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14 de octubre de 2009

Botón del pánico

Por: Adolfo Zableh

Lo bueno de dedicarse a la contemplación es que uno va a la segura: vive la propia vida a través de la de los otros sin correr riesgos. Nadie va a tocar la puerta de tu casa para felicitarte, pero tampoco para llevarte preso.

Habría que ir a 1987 para recordar la última vez que me emocioné en carne propia. Era un preadolescente y me encontré una chocolatina. A esa edad un dulce es la felicidad.  Hace poco me encontré otra, pero no se me movió un pelo, porque cuando uno está en sus treinta un dulce ya no complace. Debería, pero por alguna razón los adultos buscamos placer en cosas más complejas, y por lo general inalcanzables. Achaques que llegan con la edad.

Así que yo ya no interactúo con seres humanos, simplemente leo el periódico y así me ahorro disgustos. Con cada noticia mi ánimo va cambiando.

Feliz cuando mandan a Rocío Arias a la cárcel por relacionarse con paramilitares, triste cuando la sueltan. Optimista con la caída del euro, pesimista con la del dólar. Sorprendido si le dan el Nobel de la Paz a Obama, deprimido si nominan a Ingrid Betancourt. Raros esos escandinavos, que te premian si mandas a escondidas trece mil soldados a la guerra, pero solo te nominan si por sapo te pudres seis años en la selva.

Si estoy de ánimo leo la sección Nación, y para levantarlo miro las tiras cómicas. Equivalente a una historieta de Calvin y Hobbes, este fin de semana leí acerca de una propuesta para instalar en los taxis algo llamado Botón del pánico.

Pasé del júbilo al desconcierto cuando Uldarico Peña -que es a los taxis lo que Bill Gates a la informática- rechazó la propuesta, y de ahí al desasosiego total cuando tres líneas después explicaron que el botón no era para el pasajero sino para el conductor. El sistema en cuestión consiste en un dispositivo luminoso en las carrocerías de los carros públicos que se activa cuando se es víctima de un atraco.

Si los taxistas no quieren tal salvavidas, los usuarios, que no tenemos botón para cuando somos asaltados por el amable señor taxista, lo aceptaríamos gustosos. Dicen que al menos el 50% de los taxímetros en Bogotá están adulterados, ¿pero quién podría decirlo con seguridad? La Secretaría de Tránsito no se compromete y el DANE no es confiable.

Lo cierto es que cada vez que cojo un taxi de la oficina a la casa marca un número diferente. En ocasiones me da la impresión de que me mide un cronómetro y no un taxímetro. ¿Y qué hace uno? Pone cara de acontecimiento y paga lo que dice el aparatejo para evitar un encontrón. En eso los taxis aplican la misma táctica de los bancos y los operadores de celular: nadie va a quejarse si cobras unos pocos pesos de más como quien no quiere la cosa.

Y gracias a los taxis y el fútbol, quién iba a pensarlo, Sudáfrica y Colombia son pueblos hermanos. Mientras allá van a organizar el próximo Mundial, acá rechazamos uno y no se ve chance de que la FIFA nos lo conceda en las próximas cuatro vidas. Allá los taxistas protestaron a bala porque el comité organizador está diseñando un sistema de buses para turistas que les quitaría más del 70% de los ingresos, y acá son capaces de echar bala si uno se niega a pagarles la mínima.

Ustedes digan lo que quieran, pero cuando le pregunto a un taxista cuánto le debo, y me toca creer ciegamente en lo que me contesta porque la respuesta la tiene una tablita de equivalencias a la que yo no tengo acceso, a falta de botón del pánico me dan ganas de irme a Sudáfrica.