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13 de julio de 2006

Cómo es casarse...

Y llevar un año

De algo estoy seguro. No me volverán a decir Bombril. No había dado el salto, no por falta de amor, de eso nos sobra, sino por el vértigo de la avalancha de gastos que uno teme: cama, muebles, carro, beca y casa.

Por: Andrés Sanín

De algo estoy seguro. No me volverán a decir Bombril. No había dado el salto, no por falta de amor, de eso nos sobra, sino por el vértigo de la avalancha de gastos que uno teme: cama, muebles, carro, beca y casa. Eso sin hablar del anillo y la luna de miel, no en un balneario de Melgar, sino en algún paraje exótico de la Polinesia.

Me lancé y estaba dispuesto a tener cajas y ladrillos como muebles, pero además de generar un tsunami marital entre mis amigos (ahora todos siguen el ejemplo) me encontré la lámpara de Aladino. A punta de showers, de invitados y de las donaciones generosas de lo que a cada tía le sobraba, nos llenaron de bandejas, bandejitas y bandejotas, portarretratos y cucharitas, pero también de todo lo necesario. Incluso, la luna de miel, la cuota del apartamento y el palancazo para el crédito del banco con el que nos casamos juntos para siempre. No debimos demostrar que nos querríamos en la pobreza y esperar a ver si la riqueza se asomaba. Solo llenar cientos de tarjeticas agradeciendo a personajes que ni conocíamos tanta generosidad. Botamos la toalla, así que aprovecho para hacer un breve anuncio parroquial: "Estimados todos y todas, mil gracias por esa coquita de plata tan cuca, ese florero tan divino, esas copas tan finas que sin duda mis queridos amigos romperán en nuestras borracheras y que le darán un motivo a mi señora para odiarlos y odiarme. Pasamos dichosos con ustedes en la fiesta. Ah, perdón, ustedes eran participados".

Si sobrevivimos al curso prematrimonial creo que podemos soportarlo todo. Por un fin de semana entero y de sol a sol, debimos resistir entre dormidos y despiertos -y sin poder capar clase pues tomaban lista- las charlas de un recreacionista que se las daba de diácono, a experimentados y "progresistas" miembros de la Iglesia que ilustraban con diapositivas cómo utilizar métodos anticonceptivos como el del termómetro, el moco servical y el ritmo, y a un cura con doctorado en Alemania que recomendó unas goticas homeopáticas a las mujeres ligeras de busto para enaltecerlos y así mantener enamorado a su marido.

Cuando regresamos de la luna de miel, las piyamitas fueron reemplazadas por medias y piyamas gruesas del cuello a los pies. La razón: una gripe asesina tomó posesión de mi mujer. La abrazaba con el amor intenso de un recién casado, pero tosía como un anciano desahuciado y en tres semanas los gérmenes me ganaron la batalla. Cuando a eso de las tres de la mañana al fin había logrado dormir, una tos en do mayor me despertó y, neurótico, pensé en voz alta: no quiero oír una tos más en mi vida. Así no me lo crea ella, me arrepiento de no haber cumplido por un instante lo que le prometí: amarla en la enfermedad y en la peor de las pestes.

Algunos detalles más me han tenido al borde de un ataque de nervios: el taconeo en el piso de madera a las 6:00 a.m., cuando desfila de un lado para el otro probándose esta pinta y la otra. Y la arrulladora melodía del secador cuando se hace el blower antes de salir, y la ida en piyama, con la lagaña en el ojo, a llevarla hasta su clase de siete en la universidad. Me advirtieron que tendría problemas si no bajaba el bizcocho del inodoro. No he tenido que hacerlo. Cada vez que voy a orinar, el bizcocho cae como una guillotina y termina todo hecho una inmundicia. Es una pelea fija. ¿Quién limpia? "Yo cociné". "Yo planché". "Yo pagué hasta la última de las facturas y la única que te tocaba se te olvidó". "Yo lavo, está bien".

Ni los pelos largos en el lavamanos, ni los calzones amarrados en los grifos me molestan. Tampoco que ella pase rápido el canal cuando ve asomarse un balón de fútbol y prefiera unas amas desesperadas en casa. Solo me quejo de lo que ya me quejé y de los momentos en los que nuestras ganas de hablar no coinciden, es decir, cuando ella quiere charlar y yo dormir, o viceversa. Me fascina su torpeza en la cocina, solo comparable a la mía. Cocinamos juntos los platos más abominables y nos morimos de la risa y del hambre cuando los probamos entre velas y copas de vino. Ocho años de novio me hicieron creer que conocía todo de ella, pero me perdía lo mejor: sus conciertos en la ducha. Aunque no tiene el Factor X, me hace suspirar. Ojalá siga así hasta que la muerte nos separe.

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