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16 de diciembre de 2006

Diario de Berlín (3)

Por: Ricardo Bada

(7.600 palabras son muchas palabras para leerlas de una sentada. Pero el diario de mi último viaje a Berlín consta de 7.600 palabras y quienes lo han leído en el manuscrito creen, conmigo, que podría ir en este blog, si bien –eso sí– rescatando la vieja tradición de los folletones: es decir, por entregas diarias. Confieso que la idea me atrae, y desde anteayer, durante seis días consecutivos, irá apareciendo acá el diario de ese viaje a lo que tan irrespetuosa como certeramente, creo, llamo “la provincia”. Los lectores con tiempo y ganas, y que no sean amigos de la lectura fraccionada, pueden aguardar al martes 19, y leer entonces el texto completo. A todos, que les aproveche).
 

30.11. De madrugada me despertó un ataque de gota, en el dedo gordo del pie derecho, como el 11 de este mes. Me levanté, tomé una pastilla de Diclofenac. Por la mañana ha desaparecido el dolor, alabado sea el santísimo sacramento del altar, decía mi abuela Remedios.
El monumento a los judíos asesinados en Europa, junto a la Puerta de Brandeburgo : Diny ya lo conoce, Willy y yo no. Nos adentramos en él, en ese laberinto de estelas. Entre otras cosas tengo mucha curiosidad por chequear la exactitud de una traducción que hice de su descripción en un texto para la revista Humboldt, y evidentemente el autor de ese texto lo describió bien, porque el traductor (yo), sin conocer el monumento físicamente, no tergiversó ni los términos espaciales ni los distributivos. Con absoluta independencia de ello, el monumento en sí no me gusta, provoca en mí una sensación de rechazo. Me parece de una insoportable prepotencia prusiana camuflada tras una máscara de compasión abstracta: una telenovela en piedras. La genuflexión de Willy Brandt ante el monumento a los judíos masacrados en el gueto de Varsovia vale por una docena de orgías de menhires como esta. Mi sensibilidad no pasa por este meridiano, y judío no soy, así que el monumento me deja frío. O no. Porque además me provoca cierta náusea que dondequiera que se mire entre sus estelas, al final, a la derecha o a la izquierda, por delante o por detrás, siempre aparezca Berlín en el más feo de sus avatares: el comercio (hasta un restaurante con el vomitivo nombre Panorama, desde cuya terraza seguramente podrá atisbarse la totalidad de este adefesio). Si al menos hubiesen tenido los arquitectos la precaución de rodearlo todo de una más o menos impenetrable masa vegetal: árboles altos, follaje tupido... Y aún así: ¿cómo insonorizar este inmenso espacio abierto? El intenso ruido del tráfico desacraliza por completo el ambiente. Sólo un detalle simpático: las jóvenes parejas que ajenas al “mensaje” de las piedras monolíticas juegan entre ellas al escondite, entre risas y besos.
A Willy sí le ha gustado, y a Diny le ha vuelto a gustar. Pero ya se sabe que el proverbial libro de los gustos se editó con las páginas en blanco, una mostrenca verdad que volverá a ser demostrada en la próxima estación de nuestro deambulario, pues del monumento, atravesando entre las columnas de la Puerta de Brandeburgo, pasamos a la Unter der Linden y a tomar café en el Adlon, y como toda mi vida he repelido el lujo, me siento incómodo hasta que nos vamos. Pero como a Willy y a Diny sí les gusta el lujo, debo esperar a que terminen de gozarlo a sus anchas. En algún momento en que los dos desaparecen camino de los servicios, llega a la barra del bar una chica de alterne, como llamaban en España a las putas finas en el primer franquismo, y ella, sin dejar de hablar con el barman tampoco deja de mirarme insinuante. La situación me divierte, sobre todo cuando regresa Diny, pues la chica no deja que se le reconozca que sabe que ha perdido la batalla y continúa con sus miradas.
De nuevo la Unter der Linden y allí enfilamos hacia el mercado navideño del Gendarmenmarkt, al que no entramos, sólo contemplarlo desde afuera nos hace tomar las de Villadiego.
Con el metro hasta el pequeño cementerio judío de la Schönhauser Allee, estación Senefelder Platz Visitamos la tumba de Max Liebermann, el gran impresionista alemán, de cuyos paisajes holandeses hay una hermosa muestra en el museo de Colonia. Cuando vamos saliendo descubro una tumba que fotografío, la de una mujer llamada Flora Paradies (= Flora Paraíso). Me asalta el recuerdo de Juan Rulfo, quien decía que los nombres de sus personajes los encontraba en las lápidas de los cementerios.
Estación Alexanderplatz : Al menos una de las señalizaciones de acceso a la parada del bus está concebida de modo que se pueda ir hasta Polonia si uno omite preguntar a tiempo dónde es que se encuentra esa parada. Y cuando llega el autobús 100 (una línea que podría comercializarse turísticamente debido a los lugares históricos por los que atraviesa), cuatro jóvenes berlineses nos “roban” las filas delanteras del piso superior, lo que no me importaría si no fuesen la mejor demostración del provincianismo más vulgar y zafio de esta ciudad. Son tres muchachas y un muchacho, y una de ellas suele incorporarse para mirar hacia abajo como animando al conductor, y cada vez que lo hace se le disparan los cuartos traseros desde debajo del pantalón y muestra uno de los espectáculos más aneróticos imaginables: lleva puestas unas pantimedias color carne y por encima de ellas una tanga de las que venden tres por un euro en las rebajas de temporada. Lo que en definitiva es algo tan antiestético, tan refeo, que uno aparta la vista instintivamente como si le picara un escorpión.
De vuelta a casa, al pasar por la Schaubühne, registro que ha cambiado el programa: ahora ponen Espectros de Ibsen y La gata sobre el tejado de cinc recalentado por el sol (que así reza el título original inglés, si se lo cita completo) de Tennessee Williams.
Diny y Willy son excelentes cocineros vocacionales y complementarios y deciden que cenemos en casa. Después visionamos un DVD que Willy ha traido de Ámsterdam al enterarse de que no conocemos esta película, La muchacha de la perla, con Colin Firth y Scarlett Johansson (de quien pasan en la tele, simultáneamente, su primera actuación ante la cámara, El hombre que susurraba a los caballos, con Robert Redford). La película sobre Vermeer y su sirvienta no me atrapa, me parece excesiva pintura para el cine*, con gran desconcierto de Diny y Willy, que la encuentran maravillosa. Y bueno, son neerlandeses, y ya se sabe lo de cabrita que tira al monte.
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* Addenda en Colonia : A propósito de la película Rembrandt, de 1936, con Charles Laughton, escribí y publiqué hace meses algo que podría repetir sobre esta: «No es una mala cinta, la de Korda, sí, no lo es, pero se le nota a la legua el esfuerzo invertido en poner en imágenes unos tableaux vivants, unos cuadros vivos, en hacer que la cámara fuese una especie de órgano vicario de los ojos de Rembrandt».

(Continuará)