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30 de diciembre de 2006

Despidiendo al 2006

Por: Ricardo Bada

2006 se despide con la noticia de la ejecución de Sadam Hussein en Bagdad. Qué decir. Soy un abolicionista total, convencido de que –se la mire como se la mire– la pena de muerte no es otra cosa que un asesinato legal. De que no es mucho más que una variante camuflada de la ley del Talión. No entiendo el argumento de que el Estado sí pueda matar impunemente a una persona indefensa: y que no me vengan con la coartada de que una sentencia de muerte es el resultado de un juicio justo. Tampoco entiendo el argumento de que sería casi inmoral que un genocida como Hussein continúe viviendo después de haber hecho morir a tantas víctimas: la ejecución del criminal no resucita a esas víctimas. No, y mil veces no, la pena de muerte significa tan solo una venganza de la sociedad y es moralmente repugnante.
Aunque no tan repugnante como lo que acabo de leer sobre el ahorcamiento de Sadam Hussein: «Najeeb al-Nueimi, miembro del equipo de abogados de Sadam, dijo que las autoridades estadounidenses mantuvieron la custodia física de Sadam para evitarle humillaciones antes de la ejecución, y que también quieren impedir que se mutile su cuerpo, como ha sucedido con otros miembros del régimen depuesto. "Los estadounidenses quieren que se lo ahorque respetuosamente", dijo Al-Nueimi. Si Husein fuera humillado o su cuerpo maltratado, "eso podría provocar una insurrección y se culparía a los estadounidenses"».
Aquí no estamos en presencia de un Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea que ahorcó “con muchísimo respeto” a aquel capitán Álvaro de Ataide que lo había deshonrado... por más que siempre me haya costado entender que el honor de un hombre se encuentre bajo las bragas de su mujer (o de su hija, como en este caso). Y no estamos en presencia de Pedro Crespo, porque el “muchísimo respeto” del personaje de Calderón de la Barca es una ironía, y eso de que "los estadounidenses quieren que se lo ahorque respetuosamente" está formulado pero que muy en serio. Para decirlo mal y pronto: es de una corrección política que provoca náuseas.
 

Y la verdad es que me había preparado para escribir algo distinto como despedida de este año: quería hablar de la plétora de aniversarios redondos que hemos celebrado en él, festejando la vida y la obra de Heine, Mozart, Rembrandt, Picasso, Brecht, Ibsen, Juan Ramón, Baroja, Carol Reed (director de un film legendario, El tercer hombre, y de quien se cumple hoy el centenario de su nacimiento); quería hablar de la polémica sobre las caricaturas danesas que provocaron la ira del Islam fundamentalista; quería hablar del Mundial de fútbol y de Günter Grass y su libro donde confesó haber sido, a sus 17 años, miembro de una división acorazada de las SS; quería hablar de un Premio Nobel de Litetura, el de Orhan Pamuk, merecido como pocos... ¡de tantas cosas quería hablar! Pero prefiero volver a releer (y copiarlo aquí) un poema de Alden Nowlan encontrado hace tiempo en una antología de poesía anglocanadiense debida al canario alemán Bernd Dietz Guerrero, y que creo que expresa, de la manera más bella y lancinante, la repulsa
ante el crimen cometido en nombre del Estado de Derecho. Dice ese poema, titulado La ejecución:
 

La noche de la ejecución
un hombre que estaba a la puerta
me confundió con el juez de instrucción.
"Prensa", dije.

Pero no comprendió. Me condujo
a la habitación equivocada
en la que el sheriff me saludó:
"Llega tarde, Padre."

"Se equivoca", le dije, "Soy la prensa."
"Sí, por supuesto, el Reverendo Laprensa."
Descendimos unas escaleras.

"Ah, Mr. Ellis", dijo el Suplente.
"¡Prensa!" grité. Pero de un empujón me hizo pasar
a través de una cortina negra.
Las luces eran tan brillantes,
que no podía ver las caras
de los hombres que estaban sentados
enfrente de mí. Pero, gracias a Dios, pensé,
¡me pueden ver!

"¡Miren!" chillé. "¡Miren mi cara!
¿Es que nadie me conoce?"

Entonces una capucha me tapó la cabeza.
"No nos lo haga más difícil", susurró el verdugo.
 

Hasta aquí el poema del novoescocés Alden Nowlan, que murió en 1983, víctima del cáncer. ¿Debiera estar escrito a la entrada de todos los corredores de la muerte? No; debiera estar escrito en el corazón de los hombres, para que así no hubiese corredores de la muerte.