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21 de octubre de 2006

De la lapidación

Por: Ricardo Bada

De nuevo aparece en nuestras pantallas una petición de solidaridad, en este caso hacia siete mujeres iraníes condenadas a lapidación, pero en realidad casi no falta un mes sin que las cadenas de firmas contra la pena de muerte por ese método (literalmente troglodita) dejen de inundar nuestros buzones virtuales.
 
Tenía yo la costumbre de firmarlas, todas, hasta que mi esposa, miembro de amnesty international, me hizo ver que tales cadenas eran contraproducentes para el trabajo de los juristas y defensores de derechos humanos, empeñados en negociaciones con las autoridades.
 
Entre otras muchas razones, una de tipo práctico: y es que tales cadenas suelen desbordar la capacidad admisiva de las computadoras en las instancias a las que se dirigen, bloquéandolas y creando consiguientemente un malestar y un rechazo al tema cuando dichas autoridades reciben a los negociadores de las ONG que trabajan en él.
 

Entendí el argumento y dejé de firmar, pero el gusanillo de la mala conciencia me estuvo royendo las células grises (las dos, incluida la que ya pasó su fecha de caducidad), hasta conseguir armar otro argumento que desterrase per in saecula saeculorum la pena de muerte por lapidación, y que al mismo tiempo conciliara las exigencias de la ley musulmana con las obligaciones dimanantes de la convención internacional de los derechos humanos.
 

Propósito difícil, ya lo sé, pero recordé el episodio evangélico de Jesús y la adúltera que iban a lapidar (Juan 8, 3-11), y recordé además que Jesús es uno de los grandes profetas del Islam, cosa que por regla general se olvida, no sólo por los islamistas. Y gracias a la suma de ambos datos encontré la solución : Sencillamente bastaría con que el Estado en cuestión promulgase una ley, según la cuál todos aquellos que tengan la intención de participar activamente en el cumplimiento de una sentencia de lapidación, deberían probar de manera fehaciente –¡antes de arrojar su primera piedra!– que se hallan libres de cualquier pecado.

 
La tal ley haría especial hincapié en que a los perjuros en esta materia se le aplicaría ipso facto la sentencia de lapidación sin posibilidad de recurso ante ningún tribunal superior... aunque, éso sí, sometiendo también a sus posibles lapidadores al escrutinio previsto por dicha ley. Con lo cual se pondría en marcha una espiral tan presumiblemente interminable, que sólo sería posible detenerla por medio de una inevitable amnistía general.
 

Entiendo, además, que hasta quizás podría impedirse pronunciar una sola sentencia lapidatoria, bastando para ello que los jueces y jurados, e incluso las supremas instancias jurídicas del Estado, y del Estado mismo, también tuviesen que probar su absoluta inocencia de todo género de pecados. Con lo endiabladamente complicado –para no decir imposible– que es eso.
 

Piensen por ejemplo en los países cuyos funcionarios se embolsan las cantidades que las ONG de todo el mundo giran a las cuentas corrientes de las presuntas organizaciones nacionales que dizque combaten el sida en sus respectivos territorios, cuando en realidad esas transferencias van a asentarse en las respectivas cuentas corrientes de tales funcionarios... y ésto para poner tan sólo un ejemplo fácilmente verificable. Hasta donde sé, el Islam debería castigar con la pena de muerte el peculado, pero tratándose de funcionarios estatales no lo hace. Debe de ser por aquello de las indulgencias, que tanto le molestaba a Lutero.
 

Y aunque mi abordaje del tema puede ser considerado superficial por quienes sólo piensan en soluciones grandiosas y dignas del mármol y del bronce, y hasta puede que haya espíritus puritanos que se escandalicen porque crean que me he tomado a broma un asunto de alta explosividad moral, yo no lo descartaría tan fácilmente: quienes saben leer se darán cuenta de que mi aparente broma es una amarga requisitoria.