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18 de diciembre de 2006

Diario de Berlín (5)

Por: Ricardo Bada

(7.600 palabras son muchas palabras para leerlas de una sentada. Pero el diario de mi último viaje a Berlín consta de 7.600 palabras y quienes lo han leído en el manuscrito creen, conmigo, que podría ir en este blog, si bien –eso sí– rescatando la vieja tradición de los folletones: es decir, por entregas diarias. Confieso que la idea me atrae, y desde el pasado jueves, durante seis días consecutivos, está apareciendo acá el diario de ese viaje a lo que tan irrespetuosa como certeramente, creo, llamo “la provincia”. Los lectores con tiempo y ganas, y que no sean amigos de la lectura fraccionada, pueden aguardar a mañana martes, y leer entonces el texto completo. A todos, que les aproveche).
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2.12. He traido en la bolsa de viaje mi viejísimo plano de Berlín, con el muro, un plano de 1982, una rareza, una reliquia. Y lo tengo desplegado íntegro, todo el tiempo que llevamos aquí, sobre la mesa de trabajo de Héctor, cubriéndola casi por completo: mide 103x81 cm. Anoche, al llegar de regreso a casa, me puse a estudiarlo de nuevo, sobre todo el sector sudoccidental, y pensando que nos hemos citado a mediodía de hoy con Esther y Hannes en Wannsee, para visitar la Villa Liebermann y la tumba de Kleist, les propuse a Diny y Willy llegar hora y media antes y viajar desde allí con el bus hasta el Glienicker Brücke, el puente de Glienicke, el puente de los espías, protagonista de tantas escenas dramáticas en películas inspiradas por los libros de John Le Carré y los thriller de la guerra fría. Como están de acuerdo, nos ponemos en marcha tras el desayuno, con el S-Bahn hasta Wannsee por el Grunewald, y allí tomamos el bus cuya línea concluye a unos 200 m después del puente. De este modo podemos deshacer el camino, volviendo a pasar por él, ahora a pie, hasta la primera parada del trayecto de retorno: el tiempo está calculado para recorrer la distancia sin necesidad de apresurarse.
Hace un día espléndido, y el panorama es impresionante. Parado enmedio del puente miro todo a mi alrededor, intento intuir los sentimientos de quienes eran canjeados aquí, hacia el Este o hacia Occidente. Vano intento. Pero el paisaje me recompensa. Debo volver, convencer a Héctor para que me acompañe: seguro que él le sacará más partido que yo a este sitio, los buenos narradores tienen el don de saber poblar los lugares donde se detienen a mirar.

Esther y Hannes llegan puntuales, y un error mío imperdonable hace que nos pogamos en camino a la tumba de Kleist por la orilla del Wannsee Grande, con lo que a pesar de mi error llegamos al menos hasta la Villa Liebermann, a 300 m de la cual se encuentra el ominoso edificio donde se fraguó la “solución final” del problema judío. No deja de ser paradójica la cercanía de la dacha veraniega del pintor, judío de pura cepa, pero pienso que en último término la paradoja sucede a posteriori, porque fue la vesania nazi lo que pervirtió las relaciones humanas, la urdimbre social que existía en este país antes de ellos.
La Villa Liebermann me encantó, la recorrí en todos sus rincones de dentro y de afuera, quiero volver a ella en verano y quedarme largo rato sentado al final del jardín, a la orilla del Wannsee, con las piernas colgando a un palmo de las aguas, la mirada perdida en la lejana ribera opuesta, sin pensar en nada ni en nadie, olvidado hasta de mí. Sé que suena como literario, y lo peor de todo es que lo siento directamente así, sabiendo cómo suena. Así que una vez más regreso a lo de siempre: que estoy podrido por la literatura.
Se marcha Diny, que tiene una cita con su amiga Karin, y emprendemos de nuevo el camino a la tumba de Kleist, ahora por el camino correcto, la orilla sur del Wannsee Chico. Es un lugar que concita irremediable, prejuicialmente, el recuerdo de la muerte, pero al mismo tiempo suscita la idea de que fue por ello que Kleist lo eligió. Willy permanece abismado, con la cabeza agachada, delante de la tumba. Esther y Hannes, que también es la primera vez que vienen, parece como si quisieran registrar hasta el más mínimo de los detalles. Yo he venido ya muchas veces, no pocas de ellas equivocando el camino, como hoy, porque parece como si una mano invisible borrara en mi memoria, tan cartográficamente educada, las huellas de la vez anterior. Casi no miro la tumba de Kleist, siempre musito unas palabras mirando a su izquierda, la de Henriette Vogel. Después, bajo hasta la orilla y los tres me acompañan. Desde la orilla, a la derecha, se ve arriba del talud una villa patricia, hoy club de remo. Hannes comenta que es quizás lo único bueno que salió de la guerra, la destrucción de las estructuras feudales en las que –todavía en los treintas– vivía este país. Lo relaciona con el hecho paralelo de que las grandes villas patricias a la orilla del río, en Buenos Aires, es decir, en San Isidro, también se han convertido en clubs de remo. No obstante, por mucho que mentalmente me duela, creo que la liquidación de ese mundo comenzó aquí antes de la guerra, cuando pusieron su destino en manos de un plebeyo, el primer plebeyo que gobernó Alemania, y fue para casi destruirla. Pero en vez de decirlo salgo con una broma: que en Francia la cosa ya sucedió en 1789 con la Revolución, y sin embargo los franceses nunca se han repuesto de la pérdida de la monarquía, tanto que el año próximo, por fin, van a poder elegir a alguien que la uncirá en su propio nombre a la que es de todos modos la más monárquica de las presidencias de una República... con la posible excepción de Rusia, sólo que ahí la monarquía, blanca o roja o putina, es zarista, siempre lo fue, nunca dejó de serlo. En el caso de Francia está claro que aludo a Ségolène R o y a l e: su apellido es programa.
De vuelta en casa, y por Willy, que se acercó al centro para comprar “su” diario amsterdamés con el suplemento finisemanal, me entero del Premio Cervantes a Antonio Gamoneda, lo que me da una enorme alegría. Sólo nos hemos encontrado una vez, cuando el homenaje a Paco Pino en Valladolid, en febrero del 99, pero Angelines, él y yo nos convertimos en inseparables, y hasta celestineamos que mi nieto Paul Louis, de año y medio, podía ser una pareja ideal para Cecilia, su nieta recién nacida: bromas de abuelos, pero al mismo tiempo emblemas de amistad sentida hondo.
Berenice y Michael recogerán a Diny y me citan en el Skarabeo, restaurante egipcio en el n° 3 de la Ludwigkirchstrasse, a dos cuadras de la Ku’Damm por la Uhlandstrasse. Llego allá con tiempo y ni en el 3 ni en el 2 ni en el 1 hay ningún restaurante ni egipcio ni de lejos mediterráneo o cosa parecida. Pero del 1 salen dos mujeres de mediana edad, conversando muy animadas en el inconfundible español de Cuba. De inmediato las abordo y les pregunto si conocen bien el barrio como para orientarme en él, a lo que una de ellas me contesta desafiante que por qué les hablo en español, y yo muy calmado que porque las oí hablar en él, y ella (sin bajar el tono) que cómo sé que es español lo que hablan, y yo, ya medio cansado, que porque es mi idioma materno. La otra, más conciliadora, me pregunta que qué deseo saber, y cuando le digo que busco un restaurante egipcio llamado Skarabeo, me contesta que no sabía que fuese egipcio (como diciéndome que no sospechaba que los egipcios supieran cocinar) pero que está al otro lado de la Uhlandstrasse, allá por el número 6, más o menos. Le doy las gracias y la acelerada me dice: “¿Vio, caballero? ¡tuvo suerte, hay un Dios arriba!”, y yo le pregunto que dónde arriba, pero se van rápido, y me quedo pensando en lo que es el síndrome de la policía secreta, ni aquí les abandona. Voy a preguntarles a Berta y Amir, cuando nos veamos el lunes, si ellos también reaccionarían así o si son cubanos desacomplejados.
La cena es una pura delicia, a base de una serie inacabable de platillos que contienen desde carne a langostinos, pasando por una densa gama vegetal que incluye una salsa de dátiles. Y un postre con el que no contábamos Diny y yo, una bastante buena danza del vientre a los compases de la bacanal de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns (me llevó varios segundos identificarla, a causa de la orquestación vernácula, y Berenice se reía porque yo andaba perdido en las nubes tratando de identificar la música en vez de concentrarme en la voluptuosa bailarina). Discutimos luego sobre la danza del vientre, el flamenco y la jota, que a mi modo de ver es un baile de mayor valor, porque sucede casi todo en el aire, mientras los otros dos son demasiado terreros para mi gusto. Y del Skarabeo, para cerrar la noche, nos fuimos a la Brahmsstrasse, al Schlosspark Hotel, que fue la residencia de la selección alemana durante el reciente Mundial de fútbol. De nuevo acá se plantea la discusión sobre el lujo, como con Diny y Willy en el Adlon.
Pero también hablamos de arquitectura. Por ejemplo del artesonado del techo del bar donde nos encontramos, y ahí Berenice descubre la palabra artesonado, que no logro explicarle a Michael porque no sé cómo se traduce “artesón” al alemán. Y también hablamos de cine, y les prometo enviarle un vídeo de la que es, para mi gusto, la mejor película de humor negro que se ha hecho en nuestro idioma, El esqueleto de la señora Morales, y ahí Berenice casi bate palmas porque la conoce y le encanta. E incluso hablamos de lo que puede ser un lindo proyecto: Michael quiere saber si es verdad que un gobierno del PSOE acordó conceder la nacionalidad española a quienes la solicitaran de entre los supervivientes de las Brigadas Internacionales, y si siendo cierto hubo ciudadanos de la RDA que la solicitaron, hubiera sido un método infalible para poder abandonar legalmente el paraíso del socialismo real; y ahí le prometo ocuparme del tema.
Llegamos a casa de madrugada, supercansados pero también supercontentos.

(Continuará)