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25 de septiembre de 2006

Berliner Philharmoniker

Por: Héctor Abad

Desde hace muchos meses un querido amigo, Gonzalo Ospina (concertino de la Orquesta Filarmónica de Medellín, y antes de la Sinfónica) me había hablado de dos cosas: de la que es probablemente la mejor orquesta del mundo, la Berliner Philharmoniker, y de la sala de conciertos donde tocan, la Berliner Philarmonie, que es también probablemente el teatro con la mejor acústica que exista. Me decía Gonzalo: “si te sientas al frente del director, detrás de los timbales, vas a experimentar lo más sublime que se llega a sentir con la música, que es oírla no solo con los oídos, sino con cada poro de tu cuerpo.”


Entonces, para celebrar que acabo de terminar un libro (y de lo que significa terminar un libro les contaré en otra entrega de este blog, cuando me manden las últimas correcciones), voy con mi hermana Clara a un concierto de la Filarmónica de Berlín, la que durante tanto tiempo dirigió Herbert von Karajan (y hoy la calle del teatro lleva su nombre). Para empezar hay que decir que el teatro está en uno de los sitios más bellos de la ciudad, el Kulturforum, que es una zona proyectada en los años 50 y 60, donde además del Philarmonie, hay varios museos extraordinarios: la Neue Gemäldegalerie (o Nueva Pinacoteca), el Museo de Instrumentos Musicales, la Sala de Música de Cámara y la Nueva Biblioteca del Estado. Y un poco más al oriente del Kulturforum está nada menos que Potsdamer Platz, que es uno de los sitios de arquitectura moderna más vanguardistas e impresionantes que he visto en mi vida.


Siempre me ha parecido que la arquitectura moderna es maravillosa. Pero siempre he tenido también una duda: ¿envejecerá bien? Muchos edificios que nos gustaron hace 40 años por su modernidad, hoy parecen esperpentos envejecidos antes de tiempo. Sin embargo, si alguna confianza me da la arquitectura contemporánea, se la debo a la impresión que me dio, por dentro y por fuera, el increíble teatro de la Berliner Philarmonie. Construido por el gran arquitecto alemán Hans Scharoun en 1961, parece todavía nuevo, y la idea que lo gobierna sigue siendo la más válida. La forma exterior, como una inmensa carpa de oro (es de aluminio dorado, en realidad), es fascinante, y por dentro es todavía mejor, con el escenario hundido en el centro, y rodeado asimétricamente por unos inmensos pentágonos, como terrazas aéreas, donde el público se sienta como si fueran varios teatros simultáneos, con una visibilidad perfecta hacia el centro, y una acústica sobrenatural.


Nos tocó, por casualidad (o porque eran las boletas más baratas) en el mismo puesto que me había recomendado Gonzalo Ospina: de frente al director, detrás de los timbales, en el mismo sitio donde se haría el coro si lo hubiera en el concierto. En el Podium. Era como si estuviéramos metidos tocando con la misma orquesta, o como si la orquesta tocara confundida con nosotros. Cuando empezó la primera parte del concierto, la Suite Romeo y Julieta de Hector Berlioz, toda la carne se me puso de gallina, como si de verdad todos los poros del cuerpo tuvieran que prepararse para sentir la música.


Ver al director, sir Simon Rattle, conduciendo la orquesta con la cara dirigida hacia nosotros (y todo el tiempo parecía hablar o tararear, como Glenn Gould cuando toca a Bach), fue una experiencia inolvidable. Después de Berlioz, vino el intermedio. En el foyer venden champaña, y hubo que celebrar tanta emoción con champaña. Brindé con Clara, mi hermana.



Stravinsky (Agon) fue solo una preparación instrumental para el plato fuerte: La Quinta de Beethoven. Y ahí sí, a hundirse en la música hasta los tuétanos, con la piel y todos los sentidos sólo oyendo, olvidados de nuestra pobre condición de mortales, en una armonía feliz con todas las cosas. La versión de Rattle es mucho menos solemne, mucho menos alemana que la de von Karajan, y por eso mismo creo que más degustable, menos distante. Karajan, para mi gusto, era más papista que el Papa, o más alemán que los mismos alemanes. Al menos más que los de hoy, que se sienten más identificados con el espíritu más fresco y festivo de sir Rattle.


Hubo un solo anticlímax, en la parte más lenta del segundo movimiento, que es quizá el más hermoso, y fue un inmenso estornudo de alguien en el público, o quizá en la misma orquesta, que pareció despertarnos del embrujo por un instante. Aunque tal vez fue solamente un recuerdo de que a pesar de todo, a pesar de esta honda experiencia espiritual que constituye la gran música alemana, tenemos que ser conscientes de que seguimos siendo carne, carne que tose y suda y estornuda. En últimas, hasta el estornudo me parece que salió bien.


Si algún día tienen la fortuna de venir o de volver a Berlín, no dejen de ir a este teatro, el Philarmonie, que es donde mejor se oye la música clásica (nunca en la casa se llega a tanta concentración y a tanta perfección acústica), y traten de ir a un concierto con la Filarmónica, que es un ejemplo de lo lejos que pueden llegar el estudio, el buen gusto, el arte y la pasión por hacer bien las cosas.