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20 de junio de 2014

Opinión

Yo soy otra víctima de la estimulación temprana

Los padres, en lugar de gastar plata en pendejadas, deberían pasar más tiempo con sus hijos y leerles buenos libros.

Por: Antonio García

Un amigo tenía a su mujer embarazada y, henchido de amor paterno, enloqueció con el futuro bebé. Fui a visitarlo y llevarle un par de regalos: un babero simpático, que decía en letras azules “Mothersucker”, y uno de esos juguetitos de caucho para morder. Mi amigo había llegado hacía poco de Nueva York, adonde tuvo que viajar por trabajo, y se había gastado una verdadera fortuna en cosas para su primogénito. Entre lo que me mostró había un sistema de monitoreo para el bebé con cámaras, micrófonos y sensores de movimiento que envidiaría James Bond, pero lo más absurdo y exagerado era una especie de arnés-cinturón con formas redondeadas que rodeaba la barriga de su esposa y que constituía una especie de surround-system sofisticadísimo para hablarle al bebé a través de un micrófono, y también ponerle música. Me contó orgulloso que, gracias a que el aparato estaba en oferta, le había costado poco menos de 300 dólares (seguro el precio era US$299). Luego, mientras yo me preguntaba qué había pasado con el clásico método de acercar la cara a la barriga y hablarle con cariño, ella se puso el arnés, que conformaba una cadena de bafles adheridos a la barriga, conectó un micrófono y le dijo: “Hola, bebé”; luego me pasó el micrófono y me hizo saludarlo. Obedecí, desconcertado. La feliz madre me contó que le hablaban todo el día, y que además le ponían música clásica.

Salí pensando que se había acabado la época feliz en que los nonatos flotaban tranquilos en líquido amniótico, ajenos al barullo del mundo exterior. A este pobre los papás le daban lora desde antes de nacer, lo saludaban extraños y le ponían música amplificada cuando a lo mejor lo único que quería era hacer la siesta. De aquello han pasado unos cinco años y, la verdad, veo al niño y no me parece más despierto ni más inteligente que otros cuya gestación ocurrió en paz, sin que pretendieran instruirlos y desarrollarlos desde que eran cigotos.

Pero mi amigo y su esposa no son los únicos que han sucumbido al espejismo de la estimulación temprana. Hay un cultivo generalizado de niños hidropónicos en los últimos años, merced al ansia de que desarrollen sus facultades desde que apenas son simples seres que babean y cagan —o, peor aún, desde que aún carecen de forma humana—, para que en el futuro sean geniales y exitosos, unos verdaderos ganadores. Eso es, ni más ni menos, la competitividad moderna de sus padres, la lucha darwinista empresarial y social proyectada sobre el mundo infantil. Antes, uno iba al parvulario a jugar, tener interacción con otros niños y algo más; ahora hay jardines bilingües —y carísimos—, con un pénsum complejo en el que la criatura no puede estar por ahí, disfrutando el ocio que le será negado durante casi el resto de su vida, porque lo embuten de música, nociones prematemáticas, idiomas, ecología y, si nos descuidamos, química e historia universal. Escoger jardín de infantes, sin embargo, es menos angustioso que la posterior búsqueda de colegio: los bogotanos piensan que quien no entre al Nueva Granada, el Anglo, Los Nogales y un par más se quedará bruto. Igual pasa con un puñado de colegios en el resto de ciudades colombianas, razón por la cual entrar a dichos antros requiere todo tipo de abolengos, bonos, pruebas psicotécnicas y humillantes interrogatorios moralistas a la familia para decidir la admisión. En países más desarrollados y menos clasistas, a la gente la meten en la escuela del barrio.

Es la misma oleada que relegó muchos dibujos animados. Las caídas del coyote y sus múltiples accidentes con productos ACME, los porrazos que recibe Silvestre del amanerado Piolín, las reyertas de Tom y Jerry, la neura perdedora del pato Lucas, el odio acendrado del personaje narizón enemigo de la Pantera Rosa… todo eso fue barrido por dibujitos políticamente correctos, no violentos, que pretenden explicar el mundo a los niños y terminan con esperpentos como Dora, la exploradora, que dice: “Vamos para el lago, we are going to the lake”, y suena como una gomela cula de esas que nunca han montado en bus ni se han comido un almuerzo ejecutivo. De otro lado, la inteligencia emocional, si es que existe, no se cultiva ahí sino en las telenovelas: los niños que a temprana edad vimos Leonela, Los ricos también lloran y Topacio supimos de antemano que el mundo está lleno de bajas pasiones y que el amor florece entre los cardos.

El principal bastión de la utopía estimuladora son los productos Baby Einstein, que pretenden causar la genialidad con libritos de historias insulsas y personajes planos, musiquillas electrónicas de consultorio y DVD soporíferos. Los padres, en lugar de gastar plata en esas pendejadas, deberían pasar más tiempo con sus hijos y leerles buenos libros de los hermanos Grimm y de Roald Dahl, así como Pinocho y Momo. Eso sí puede hacer la diferencia.

A la larga, el genio, como el amor, florece entre los cardos. Siempre ha sido así. Estuve buscando biografías en mi biblioteca y me encontré con que los estudios de George Washington, cuando tenía 11 años, “no pasaron de lo que habitualmente se enseñaba en las escuelas rústicas del condado, dado que jamás mostró interés por las letras o la filosofía, apartándose en todo momento de las cuestiones no relacionadas directamente con la práctica cotidiana”; Beethoven, por su parte, era “poco brillante en los estudios, sobre todo con las matemáticas”; George Stephenson, constructor de la primera locomotora, “no logró aprender a leer y a escribir hasta los 18 años”; la vida de colegio de Balzac “hizo de él un niño regordete y apático, mal estudiante y ávido lector”; Garibaldi, el luchador de la unidad italiana, “prefería vagar por el campo o la playa antes que estudiar”; Rodin “era mal estudiante y solamente se distinguía por su gran afición y capacidad para el dibujo”; Guglielmo Marconi, el inventor de la telefonía sin hilos, “era un niño de salud débil y algo taciturno, que no brilló como alumno”, para no poner de ejemplo al mismísimo Einstein, a quien usurpan su nombre los juguetitos de marras, quien “desde sus comienzos demostró cierta dificultad para expresarse, pues no empezó a hablar hasta la edad de 3 años, por lo que aparentaba poseer algún retardo que le provocaría algunos problemas”.

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