente colgada de todas partes. Aterrizamos una mañana brumosa, el primero de diciembre del 2005, en el moderno aeropuerto de Hanoi, capital de la República Socialista de Vietnam. Limpio, casi brillante, en plena expansión. Del avión procedente de París han descendido decenas de franceses (antiguos amos coloniales), un coctel variopinto de turistas europeos y gringos y muchos vietnamitas. Yo llego en compañía de mi amigo cubano-irlandés Dicky O‘Connell, quien cumplirá 60 el mismo día que yo -el 7 de diciembre- y quien me sembró la idea de este viaje. El trámite aduanero, supervisado por policías uniformados a lo chino, es asombrosamente rápido, aunque en el caso mío se demoran un poco más revisando el inusual pasaporte. Me impresionan el orden y el silencio de toda la gente agolpada a la salida con ramos de flores en la mano. Pienso en la barahúnda de El Dorado. Conocemos a Pham, nuestro joven guía e intérprete en Hanoi. Emocionado, con los cinco sentidos en carga completa al iniciar el recorrido hacia el hotel, comienzo a registrar el bombardeo de escenas que no cesarán de fascinarme y que reflejan todos los contrastes y contradicciones de una sociedad en apasionante transición del comunismo patriótico al neocapitalismo internacional. Las vallas políticas oficiales con la hoz y el martillo frente a las que anuncian la apertura de una cancha de golf, o los últimos perfumes de Chanel. Primitivos cultivos de arroz con encorvados campesinos de piyama negra y sombrero cónico, al lado de enormes proyectos de construcción y modernos complejos de vivienda. Cuando preguntamos que quiénes los podían habitar, Pham responde con cierta ironía que “la gente muy rica”. Todas las casas son altas y flacas: de tres o cuatro pisos y pocos metros de frente. Son reflejo del precio de la tierra urbana en un país con el doble de la población de Colombia y una tercera parte de su territorio. Avanzamos a ritmo lento por una ancha autopista de dos carriles, invadida por miles de motos conducidas por muchachas con el rostro cubierto, jóvenes de maletín ejecutivo, ancianos cargados de frutas y productos, padres o madres con tres y hasta cuatros niños a bordo. Aparece el imponente río Rojo, en cuyo extenso delta se cultivan decenas de miles de hectáreas de arroz, base de la agricultura vietnamita y su principal producto de exportación. “Pero hoy producimos tanto café como Colombia”, me comenta Pham con malicioso orgullo. El Hotel Metropole, donde nos alojaremos estos cuatro días, está en el corazón de la ciudad, en el antiguo barrio francés. Construido en 1901, administrado hoy por la cadena Sofitel, tiene un encantador ambiente reposado y colonial. Rápida instalación y primer recorrido por la ciudad. Me impacta de nuevo la increíble cantidad de motos (hay cerca de diez millones en el país) que zigzaguean locamente entre carros y buses. Solo la destreza individual y la disciplina colectiva explican que no haya un muerto por minuto. Ruidoso ajetreo que contrasta con la tranquilidad del barrio diplomático, con sus avenidas arborizadas y fastuosas mansiones de la época colonial francesa. El parque Lenin, con gran estatua puño al aire de Vladimir Ilich, está muy cerca de la enorme residencia de la otrora embajada rusa, donde hoy funciona un ministerio. La vaina es en inglés Los vietnamitas no ocultan su gratitud con la antigua Unión Soviética, que siempre los apoyó en su lucha de varias décadas contra el colonialismo francés, al que derrotaron contundentemente en 1954, y luego en la aquí llamada Segunda Guerra de Resistencia contra el imperialismo americano, al que también sacaron corriendo en 1975. Pero hoy la vaina es a otro precio: lo que está de moda es el inglés -que es obligatorio en los colegios- y no el ruso ni el francés. Las calles rebosan vitalidad, dinamismo y gente joven (más de la mitad de sus 82 millones tiene menos de 25 años) y las mujeres son bastante más atractivas que los hombres. Por ningún lado se ve gente obesa. Frustrante no entender la infinidad de avisos y propagandas, aunque hay muchos en inglés de cafés-internet, pizzerías, bares de jazz... Muestra elocuente de la apertura de Vietnam al Occidente es la proliferación de comederos de Kentucky Fried Chicken con todo y enorme réplica del folclórico Coronel Sanders a la entrada. Recorriendo esta bulliciosa capital de cuatro millones de personas, pienso en lo que debieron de sufrir Hanoi, y Vietnam del Norte en general, durante los siete años de bombardeos aéreos estadounidenses. Fábricas, puentes, puertos, ferrocarriles, reducidos a escombros. Bosques, selvas y cultivos convertidos en peladeros. Estados Unidos soltó sobre Vietnam diez millones de toneladas de bombas. Más que todas las arrojadas durante la Segunda Guerra Mundial. El número de mutilados, la triste dureza en el rostro de los más ancianos, me hacen recordar la macabra frase del general gringo que proclamó que a este país había que “bombardearlo hasta la edad de piedra”. Pero no se nota mayor rencor contra Estados Unidos entre la juventud, a la que no le tocó padecer la larga lluvia de bombas made in USA. Pham sugiere que comencemos el recorrido histórico-cultural de su país por el Museo Etnológico, que resulta ser una fantástica muestra de la diversidad cultural de los 54 grupos étnicos que lo habitan. El pueblo viet, los vietnamitas, son la inmensa mayoría (88 por ciento de la población), que vive en las tierras bajas de los deltas (es un país esencialmente tropical con clima húmedo y temperatura promedio superior a los 20 grados). En las montañas se encuentran decenas de minorías étnicas con sus propios idiomas y ritos (tays, nungs, khmers, zaos, muongs...). Marionetas acuáticas, ingeniosas trampas de bambú para capturar palomas, juegos infantiles con fantásticos dragones y serpientes de papel reflejan una bella riqueza artesanal. Almuerzo en un inmenso restaurante típico que ofrece todos los platos imaginables. Menos los que contengan pollo y pato, drásticamente eliminados del menú por la gripa aviar, que aquí ha sido cosa seria. Más de 40 personas muertas, la cifra más alta del mundo. Parte esencial de la experiencia vietnamita es la comida. Exótica, saludable y variada, con más de 500 platos típicos. Todo se come: culebra, murciélago, lagartija, cocodrilo, mico, perro... Los vietnamitas son ferozmente omnívoros. Engullen todo lo que consideren nutritivo: de grillo frito a corazón aún palpitante de culebra. Nada de lo anterior pasó por mi inculto paladar, y en los doce días en este país no logré probar sino mínima parte de todas las suculencias posibles: langosta al carbón y palo, camarón gigante, mediano o enano, pulpo hervido en jengibre, atún asado en tomate y cebolla, pasteles de arroz con perfumadas semillas, sopa de pescado agridulce, rollitos de primavera de cualquier índole. Verduras infinitas y salsas omnipresentes: la de pimienta y limón que uno mismo prepara, la de chili superpicante, la de soya... Los olores son embriagantes y los sabores le explotan a uno en la boca. Salimos del comedero con el corazón contento rumbo al Templo de la Literatura, antiguo centro de estudios del pensamiento de Confucio y considerado la primera universidad que hubo en Indochina. Recogido ambiente de seminario a la oriental, con pequeños lagos, altares budistas y símbolos tallados en piedra de los cuatro animales sagrados de la cultura vietnamita: el dragón (poder), el ave fénix (belleza), el unicornio (fuerza) y la tortuga (longevidad). Como en toda Asia, los vietnamitas respetan el pasado y veneran a sus ancestros. La figura más venerada es la de Ho Chi Minh -el Tío Ho que personificó la larguísima lucha por la nacionalidad- cuyo cuerpo embalsamado se encuentra en un enorme mausoleo. Construido en contra de su deseo de ser cremado y de que sus cenizas fueran arrojadas al mar. El rostro adusto de Ho Chi Minh se ve mucho en afiches y edificios públicos, pero nada comparable a lo que fue el culto a la personalidad de Mao en China, el gran vecino del norte que Vietnam siempre ha tenido encima y cuya dominación sufrió por mil años. Tras merecida siesta (nos bajamos del avión a las 07:00), cenamos en Arroz Salvaje, restaurante escogido, como casi todos, por Dicky, un hombre que planifica bien toda incursión gastronómica o etílica. El menú son platos locales algo “fusionados”, en un ambiente sofisticado con discreta música trance de fondo. Otro reflejo de la creciente penetración occidental, iniciada cautelosamente hace diez años. Cuando se levantó la “cortina de bambú”, Vietnam se abrió a la inversión privada extranjera y Estados Unidos le levantó por fin el embargo económico al país que no pudo someter por lo militar. La hora de la noche Llegó la hora de explorar la vida nocturna. Pese a la fatiga y la descompensación horaria, nos dirigimos entusiastas hacia la discoteca Apocalypse Now. No hay tiempo para perder porque -rezagos del puritanismo marxista- la rumba termina a medianoche (fines de semana, a la una). El lugar está semivacío y el volumen de la música (¿house, trance, hip-hop?) no guarda proporción con el escaso personal. En medio del estruendo pienso en lo insólito que es estar, en esta ciudad que fue devastada por Estados Unidos, en una discoteca que lleva el nombre de la clásica película de Coppola sobre la guerra, inspirada en una novela de Joseph Conrad, en la que un loco coronel gringo (Marlon Brando) crea un imperio de terror en las profundidades del río Mekong. Vale aclarar que la película tomó su nombre del bar del mismo nombre que ya existía en Saigón. La música está demasiado apocalíptica y el ambiente apagado. Salimos en busca de sitios más combativos y poblados. Teníamos el dato del Hale Club, que resultó insólito de verdad. Niñas ligeras de ropa contoneándose en el escenario, muchachos de pelo engominado bailando lo último en guarachas y, para rematar, concurso de enanos raperos. En una mesa de al lado, una escena que parecía salida de La Guajira colombiana de la bonanza marimbera. Dos jóvenes con tres botellas de Johnny Walker Sello Dorado en la mesa (seis salarios mínimos por botella) atendidos por media docena de doncellas que les servían con delicadeza el whisky puro en vasitos. Cuando estábamos engranados y entrando en calor, llegó la Hora Zanahoria y, cual frustradas cenicientas, para el hotel. Más o menos bien dormidos, arrancamos al otro día para la aldea de Bat Trang, a 30 kilómetros de Hanoi, célebre por sus artesanías. Pasamos frente a la siniestra prisión de Hoa Lo, donde los franceses hacinaban a los patriotas vietnamitas, y que luego fue la cárcel para los pilotos de combate gringos derribados sobre Vietnam del Norte. El famoso Hanoi Hilton, del que habla el ex piloto y hoy senador republicano John McCain, que pasó varios años en las mazmorras de Hoa Loa. En el trayecto a lo largo de río Rojo, salpicado de delgadas edificaciones de eterno color mostaza, vemos más costosos proyectos de vivienda. Volvemos a preguntar para quiénes, y Pham repite: “Para los ricos”. Aunque no lo dice de frente, es claro que en Vietnam se consolida, al calor de la apertura, una clase privilegiada. La de los miembros de la capa dirigente del Partido y del alto gobierno y sus familiares. Otro problema es la corrupción. Esta mañana, The Vietnam News, diario en inglés publicado por una agencia oficial, pero bastante objetivo, divulgó una encuesta según la cual el 85 por ciento de los vietnamitas piensa que existe corrupción estatal. Pham, siempre atento y mordaz, anota que hay un adagio popular que dice: “Si tienes oportunidad de ser sobornado, no la desaproveches”. Nada especial la aldea de Bat Trang. Sus artesanías son exportadas casi todas a Japón y, aunque bonitas y baratas, no compramos nada. Llega un bus de turistas coreanos y aprovechamos para emprender el regreso a Hanoi, donde habíamos reservado mesa en el restaurante más antiguo de Vietnam, el Cha Ca La Vong, fundado en 1871. Popular, auténtico y definitivamente viejo. Pero con un desagradable olor a pescado rancio y un decepcionante plato único de caldo de fideos, hierbas e hilachas de carne. Salí con hambre al recorrido de la tarde a la casa de Ho Chi Minh, el bienamado padre de la patria. Sencilla y bonita, situada en medio de un amplio jardín y bucólicos laguitos, al lado de la grandiosa sede donde funcionaba la antigua administración francesa. En tono reverencial, Pham nos muestra donde escribía, comía, dormía el Tío Ho. Todo austero, simple y duro, como lo fue el ex cocinero, poeta, guerrero, fundador del Partido Comunista de Indochina y supremo conductor de la guerra de 40 años contra franceses y americanos, hasta su muerte en 1969. La estrategia, la táctica y hasta la bandera roja de Vietnam, con su estrella dorada en el centro, fueron diseñadas por el propio Ho. Versión oficial, pero creíble, dada la incuestionable ascendencia de esta ascética figura sobre la formación de la república Breve visita al Memorial a los tres millones de vietnamitas muertos durante la guerra contra Estados Unidos. Tres millones. Cifra impresionante, que habla por sí sola de lo que padeció este país en esos años; es una proporción de 60 a 1 si se la compara con las 50 mil bajas norteamericanas. Por todos lados hay alusiones y conmemoraciones de aquella época de sufrimiento y sangre. Pero dentro de una cierta sutileza, aparentemente despojada de todo rencor hacia el extranjero. En particular, paradójicamente, hacia Estados Unidos, frente al cual percibo más bien una franca admiración. El dólar circula en la calle igual que la moneda nacional (el dong: 16 mil por un verde) y la gente procura comunicarse siempre en inglés con los turistas. Incluso, el personal del afrancesado Metropole responde siempre al “bonjour” con “good morning, sir”. Llega la noche: otra vez de bares. Nos dirigimos al del Hotel Sheraton, que nos había recomendado un maître del Metropole como de “mucha acción”. Pura paja. Es un moridero de lánguidos turistas sajones que chupan cerveza. Pero teníamos plan B: el Boss Club, del Fortuna Hotel, que queda -oh coincidencia- frente a la embajada estadounidense. Ambiente de primera: orquesta femenina que canta rock y un enorme bar de preciosas niñas dispuestas a todo. Cuando el ambiente estaba en lo mejor, llegó la implacable medianoche y, cual calabazas, para la casa. Los nietos del ‘agente naranja‘ Reposados y frescos -la única ventaja de no poder trasnochar-, proseguimos el periplo histórico-político con la indispensable visita al Museo de la Revolución Vietnamita. Aquí se recorre la saga de más de 100 años de lucha de este pueblo para consolidarse como nación. Desde 1870, cuando arribaron los primeros colonialistas franceses con sus plantaciones de caucho, hasta 1975, cuando expulsaron al último marine estadounidense. Todo minuciosamente documentado por etapas, en textos, recortes, fotos, armas. La lucha en las cuevas y montañas, las prisiones e instrumentos de tortura, los elegantes coroneles franceses de sombrero de corcho que presidían fusilamientos, los soldados gringos que mascaban chicle e interrogaban campesinos, hasta los soldados del ejército de Vietnam del Norte tomándose un triunfal refresco en el bar del Hotel Caravelle de Saigón, donde 20 años antes Graham Greene bebía whisky y escribía su inmortal novela (El americano impasible) sobre el comienzo de la intervención estadounidense. Me doy cuenta de que hablo demasiado del duro pasado de Vietnam y tal vez debería referirme más a sus atractivos modernos: su singular belleza natural, su aún incontaminado valor turístico, sus infinitos ríos y montañas con todos los climas y todas las tribus, sus tres mil kilómetros de playas para el surfing o el buceo. Pero no vine por eso, sino ante todo para conocer cómo es hoy el país de mis nostalgias politizadas de los años 60. Para entender mejor, como lo estoy entendiendo, cuál fue la lección de entrega y sacrificio de un pueblo que defendió ferozmente su dignidad, sin perder por ello su gracia y delicadeza. Tercer día y el objetivo es Halong Bay, patrimonio de la humanidad y una de las maravillas naturales del mundo, a 170 kilómetros de Hanoi, sobre el golfo de Tonking, cerca de la frontera china. En un bote estilo junco, navegamos varias horas por esta alucinante bahía con sus mil y pico de islas e islotes llenos de grutas y cuevas, que emergen abruptamente de aguas esmeralda. Uno de los islotes tiene la forma de dos gallos de pelea y así lo bautizaron (Gallos Peleadores). Prueba fiel de la afición nacional por el juego. Los vietnamitas son un pueblo de frenéticos apostadores, como lo comprobaría más adelante con ocasión de la final de fútbol entre las selecciones de Vietnam y Tailandia en los Juegos del Sureste Asiático. Halong Bay fue el contacto con un fenómeno excepcional de la naturaleza, pero el viaje de tres horas de ida y vuelta es un revelador recorrido por las distintas caras de Vietnam. En el largo trayecto por ríos, aldeas y arrozales, las escenas se suceden una tras otra. Me impacta la parada, hacia mitad de camino, en un centro de ventas de productos típicos destinado a ayudar a los niños víctimas del ‘agente naranja‘, el veneno químico que esparció Estados Unidos durante la guerra. Aún hoy, 40 años después, siguen naciendo decenas de miles de niños con malformaciones genéticas, producto de este tóxico, que contaminó las fuentes de agua y la capa vegetal y terminó por penetrar la cadena alimentaria. Salgo cargado de compras y rencores. Pensando en el aspecto más brutal de la intervención norteamericana en Vietnam. Más que los millones de toneladas de bombas sobre puentes y puertos, fue haber utilizado de forma tan indiscriminada el napalm, el agente naranja y su letal materia prima, el dioxin. Exterminar desde las alturas los bosques y las selvas para que no hubiera follaje que ocultara a los evasivos combatientes de sandalia y traje negro; envenenar los ríos, arrasar los cultivos; soltar toneladas de materias incendiarias o defoliantes sobre una población y un territorio para ganar una guerra perdida, fue poco menos que un crimen de lesa humanidad. Los efectos de esta guerra química sobre la ecología y los seres humanos han sido devastadores y los científicos estiman que tardarán por lo menos 100 años en desaparecer del todo. Por ahora, siguen naciendo niñitos sin dedos, sin manos, sin pies... Estados Unidos aún se niega a reconocer compensación alguna por este terrible mal que desató. Entre otras, por las miles de demandas que enfrenta en su propio territorio por parte de los soldados americanos que también sufren las consecuencias de los tóxicos (fabricados por Dow Chemical y Monsanto) que esparcían sus aviones. En la carretera, las omnipresentes motos. Y a los lados, agua y agua, arroz y arroz, cultivado manualmente, como hace mil años. El abismo entre campo y ciudad es hondo. Son dos mundos. El primero y el cuarto, en convivencia armónica que no disimula, sin embargo, los crudos contrastes de la transición y el carácter rural y empobrecido de gran parte de Vietnam. Cada diez minutos pasamos por una aldea, con sus escolares uniformados y en bicicleta (las motos son para mayores de 18). Todos los pueblos tienen su llamativo cementerio, donde están enterrados los ancestros. Vietnam en su mayoría es budista, pero solo los monjes son cremados en sus pagodas. Veo pasar el cuadro macondiano de una abuelita que carga en su frágil moto a dos gigantescos marranos que chillan y patalean sin que la estoica anciana dé muestra alguna de nerviosismo. Seguimos sin ver un solo pato o pollo. La orden del gobierno de sacrificar todas las aves por la epidemia de gripa aviar fue acatada a la letra por este disciplinado pueblo, aunque cuenta Pham que causó muchas lágrimas en los hogares, pues las familias también tuvieron que eliminar canarios, loros, pavos reales y demás aves domésticas. Nada con plumas se salvó. Para mí significó no probar durante el viaje un ingrediente tan delicioso de la cocina vietnamita como es el pato. Aunque no drásticamente, la gripa aviar sí ha afectado el turismo, la industria de mayor crecimiento en Vietnam. A un país a donde hace un par de años no venía nadie, en el 2004 llegaron más de tres millones de visitantes de moneda dura. En Colombia no alcanzamos a recibir ni medio millón de turistas extranjeros al año. La arquitectura sigue siendo indescifrable y convinimos en catalogarla como algo parecido a “oriental-post-neosocialista”. Sorprende la ausencia de fuerza pública en este país guerrero de partido único. No se ven soldados ni policías en las calles o carreteras. “Ya no estamos en guerra -explica Pham-. Antes, todo vietnamita, hombre o mujer, era un soldado”. ¿Y posesión de armas entre la población? Responde enfático: “Nadie puede tener un arma de fuego”. Y agrega con su suave ironía: “Imagínense, con este tráfico, todos nos daríamos plomo”. La criminalidad es muy baja, pues la mano fuerte puede ser invisible, pero existe. Vietnam es uno de los países que más aplican la pena de muerte: 60 ejecuciones en los últimos tres años. Adiós a Hanoi El regreso a Hanoi con un bello atardecer entre arrozales es otra oportunidad para apreciar la destreza de ciclistas y motociclistas, la paciencia de los encorbatados policías de tránsito (aún no puedo creer que no haya presenciado un accidente) y, sobre todo, la energía y la vitalidad de esta ciudad, donde todo el mundo parece dirigirse a un sitio determinado. Por doquier se respiran pujanza y deseos de superación. En el ávido activismo de los comerciantes, los gritos de los vendedores, el atletismo infatigable de los conductores de los rickshaws, la insinuante rapidez de las miradas callejeras. En las tiendas abiertas de ocho a ocho y en las familias campesinas dobladas el día entero sobre sus cultivos... Con razón esta gente ha logrado reconstruir un país destrozado por guerras externas y asfixiado luego por el dogmatismo interno de los triunfantes sucesores de Ho Chi Minh, que impusieron el más estricto régimen comunista y fusilaron a miles de personas sospechosas de haber colaborado con el enemigo.

Con el barman perdedor antes de la final de fútbol Vietnam-Tailandia

Castor Canedop (izq) y Dicky O‘Connell en la única comilona occidental.

Los escolares tienen que aprender inglés.

La última noche en Hanoi cenamos cerca del hotel en una bella mansión (Ly Lai), donde nuestra despedida de la capital es súbitamente interrumpida por un gran clamor proveniente de la calle. ¿Manifestación? Imposible en un país de partido único y, sobre todo, a las diez de la noche. Es el jubiloso pueblo soberano que celebra la victoria, esa noche, sobre Malasia, en la semifinal de fútbol de los juegos del sureste asiático. Decenas de miles de personas, en motos, con banderas, trompetas y enormes tambores, gritando “¡Vietnam, Vietnam!”. No se puede caminar por la cantidad de gente. Me recuerda la celebración de Colombia tras la victoria histórica sobre Argentina. Con la diferencia de que aquí no se vio un borracho ni hubo un rasguño, mientras nuestra euforia patriótica produjo más de 50 muertos. Logramos abrirnos paso entre el vociferante tumulto hacia el New Century Club, recomendado como el sitio in de la vida nocturna hanoiesa. Pero desde la entrada se nos baja la nota. Raqueteada minuciosa por guardias con walkie-talkies y audífonos y un ambiente demasiado ostentoso, lleno de jóvenes con aire de traquetos o niños ricos a la última moda (lo que en un país socialista resulta aún más ofensivo). La pista de baile del primer piso está atestada y quizá por nuestra pinta de viejos occidentales nos envían al segundo, donde un personal femenino de regular empaque nos ofrece de inmediato compañía y whisky de marca por botella. Esta vez no tuvimos que esperar la Hora Zanahoria. Salida en avión para el puerto de Da Nang, que en su momento fue la más importante base naval y aérea de Estados Unidos y centro de recreación para sus soldados, famoso por sus espléndidas playas y abundantes burdeles. Casi equidistante entre Hanoi y Saigón, es la cuarta ciudad del país con 800 mil habitantes. La idea es instalarnos tres días en un hotel sobre la playa y explorar desde ahí varios sitios de interés: la citadela imperial de Hue, la Montaña de Mármol, My Song, la antigua capital de reino Champa, y Hoi An, puerto japonés del siglo XIV, considerado uno de los sitios más pintorescos de Vietnam. Rumbo al aeropuerto me doy cuenta de la cantidad de vallas que promueven clubes de golf, deporte de élite que crece todos los días. Ya hay más de diez canchas en todo el país y un equipo nacional que compite en el exterior. Saigón tiene incluso una cancha nocturna, algo que en Colombia aún estamos por ver. Tras vuelo de hora y cuarto en un avión casi vacío de Vietnam Airlines (¿gripa aviar?) nos recibe en Da Nang nuestra nueva guía local, Nguyen Thi Lan, una mujer diminuta y redonda de cachucha blanca, que desde el primer instante no cesa de hablar. A medida que nos bombardea con citas y cifras en un inglés ininteligible comenzamos a añorar al sagaz Pham, guía insuperable. Breve visita al famoso museo de la cultura Cham, una civilización de raíces hindúes que pobló el centro de Vietnam del siglo VII al XV, legando increíbles esculturas de deidades como Brahma, Shiva, Vishnu. Me impresionan unas figuras del siglo VIII de jugadores de polo y alcanzamos a entenderle a Lan que los templos más bellos fueron destruidos en 1969 por las bombas americanas. Dicky, desesperado, después de que le recito en el bus poemas de su propia cosecha, propone prescindir de sus servicios. Optamos por bandearnos solos estos días. El hotel, a media hora de Da Nang por entre un tupido paraje tropical, queda sobre la playa de My An, infinita y casi virgen. No la logramos disfrutar, pues ese mismo día se instala una negra nube de lluvia y viento frío que dura el tiempo de nuestra estadía. Resulta tan inclemente el clima que frustra todas las visitas programadas, salvo la del pueblito de Hoi An, que queda a solo cinco kilómetros del hotel. Singular por sus altares, templos y pagodas, su peatonal centro histórico y su mercado de pescado. Pero la cantidad de motos y de tienduchas le restan magia y encanto. Tiene cierto aire de Sanandresito. El intento de descubrir su vida nocturna también resulta frustrante. Terminamos en una loca carrera de media hora, en medio de un tenaz aguacero, agarrados de un avivato mototaxista de nombre Nikolai (de la época prosoviética, presumo) que nos deposita finalmente en un desabrido bar repleto de ebrios jóvenes ingleses. Me desayuno al otro día con la inquietante noticia de primera página del Vietnam News de que en Hanoi se inició, con patrocinio de Nestlé, un gran festival internacional de degustación de café suave de montaña. Es parte de la intensa promoción de la imagen de un café de marca vietnamita y solo falta que este país, que ya produce más grano que nosotros, nos desplace también en aroma y sabor. No me extrañaría, conociendo mejor la tenacidad de esta gente. A ritmo ‘sam sam‘ Almorzamos en una antigua casona francesa convertida en plácido restaurante sobre el río Thy Bon, lleno de infatigables pescadores y de los típicos sampanes con sus velas, toldos y mercancías. Pedimos un vino italiano algo rebuscado y el mesero comenta que vamos a tomarnos el equivalente a su salario mensual. Lo dice sonriente, sin asomo de amargura, casi con admiración. Nos sentimos mal, pero la afabilidad del personal nos tranquiliza la conciencia. Vietnam ha asumido la economía de mercado con una original mezcla de vehemencia individual y cautela oficial. El gobierno advierte que la transición es “sam sam” (paso a paso), pero el ritmo que se observa es poco menos que frenético. Hace quince años había menos de 200 empresas privadas; hoy hay más de 200 mil. Después de la China, esta es la economía de más rápido crecimiento de Asia (promedio de más del siete por ciento en los últimos diez años), aunque parecen más conscientes de que no pueden repetir los errores (devastación ecológica, catastróficos accidentes industriales, explosiones de malestar social) que ha conllevado la vertiginosa expansión económica de su gran vecino del norte. Pero el modelo estatal es esencialmente igual: liberar la economía y conservar el monopolio político. Y la verdad sea dicha, han logrado un desarrollo anclado en una estabilidad política con sentido social y en una inmensa capacidad competitiva. Y una significativa reducción de la pobreza: en menos de 20 años Vietnam ha pasado de físicas hambrunas a ser el segundo productor mundial de arroz. Para el 2010 todo indica que superará su estatus de país pobre y tendrá un ingreso per cápita superior a los mil dólares. Hoy es aproximadamente de 700 dólares, una tercera parte del de Colombia (2.200 dólares), aunque en las ciudades es de 1.600 y crece al doce por ciento anual. Cuenta a su favor con una fuerza laboral entusiasta, disciplinada y abundante, imbuida de la ética del trabajo y del culto a la educación y la familia de los valores confucionistas. Sus jóvenes se emplean por salarios mínimos de 40 dólares mensuales en las empresas que están fundando inversionistas japoneses, taiwaneses, indonesios, malasios, que encuentran costos laborales 35 por ciento más baratos que en la China. Aquí todo, comida, ropa, hoteles, cuesta menos que en el resto del Asia. La capacidad de trabajo de este pueblo es proverbial y se refleja en el popular dicho de que los vietnamitas siembran el arroz, los camboyanos miran el arroz crecer y los laosianos lo oyen crecer. Me inquieta, sin embargo, que la veloz transformación de Vietnam lo desnaturalice. Es difícil criticar a uno de los países más pobres del Asia por fomentar a como dé lugar su industria turística y la inversión foránea, aunque sus efectos lleven a algunos a sugerir la cruel paradoja de que una nación que ha ganado todas sus guerras militares pueda perder la guerra definitiva: la económica. Sin embargo, el gobierno mantiene control total sobre las áreas de la economía que considera estratégicas para la seguridad nacional y ha resistido presiones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional para acelerar la privatización de muchas industrias básicas. Fuera del desequilibrio y malestar social que crean, otro problema de los booms económicos estilo Vietnam es el fenómeno de la corrupción. Aquí fue declarada “enemigo público número uno” desde 1996, cuando el país se abrió seriamente de piernas. Las medidas anticorrupción han sido severas (20 fusilamientos y decenas de cadenas perpetuas) y desde el año pasado todo funcionario debe rendir detallada declaración pública de sus bienes. No hay fórmulas mágicas contra este mal, pero hasta ahora Vietnam parece haber evitado la “cacocracia” y los grupos económicos semimafiosos que pululan en otras economías boyantes de Asia. Tuve tiempo de sobra para ponerme al día en estadísticas socioeconómicas, durante estos dos grises días de lluvia y frío. Pero de alegres y cálidas noches en el hotel. En la primera, disfrutamos de un sensacional show de bailarinas locales al ritmo de la música y voz de Shakira (más universal hoy que García Márquez, me temo). Y la siguiente, en el bar central, con pantalla gigante: la final surasiática de fútbol entre Vietnam y Tailandia. Yo ya era amigo del barman y de varios meseros hinchas del fútbol (pasión nacional en este país), que desde el primer día sabían que yo era colombiano y me preguntaban por el Pibe Valderrama y Juan Pablo Ángel. Tahúres y apostadores irredentos como son los vietnamitas, embriagados de patriotismo por su reciente triunfo sobre Malasia, aseguran que le ganarán a Tailandia. Las estadísticas indican todo lo contrario y decido apostar en contra del entusiasmo local. Vietnam juega como nunca y pierde como siempre frente a Tailandia. Cuando les dije que me pagaran más bien en whisky por debajo de la mesa, se muestran dispuestos a cantar el himno colombiano en emocionado agradecimiento. Esa final de fútbol, en esa lluviosa playa de My An, fue hermosa prueba de cómo el fútbol une a pueblos, patrias y emociones. Al otro día, en vísperas de salir hacia Saigón, se nos une Castor Canedo, un empresario español de raíces filipinas amigo de Dicky, que asistirá con él a un foro para inversionistas extranjeros. El certamen, el segundo en su género que se organiza en la antigua capital survietnamita (rebautizada como Ciudad de Ho Chi Minh desde la liberación), ha convocado a más de 80 inversionistas de Europa, Asia y Norteamérica interesados en apostarle a este país. Hello, Saigón Despegamos una soleada mañana y, a la hora del vuelo, se percibe de muy lejos el legendario Mekong, uno de los ríos más grandes del mundo, llamado de “los nueve dragones” por la cantidad de brazos que tiene. Nos enteramos de que no es recomendable visitar su famoso delta, porque hay un nuevo brote de gripa aviar. Lo último que quiere el gobierno es un turista víctima de esta enfermedad. Al aterrizar en el aeropuerto Tan Son Nhat de Ciudad de Ho Chi Minh se capta al rompe la diferencia con la más austera Hanoi. Capital de la colonia francesa de la Conchinchina desde 1860, llamada luego el ‘París del Oriente‘, Saigón fue considerada como “la puta” de Vietnam desde 1954, cuando se convirtió en la capital oficial de la República de Vietnam del Sur, aliada de Washington. Para los del Norte era sinónimo de decadencia occidental, una ciudad pecaminosa y corrupta. Hasta 1975, cuando fue ocupada por el Vietcong y las tropas marxistas de Vietnam del Norte. Saigón (nadie la llama por su nombre oficial) tiene dos veces más habitantes (ocho millones) y más ingreso per cápita que Hanoi. Es más bulliciosa y occidentalizada y con mayor caudal de motos. Aquí casi todas las niñas se cubren la cara y definitivamente no es por la polución, sino para evitar quemarse el rostro. Niña bronceada es niña fea. Desde antes de las geishas, en toda Asia se ha glorificado la tez blanca como sinónimo de belleza. De noche sí dejan al descubierto sus bellos rostros pálidos. Nos alojamos en el espléndido Park Hyatt, inaugurado hace apenas dos meses, la más reciente muestra del ingreso masivo de las grandes cadenas hoteleras. Al atardecer nos vamos de copas al bar del vecino Hotel Continental, que inmortalizó Graham Greene en su célebre novela, luego llevada al cine con Michael Caine. Pasamos luego al no menos célebre Saigón Saigón, que hicieron famoso los corresponsales de guerra gringos, en la azotea del Hotel Caravelle, con una bella vista de la ciudad y del río Saigón. Cruzar las calles en esta ciudad merecería un curso previo. Cuando uno por fin decide lanzarse de frente al torbellino, lo clave es no parar ni correr: hay que mantener el mismo paso y las motos esquivan milagrosamente el bulto. Tras cena de sopa de cangrejo y camarones de todos los tamaños, de regreso al hotel me dedico a ver noticieros vietnamitas, con su sobrecarga de ceremonias oficiales. Hay un importante congreso del Partido Comunista en curso y las imágenes de los centenares de disciplinados delegados, enmarcados por grandes retratos de Marx, Engels y Lenin, son significativo recorderis de la ortodoxia ideológica que aún impregna los actos gubernamentales. Al otro día, en una reunión con un banquero inglés, John Shrimpton, conocido de mis compañeros de viaje, este comenta que en todo esto hay mucho de apariencia y formalismo. “Si mañana el PC vietnamita se convierte en el partido socialdemócrata o en el progresista laboral -asegura- nadie derramaría una lágrima”. Shrimpton, quien dirige un fondo de inversión local, habla con entusiasmo del futuro económico de Vietnam y nos cuenta que durante la reciente aprobación del nuevo plan quinquenal de desarrollo ya no se discutió la privatización de la economía, sino cómo y a qué ritmo. Hoy es 7 de diciembre y O‘Connell y el suscrito cumplimos 60 años. En esta fecha se me ocurre una inevitable reflexión: hace 30 años, cuando yo tenía 30, ¿qué estaba pensando sobre Vietnam? El país estaba recién reunificado tras la victoria de las fuerzas comunistas y había la esperanza de que este sufrido pueblo iniciara finalmente una etapa de paz y prosperidad. No imaginé que la acelerada transición al socialismo en el Sur fuera a tener tan desastrosos resultados económicos, ni que la represión política llegara a los extremos a que llegó: cientos de miles de personas encarceladas y expropiadas. Ni que 30 años más tarde este país estuviera viviendo la sorprendente metamorfosis capitalista que he presenciado estos días. Pienso, también, en Irak: ese Vietnan sin selvas ni arrozales, ni guerrilleros comunistas, con desiertos, carros bomba y suicidas islámicos, en el que, como hace 30 años, está empantanado Estados Unidos. La celebración cumpleañera corre por cuenta de Gregoire, un amigo francés de Dicky y de Canedo, residente en Saigón, que nos lleva a cenar a su restaurante favorito en compañía de un grupo de amigos y amigas vietnamitas. Los platos y el vino fluyen sin cesar, hasta la maldita hora límite cuando el establecimiento cierra y las damas se esfuman discretamente. Experiencia singular en este país fue haber pasado doce días sin una rumba ni un trasnoche serios, aunque después -cuando ya era muy tarde- nos enteramos de que había bares y discotecas con permisos especiales hasta las dos y tres de la mañana. La investigación no fue tan rigurosa... Con un discreto guayabo y luego de una semana de ininterrumpida comida vietnamita, se impone un cambio urgente para estos organismos adictos a las tóxicas proteínas occidentales. Mi propuesta de una gran carne asada es aprobada de inmediato y nos despachamos en el hotel un pantagruélico almuerzo de jugosos lomos australianos a la parrilla. Trato de visitar (pero cerraba a las cuatro) el Palacio de la Reunificación, que celebra la historia de cómo Vietnam se volvió un solo país y se inició la construcción del socialismo en toda la nación. Una etapa que, por sus excesos ideológicos, condujo a un empobrecimiento general que obligó a un posterior “programa de rectificación política e ideológica”. En todo caso, el solo viaje hacia el Palacio en un ciclotaxi de tres ruedas (los llamados rickshaws) valió la pena. Por lo aventurado y francamente atortolante. Un curtido saigonés, que pedalea furiosa y velozmente entre motos y carros, mientras vocifera lo que supongo son madrazos a unos y otros, fue otra muestra de dinámica y casi salvaje competitividad callejera Los túneles de Cu Chi Caminar por Saigón es recorrer calles deliciosamente caóticas. La gente acurrucada cocina delicias en los andenes; los viejos sentados charlando apuestan algo alrededor de mesitas en las esquinas; esbeltas niñas en los parques juegan un extraño fútbol aéreo. En los callejones se ofrecen sesiones de acupuntura o clases de violín para niños. Tiendas con baratijas de toda índole, sofisticadas boutiques con lo último de la moda de París o de Milán. Los gritos, los olores y... la incesante pitadera. El acoso de los veteranos ciclotaxistas puede volverse desesperante, pero la irritación se convierte en comprensión cuando uno se entera de que muchos de ellos eran médicos, ingenieros, profesores, que después de la guerra fueron despojados de su ciudadanía por razón de su clase social y haber vivido en Saigón (que equivalía a “confraternizar con el enemigo”). Enviados cinco y siete años a campos de reeducación, al igual que otras decenas de miles de survietnamitas (funcionarios, soldados, etc.), aún hoy no pueden ejercer sus antiguas profesiones y ya bien entrados en años deben ganarse la vida en el duro asfalto. Al día siguiente, mis amigos tienen que asistir a su foro de inversión y decido aprovechar para visitar los famosos túneles de Cu Chi, a 50 kilómetros de Saigón en dirección a la frontera camboyana y cerca del célebre “camino de Ho Chi Minh”, por donde los insurgentes vietnamitas movilizaban combatientes y armamento. Cu Chi fue la más formidable fortaleza de resistencia vietnamita durante la guerra contra Estados Unidos. Más de 250 kilómetros de túneles interconectados comunicaban a diversas aldeas y conformaban una auténtica ciudadela subterránea de los guerrilleros del Vietcong para escapar de las bombas de USA y planificar sus operaciones. Al recorrer -acurrucado o gateando- partes de este asombroso laberinto de varios pisos, cavado a mano, día a día, durante varios años, bajo las narices del enemigo, y al ver todo lo que tenían -centros de salud, cocinas, salones comunales- se entiende mejor por qué los americanos, y antes de ellos los franceses, no podían derrotar la tenacidad, paciencia y dedicación de este pueblo. Impresionantes, por lo perversas e imaginativas, las trampas de bambú y de todo tipo que les ponían a los soldados gringos. Impresionantes también los cráteres que dejaban las bombas de los B-52 y el número de vietnamitas (40 mil) que murieron en estos túneles. Casi tantos como los 55 mil militares norteamericanos muertos durante la guerra. Y poco menos que desconcertante saber que al lado de esta especie de camposanto y monumento a los caídos, prácticamente encima, están construyendo un enorme complejo turístico con piscinas y canchas de tenis y golf. El guía de Cu Chi, que no ha cesado de relatar los horrores que cometió aquí Estados Unidos, comenta este nuevo desarrollo con toda naturalidad. Una muestra más del a veces sorprendente pragmatismo vietnamita. Un atractivo turístico que ya funciona en los túneles es un campo de tiro, donde los visitantes, por una módica suma, pueden disparar fusiles M-1 y AK-47 e incluso ametralladoras punto 50 (esta sí a dólar tiro), en una atmósfera selvática. Los blancos no son, como podría pensarse, efigies del Tío Sam ni de soldados gringos, sino tigres, burros y dragones. Vacío el cargador de un viejo M-1 contra un enorme burro rojo a unos 200 metros, sin lograr acertar. Los túneles de Cu Chi resultan ser uno de los momentos más emocionantes e ilustrativos de este viaje, que ya toca a su fin. De regreso a Saigón, luego de atravesar eternas plantaciones de caucho y salir de nuevo a la autopista, presencio el primer accidente de tránsito: un hombre aplastado con su moto debajo de un camión en la mitad de la carretera. Dos australianos que van en el bus comentan que es el tercero que ven en la semana que llevan en el país. De Ho a Ronaldinho La clausura -el penúltimo día- del foro de inversionistas de mis compañeros de viaje es con torneo de golf para los participantes. Como ni Dicky ni Castor lo practican me ceden el cupo, y en víspera de la partida tengo la oportunidad nunca imaginada de jugar mi deporte favorito en la Republica Socialista de Vietnam, en una bella cancha a una hora de Saigón. El campo colinda con un gran tugurio y a lo largo de varios hoyos hay guardias apostados, para impedir que los pobladores entren a robar plantas o a lavar su ropa en los lagos. Es quizás el más revelador contraste que he presenciado hasta el momento. Perturbador, en realidad. Uno de mis compañeros de juego, un ingeniero inglés con varios años en Saigón, comenta, entre despectivo e indignado, que los jóvenes ejecutivos vietnamitas socios del club, que equipara a magnates nuevorricos, apuestan locas sumas de dinero mientras les pagan una miseria a las muchachas que les cargan los tacos. El comunismo ha muerto, no hay duda, y hoy rige lo que algunos califican como dictadura capitalista de partido único, en la que prosperan los más aptos y los más fuertes. Ya es bastante obvio que en la transición que vive Vietnam a unos les ha ido bastante mejor que a otros, lo que ha creado tensiones sociales, protestas en el campo y no poco malestar entre la vieja generación que vivió la guerra. Los jóvenes parecen menos pendientes de ese pasado igualitario y austero, y aun cuando orgullosos de sus valores nacionales y respetuosos de figuras como el Tío Ho, veneran a Ronaldinho y a Britney Spears. El último día lo dedico a descansar en el hotel y a organizar apuntes para este artículo. Por la tarde, en caminata a lo largo del río Saigón, trato de asimilar este viaje singular. Además de los recuerdos históricos, de la sobrecarga emocional y sensorial, de las experiencias visuales, auditivas, olfativas, me queda la imagen viva de un país desafiante y diferente, lleno de contrastes, retos e incógnitas, pero volcado con entusiasmo hacia el futuro en medio de las dolorosas cicatrices del pasado. Al despegar de Saigón, el 12 de diciembre, un año más viejo a pesar de los pocos días desde mi llegada, pero encaramado ya en el sexto piso de la vida, pienso en lo que yo pensaba de Vietnam en los años 60, cuando andaba por los 20, y trato de reconciliar la memoria idealizada con la dura realidad. Sentimientos encontrados, que me impiden llegar a conclusiones tajantes sobre la movediza realidad que he presenciado estos días. Solo sé que, embarcado ya en el largo vuelo de regreso a Bogotá, en medio de la extraña nostalgia que me invade, y más allá de dudas o desconciertos, llevo conmigo los ruidos, olores y sonrisas de un país fascinante y de un pueblo extraordinario. Quiero regresar algún día. ¿Los reconoceré? * * * Mil años de guerra 938: Los chinos son expulsados de Vietnam luego de mil años de ocupación. Regresarán. 1428: El levantamiento de Lam Song trae la victoria definitiva sobre los chinos. 1883: Se inicia el período de colonialismo francés. 1925: Ho Chi Minh funda la Juventud Revolucionaria Vietnamita para luchar por la independencia nacional. 1946: Fuertes combates en Hanoi marcan el comienzo de la guerra franco-vietnamita. 1954: Las fuerzas francesas se rinden en masa tras la batalla de Dien Bien Phu. 1956: Vietnam es formalmente dividido en el paralelo 17 entre el norte comunista y el sur “democrático”. 1960: El Vietcong (Frente Nacional de Liberación) inicia la insurrección revolucionaria en Vietnam del Sur. 1962: Estados Unidos envía asesores militares al sur. 1964: Estados Unidos bombardea a Vietnam del Norte por primera vez. 1965: Marines estadounidenses desembarcan en las playas de Danang. 1967: El número de tropas de Estados Unidos llega a medio millón. 1968: El Vietcong lanza la fulminante Ofensiva del Thet. La oposición a la guerra obliga al presidente Johnson a renunciar a su aspiración reeleccionista. 1973: Se firman los acuerdos de paz de París. 1975: El 30 de abril, tropas norvietnamitas ocupan Saigón, que es rebautizada como Ciudad Ho Chi Minh. 1978: Vietnam invade a Camboya y derroca el gobierno de Pol Pot. 1979: China ocupa zonas del norte de Vietnam en “castigo” por su ataque a Camboya. 1989: Las tropas vietnamitas se retiran de Camboya y Vietnam está en paz por primera vez en muchas décadas. 1995: Vietnam inicia apertura económica e ingresa a la Asociación de Naciones del Sureste Asiático. 2000: Bill Clinton se convierte en el primer presidente americano en pisar Hanoi. (Cronología tomada de Lonely Planet)